La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

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os robles de sabana responden a los cariños del tiempo y se desnudan despacio, como amantes sin prisa.

Se quitan primero las hojas y después las flores para tapizar calles y aceras. En la despedida del verano redibujan patios, potreros, plazas, bulevares. Esparcen color a las puertas del invierno.

Los peatones más apurados caminan ajenos al espectácul­o que se desarrolla a sus pies o sobre sus cabezas. Pero, como en todo y como siempre, existen las bellas excepcione­s.

En el parque Morazán un niño tiene los ojos puestos en la copa de un árbol cuyo nombre, quizás, aún desconoce.

Llamó su atención el que da sombra a la estatua del expresiden­te Julio Acosta, quien mandaba en el país cuando mi abuelo fue a la guerra y volvió para contarlo.

El niño atisba algo que ocurre en las alturas, donde crecen ramos de campanitas suaves. Descubre que una se suelta y corre a agarrarla. Fracasa porque el viento, metido en el juego, la manda lejos de sus manos pequeñitas. Pero no tiene ganas de rendirse, que se rindan los otros. Sospecha que otra caerá y, sí, una nueva se desprende y esta vez ninguna ráfaga interviene.

La flor cae en picada y el niño la pesca sin que haya tocado el suelo. Ganó. Ríe para él, feliz, con la alegría de un medallista olímpico en la cara.

Abril limita por los cuatro costados con los robles de sabana, reyes del verano que preceden a las lluvias.

Los aguaceros tempranos hacen estragos en algunos y los desnudan de golpe, como

los amantes primerizos. En mi ciudad las flores del roble mueren sobre los adoquines, bajo suelas anónimas, o naufragan en las corrientes sucias de los caños. Pero no siempre se impone la tragedia.

Muchas flores resisten a los golpes de viento y a los goterones y en unas semanas serán vainas que se abrirán después en dos para liberar a los árboles futuros.

Las semillas del roble tienen alas y vuelan en busca de pedacitos de tierra disponible donde enraizarán los gigantes que aprisionan.

En mis años más nuevos topé con dos viejos robles de sabana que están aún frente a la iglesia de San Felipe, allá en Alajuelita. Tomé conscienci­a de ellos una Semana Santa cuando los vi alfombrar un tramo de carretera por el que caminarían horas más tarde legiones de falsos romanos y mujeres llorosas.

En aquella visión nace, probableme­nte, mi gusto por esos árboles a los que fotografío siempre que puedo, como si de esa manera lograra hacerlos míos.

Aseguraba un viejo del barrio donde crecí que atrapar en el aire una semilla de roble era agarrar también una virtud. Por eso cuando se abrían las vainas y llovían semillitas yo corría tras ellas, con los brazos arriba, como el chiquito del Morazán, diciendo para mí “¡una virtud, una virtud, una virtud!” sin saber qué significab­a la palabra.

Hoy sé que los hermosos robles de sabana de todos los colores liberan recuerdos además de hojas, flores y semillas aladas. Yo, niño como sigo siendo aunque las canas digan lo contrario, los agarro sin dejar que el suelo los ensucie, que nadie los maje, que ninguna corriente los arrastre.

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