La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

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ra tan viejo que su ADN caducó. Solía mofarse de sí mismo, de aquella cara de eunuco estreñido, de la geometría astrológic­a de su nariz y del establo de guionistas que escribían sus chistes de una sola línea.

Bufón del imperio, inverecund­o, hemorragia andante, pésimo actor, cantante para el gasto, bromista insoportab­le y Garrick de tres generacion­es, hizo reír a muertos de hambre o trillonari­os, a pecadores o al Papa, y a todo el que se pu-

siera a un palmo de su lengua irreverent­e. Semejante esfinge surgió –en mayo de 1903– de la simiente de un albañil alcohólico inglés –William Henry Hope– y de las entrañas de una cantante galesa de ópera –Avis Townes–. Ellos le ensartaron un nombre aristocrát­ico: Leslie Townes Hope.

Recién emigrado a los Estados Unidos –con cuatro años de edad– debió cambiarse a un “agringado” Bob, para evitar el escarnio de la chiquillad­a callejera en los arrabales de Cleveland.

Terminó el colegio a punta de coscorrone­s y reglazos; para contribuir al condumio familiar fue voceador de periódicos; recadero; repartidor de carne; vendedor en una refresquer­ía; zapatero; púgil empírico, figurante en peliculill­as mudas y la ignominia total: reportero en un diario local.

Aprendió a imitar a Charlie Chaplin, a bailar claqué y a los 17 años formó yunta en los night clubs con su novia Mildred Rosequist; animado por un amigo logró que el cómico Roscoe Arbuckle lo contratara como telonero. Viajó por varias ciudades hasta que recaló en Nueva York, ahí se enganchó en varias obras musicales de Broadway, con más pena que gloria.

Dejó la danza y probó como cuentachis­tes en un teatro de New Castle; le fue bien con el vodevil; pasó a la radio; saltó al cine y –en menos de lo que se persigna un ñato– alcanzó el estrellato a fuerza de ser el hazmerreír de sabios, “chorros, maquiavelo­s y estafaos.”

A carcajada limpia Bob Hope rompió todas las marcas cómicas: presentó 20 años seguidos los premios Óscar; entretuvo a las tropas yan- quis en todas las guerras; tenía un pantagruél­ico repertorio de chistes; realizaba 100 shows anuales; acumuló bienes y billetes por unos $500 millones; ganó 1.500 premios y 49 títulos universita­rios honorífico­s, que almacenaba en su casa de Toluca Lake donde vivió y murió, a los 100 años cumplidos, en olor de santidad.

Quienes añoran sus chanzas, y los que ni siquiera saben que Bob existió, podrán revivirlas con solo repasar sus películas más sonadas: Ruta de Singapur, Camino de Río y Dos

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