La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

Un chiste contado TRES MIL VECES

- JORGE ARTURO MORA jmora@nacion.com

No hay otra luz en la calle 15 de San José más que la del alumbrado público. La sorpresa es grande.

Es domingo por la noche y Tobías Ovares –el crítico de teatro de La Nación– y yo encontramo­s la fachada del Teatro Arlequín con los portones cerrados. Un par de hombres se lanzan pedradas en la línea del ferrocarri­l que está sobre la avenida y el temor se acrecienta en una calle en la que la soledad se multiplica.

“¿Sabés qué habrá pasado?”, me pregunta Tobías con pupilas dilatadas. “No sé”, le contesto, “voy a llamar a don William”.

Busco entre mis contactos de celular a William Esquivel, el director de Dos arriba y una abajo, la obra que planeamos ver. Llamo a su número porque don William no solo tiene a cargo la dirección artística de la pieza teatral, sino que también es el dueño del Teatro Arlequín.

“Aló, don William. Viera que, como le había comenta- do, ya estamos en el teatro, pero está todo cerrado”, le digo, mientras quedo a la espera de una respuesta. Tobías mantiene su mirada en mi teléfono, como si también pudiera escuchar la conversaci­ón.

“Ahhh sí, es que viera que se nos metieron unos goterones y todo el equipo se dañó, pero no se preocupen. Pueden venir el próximo viernes”, responde don William con su pausada voz.

“Está bien, don William”, le respondo, “pero siempre nos podremos ver mañana para la entrevista?”.

Él me responde que sin dudas.

Cuelgo e intercambi­o miradas con Tobías. Nos resulta paradójico el escenario: han pasado catorce años desde que Dos arriba y uno abajo entró en cartelera y justo el día que decidimos mirarla por primera vez, no hemos podido verla.

“Tranquilo”, me dice Tobías. “Son gajes del oficio.

Habrá que esperar hasta el viernes”.

“Pues así será”, contesto.

***

Hoy es lunes y, cuando estoy en la acera del Teatro Arlequín, la situación no es tan diferente: los portones del recinto están cerrados con la diferencia de que la luz de las nueve de la mañana aleja cualquier temor parecido al vivido ayer.

De nuevo, busco el contacto de don William en mi celular y lo llamo.

“¿Pero cómo no me ve?”, me dice don William con tono amable. “Estoy justo detrás de usted”.

Volteo y dentro de un automóvil gris veo una mano que se mueve. Enfoco y distingo una sonrisa fija que me invita a acercarme. Paso la calle y me encuentro con el carro de don William. Camino hacia la puerta del conductor pero el dramaturgo me ruega sentarme en el asiento del copiloto.

“¿Cómo me le va? Mucho gusto”, dice Esquivel en nuestro primer encuentro en persona. “Haga el asiento para atrás, que veo que tiene las piernas largas”, me dice.

“Don William, no sé si prefiere que nos bajemos a tomar algo y conversar sobre la obra”, le sugiero. Él responde rápidament­e: “no, tranquilo. Podemos hablar aquí, frente al teatro. Frente a mi querido teatro”, dice. Tras finalizar su parlamento, ambos nos quedamos viendo el Arlequín, un teatro que no siempre fue de don William.

En 1992, el dramaturgo –quien cuenta con un doctorado en teatro de la Universida­d de La Sorbona de París– se propuso comprar las acciones del entonces Teatro Tiempo, ubicado en frente de Caja de Ande, para rebautizar­lo con su nombre original (Arlequín) y realizar montajes de las apetecidas comedias que tanto le gustaban.

El teatro se movilizó hacia su ubicación actual y, con libretos humorístic­os, el Arlequín apareció como una de las grandes ofertas dentro del conocido “circuito de Cuesta de Moras”, y las funciones usualmente llenaban con alegría los 152 espacios que alberga.

Fue hasta el 4 de noviembre del 2005 cuando un récord se asomaba como profecía inesperada. Después de montar El cuarto de comedia –obra que había demostrado que la gente pegaba gritos de risa en el teatro–, don William planeó un nueva título.

Tras haber visto un filme en blanco y negro cuyo nombre no recuerda, don William tuvo una ocurrencia.

“Yo había visto una película de los sesenta donde, lo único que yo tomé, era la idea de una obra de teatro donde el protagonis­ta tuviese tres novias”, rememora el director, dando paso a su éxito más grande.

Dos arriba y una abajo cuenta un extracto de la vida de Bernardo, un hombre que idea la manera de ser infiel con tres muchachas al mismo tiempo. El tipo aprovecha que las tres mujeres laboran como sobrecargo­s de vuelo y coordina sus horarios para

que, mientras dos de sus novias se encuentran trabajando en sus respectivo­s aviones, Bernardo pueda estar con la tercera en su casa (de allí el título de la obra).

Por este elenco han pasado nombres como Glenda Peraza, Luis Daell y Jorge Valenty, quienes han cumplido con un propósito claro.

“Yo pensé en hacer una buena comedia de enredos pero con ticos hablando en un lenguaje totalmente popular, donde hablamos de tamal asado, tamal de elote…”, dice con orgullo el dramaturgo. Aún así, Esquivel no cataloga la obra como un libreto original ni como una adaptación, pues “la dinámica de los ensayos hizo que la obra se convirtier­a en algo muy diferente”.

“No es una adaptación propiament­e mía porque le doy libertad a los actores. Si una frase no les sale, yo les digo que la diga como les parezca, así que la obra va evoluciona­ndo con el tiempo”, asegura don William mientras baja las ventanilla­s de su automóvil.

Tan solo unas horas antes, William Venegas, quien realizó la crítica de teatro de Dos arriba y una abajo en el 2005 me advirtió de esta particular­idad de la obra.

“Yo he visto la obra tres veces”, dice Venegas, “pero la obra cada vez era más diferente. Los actores a veces improvisab­an y cada vez era algo distinto. Cuando la vi la primera vez, era una obra formal y con comedia bien hecha”, recuerda el también crítico de cine de La Nación.

Entonces, ¿cómo se ha mantenido esta obra durante tanto tiempo?

“El secreto es que la obra es súper corta, sin ninguna vulgaridad. Eso hace que la gente venga con toda la familia. A veces hay reservacio­nes de 15, 17 personas. Han venido expresiden­tes de la República, diputados… Una vez llegaron 48 personas desde Guápiles. Bueno, incluso hay un señor que tiene el ré- cord: ha visto la obra 34 veces porque, siempre que viene, encuentra cosas nuevas. Es un puro vacilón”, dice don William y suelta una risa.

“¿Pero usted imaginó que la obra iba a tener tanto éxito?”, le pregunto.

“No. Cuando yo la estrené, esperé que llegáramos a 300 funciones, y era optimista”, dice el director, ahora, cuando la obra lleva más tres mil funciones. “El primer año estuvo bien, pero nos dimos cuenta que el título asustaba porque a veces la gente es muy morbosa. A medida que se fue dando la función, cada día llegaba más gente por el boca a boca. Nosotros la presentába­mos viernes, sábado y domingo y desde las tres de la tarde ya estaba todo vendido. Hay gente que a veces hasta se queda fuera”.

Una vez que terminamos la conversaci­ón, don William y yo estrechamo­s manos y nos despedimos. “¿Entonces nos vemos el fin de semana?”, pregunta. “Ojalá venga el sábado o domingo que es cuando viene más gente”.

“No, don William. Yo llego el viernes”, le respondo.

“Ah bueno, no hay problema. Nos vemos”, me dice con la sonrisa intacta.

*** Otra vez la noche se acuesta en la calle 15 de San José, pero en esta ocasión las luces que salen del Teatro Arlequín tocan el pavimento. A diferencia del domingo anterior, la función de Dos arriba y una abajo está en pie y unas cuarenta personas se encuentran en el vestíbulo del recinto.

Entro al teatro y ahora es desde la boletería donde se asoma una mano moviéndose. Es don William, quien se encarga de los tiquetes.

Estiro mi mano entre el pequeñísim­o espacio destinado a pasar billetes y siento una mano en mi espalda. Es Tobías, el crítico de teatro, quien ha llegado casi que simultánea­mente conmigo. “Don William, ¿cómo le va?”,

le dice Tobías y el dramaturgo nos saluda a ambos en medio de la verja. “¿Están listos para destornill­arse de la risa? Disfrútenl­o”, dice don William con el orgullo de un padre que ve a su hijo crecer.

Nos adentramos en el teatro para percatamos que nuestros asientos están prácticame­nte en el vientre del recinto, apenas dos filas antes del escenario.

La sala comienza a llenarse a pesar de que es viernes y Esquivel tira un rápido ojo al escenario. Cada veinte días, él vuelve a mirar la obra completa para asegurarse que se estén cumpliendo según sus deseos teatrales.

Es hasta las 8:14 p. m. cuando la obra inicia. Las luces del Arlequín se apagan y tan solo unos segundos después de la completa oscuridad, comienza a sonar una canción. Despacito, el hit de Luis Fonsi y Daddy Yankee del 2017, suena con fuerza y delata que, efectivame­nte, la obra ha cambiado con el paso de los 14 años que lleva en escena.

La música se calla, las luces se encienden y aparece el elenco actual, que solo incluye una actriz del reparto original –según cuentas de don William, han pasado 14 personas en la interpreta­ción de los personajes–. El augurio del director se cumple y no han pasado más de dos minutos para que las risas reboten en las paredes del Arlequín.

Las luces del teatro iluminan las sonrisas colgadas en las butacas. El público disfruta sin saber que está frente a una de las últimas funciones de esta legendaria obra: ninguno sabe que, dentro de aproximada­mente dos meses, Dos arriba y una abajo dejará la cartelera.

Don William ha tomado la decisión porque “ya es momento de cambiar”. Incluso, el mismo elenco se encuentra en el montaje de una nueva obra.

Pero por ahora, el Arlequín se sigue desarmando en pocos instantes. A pesar de que el dramaturgo permite extender a más de dos horas si el público se muestra muy conectado, esta noche las risas durarán lo de siempre: poco más de una hora.

Las bromas y los enredos continúan. Nada existe fuera del Arlequín.

Tal vez ese sea el secreto de William Esquivel: saber crear una obra que nadie olvidará, mucho menos Costa Rica.

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