La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical
El hotel del balcón
Es un edificio anodino, sin ninguna traza de que, ni en su diseño ni en su edificación, se hubiera asomado arquitecto alguno o se hubiera esmerado un maestro de obras. Como sucede con muchas personas, nada en su apariencia hacía presagiar la importancia que adquiriría en la historia del puerto, relevancia que obedeció más a las personas que lo frecuentaron que a cualquier otro mérito.
Su principal cualidad estriba en su ubicación pues, aunque un tanto alejado del muelle, es zona de paso obligado para quienes se embarcan a realizar las faenas de pesca o para quienes retornan de ellas y se dirigen al centro de la ciudad y a los barrios del este.
Fue construido por un marino mercante retirado, al que todos conocían como “capitán”, más por su porte y su imponente presencia que porque tuvieran constancia de que hubiera ejercido tal función en navío alguno. Como tampoco la tenían de sus andanzas, de sus derrotas y de sus derivas, pues solo les constaba que, antes de llegar a los 60 años, había desembarcado por última vez, con dinero suficiente para construir el hotel y retirarse y con una esposa francesa, también alta y fuerte, con el inopinado nombre de Amada.
El hotel consta de tres plantas. Originalmente, la planta baja fungía simultáneamente como residencia de los anfitriones y como recepción del hotel, mientras que las dos plantas superiores albergaban las 10 habitaciones que constituían toda su oferta.
No había piscina, ni spa, ni ninguna de esas fruslerías que, con el pasar de los años, se convertirían en requerimientos de este tipo de establecimientos. Por no tener no tenía ni restaurante, aunque los huéspedes podían contar con un desayuno somero, que no era sino una extensión, en cantidad, de lo que desayunaban el marinero y su sirena, en una mesa amplia de comedor, detrás de la recepción.
El negocio funcionaba casi anónimamente, formando parte del paisaje, retraído, sin llamar a atención. O al menos así fue hasta que, a la muerte del capitán, Amada, ya una mujer mayor, rolliza y de engañoso aspecto bonachón, comenzó a darle un giro inesperado al negocio.
Sentada en su mecedora, en la propia entrada del hotel y dedicada a labores de tejido con agujas, comenzó a presenciar varios de los regulares altercados que se provocaban en el barrio cuando algunos pescadores, después de una noche de borrachera, y prestos a embarcarse para una nueva salida a faenar, eran encarados por su parejas, muchas veces acompañadas de sus hijos, por la irresponsabilidad de haberse gastado en alcohol el último dinero disponible e irse a pescar dejando a sus familias sin dinero ni para pagar facturas ni para, tan siquiera, la leche de los niños.
Como algunos de estos episodios terminaban en agresiones físicas de los malhumorados varones, Amada comenzó a trabar relación con estas mujeres, a interesarse por ellas e incluso a ayudarlas con los pagos y las leches. Y así fue como cada vez más mujeres comenzaron a envalentonarse y a interpelar a los hombres justo a la puerta del hotel, y como, en ocasiones, ante la amenaza de la agresión, optaron, con la connivencia de la anfitriona, por ingresar al hotel, subir al balcón del primer nivel y seguirlos increpando desde allí, en la seguridad de que ningún varón se atrevería a intentar ingresar, habida cuenta del rumor que afirmaba que la bolsa de tejer de la francesa contenía, amén de lana y agujas, un revólver calibre 38, debidamente cargado y en perfecto estado de funcionamiento.
Nadie nunca quiso poner a prueba la leyenda.
Aunque al principio los gritos, los insultos y las diatribas conyugales entre el balcón y la calle molestaron a algunos huéspedes, esto no desanimó a Amada, a quien el marinero había dejado mejor fondeada que a cualquiera de las embarcaciones en las que navegara.
Y, con el paso del tiempo, la actividad se convirtió en uno de los atractivos del establecimiento, de forma que lugareños y foráneos arrendaban habitaciones cuando se sabía que la flota se preparaba a zarpar, para no perderse el espectáculo, al que los varones, por orgullo, por ira o por desvergüenza, parecían prestarse gustosos, tildando a gritos, de “locas” a sus parejas que, apoyadas en el barandal, devolvían los saludos con epítetos no menos agresivos o mordaces. Así nació “el balcón de las locas”.
Si bien los días transcurridos en la mar tendían a atemperar los ánimos de ambas partes, no es menos cierto que algunos marineros supieron esperar a regresar para desquitarse de lo que estimaban era una afrenta pública a su hombría, por lo que hubo varios episodios serios de agresión e, incluso, un asesinato.
Este fue el punto en el que Amada decidió habilitar una habitación del primer nivel como lugar de refugio para aquellas mujeres que se sintieran amenazadas. Ahora no solo podían increpar a sus parejas, sino buscar albergue, así fuera temporal, en caso de que las cosas se salieran de cauce. Y como, al tiempo, no alcanzó con una habitación, fueron luego dos, y luego tres, y cuatro y, finalmente, las cinco habitaciones del primer piso, cuyo espacio, balcón incluido, se convirtió en dominio de las “locas”.
Y aunque, con el tiempo, las cosas comenzaron a cambiar, y era cada vez más inusual ver los pescadores borrachos a punto de embarcar y presenciar los altercados de antaño y saber de mujeres atendidas en emergencias, Amada se encargó de que, no solo el balcón del primer piso, sino el hotel entero quedara en manos de una cooperativa de mujeres creada ad hoc poco antes de su muerte, y retornando a su función original de negocio de alojamiento, sin lograr perder nunca, en la memoria de la gente, y aún hoy, su condición de “el hotel del balcón de las locas”.
“Como algunos episodios terminaban en agresiones físicas de los malhumorados varones, cada vez más mujeres comenzaron a envalentonarse y a interpelar a los hombres justo a la puerta del hotel”