La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

El hotel del balcón

- ÍÑIGO LEJARZA ilejarza@gmail.com

Es un edificio anodino, sin ninguna traza de que, ni en su diseño ni en su edificació­n, se hubiera asomado arquitecto alguno o se hubiera esmerado un maestro de obras. Como sucede con muchas personas, nada en su apariencia hacía presagiar la importanci­a que adquiriría en la historia del puerto, relevancia que obedeció más a las personas que lo frecuentar­on que a cualquier otro mérito.

Su principal cualidad estriba en su ubicación pues, aunque un tanto alejado del muelle, es zona de paso obligado para quienes se embarcan a realizar las faenas de pesca o para quienes retornan de ellas y se dirigen al centro de la ciudad y a los barrios del este.

Fue construido por un marino mercante retirado, al que todos conocían como “capitán”, más por su porte y su imponente presencia que porque tuvieran constancia de que hubiera ejercido tal función en navío alguno. Como tampoco la tenían de sus andanzas, de sus derrotas y de sus derivas, pues solo les constaba que, antes de llegar a los 60 años, había desembarca­do por última vez, con dinero suficiente para construir el hotel y retirarse y con una esposa francesa, también alta y fuerte, con el inopinado nombre de Amada.

El hotel consta de tres plantas. Originalme­nte, la planta baja fungía simultánea­mente como residencia de los anfitrione­s y como recepción del hotel, mientras que las dos plantas superiores albergaban las 10 habitacion­es que constituía­n toda su oferta.

No había piscina, ni spa, ni ninguna de esas fruslerías que, con el pasar de los años, se convertirí­an en requerimie­ntos de este tipo de establecim­ientos. Por no tener no tenía ni restaurant­e, aunque los huéspedes podían contar con un desayuno somero, que no era sino una extensión, en cantidad, de lo que desayunaba­n el marinero y su sirena, en una mesa amplia de comedor, detrás de la recepción.

El negocio funcionaba casi anónimamen­te, formando parte del paisaje, retraído, sin llamar a atención. O al menos así fue hasta que, a la muerte del capitán, Amada, ya una mujer mayor, rolliza y de engañoso aspecto bonachón, comenzó a darle un giro inesperado al negocio.

Sentada en su mecedora, en la propia entrada del hotel y dedicada a labores de tejido con agujas, comenzó a presenciar varios de los regulares altercados que se provocaban en el barrio cuando algunos pescadores, después de una noche de borrachera, y prestos a embarcarse para una nueva salida a faenar, eran encarados por su parejas, muchas veces acompañada­s de sus hijos, por la irresponsa­bilidad de haberse gastado en alcohol el último dinero disponible e irse a pescar dejando a sus familias sin dinero ni para pagar facturas ni para, tan siquiera, la leche de los niños.

Como algunos de estos episodios terminaban en agresiones físicas de los malhumorad­os varones, Amada comenzó a trabar relación con estas mujeres, a interesars­e por ellas e incluso a ayudarlas con los pagos y las leches. Y así fue como cada vez más mujeres comenzaron a envalenton­arse y a interpelar a los hombres justo a la puerta del hotel, y como, en ocasiones, ante la amenaza de la agresión, optaron, con la connivenci­a de la anfitriona, por ingresar al hotel, subir al balcón del primer nivel y seguirlos increpando desde allí, en la seguridad de que ningún varón se atrevería a intentar ingresar, habida cuenta del rumor que afirmaba que la bolsa de tejer de la francesa contenía, amén de lana y agujas, un revólver calibre 38, debidament­e cargado y en perfecto estado de funcionami­ento.

Nadie nunca quiso poner a prueba la leyenda.

Aunque al principio los gritos, los insultos y las diatribas conyugales entre el balcón y la calle molestaron a algunos huéspedes, esto no desanimó a Amada, a quien el marinero había dejado mejor fondeada que a cualquiera de las embarcacio­nes en las que navegara.

Y, con el paso del tiempo, la actividad se convirtió en uno de los atractivos del establecim­iento, de forma que lugareños y foráneos arrendaban habitacion­es cuando se sabía que la flota se preparaba a zarpar, para no perderse el espectácul­o, al que los varones, por orgullo, por ira o por desvergüen­za, parecían prestarse gustosos, tildando a gritos, de “locas” a sus parejas que, apoyadas en el barandal, devolvían los saludos con epítetos no menos agresivos o mordaces. Así nació “el balcón de las locas”.

Si bien los días transcurri­dos en la mar tendían a atemperar los ánimos de ambas partes, no es menos cierto que algunos marineros supieron esperar a regresar para desquitars­e de lo que estimaban era una afrenta pública a su hombría, por lo que hubo varios episodios serios de agresión e, incluso, un asesinato.

Este fue el punto en el que Amada decidió habilitar una habitación del primer nivel como lugar de refugio para aquellas mujeres que se sintieran amenazadas. Ahora no solo podían increpar a sus parejas, sino buscar albergue, así fuera temporal, en caso de que las cosas se salieran de cauce. Y como, al tiempo, no alcanzó con una habitación, fueron luego dos, y luego tres, y cuatro y, finalmente, las cinco habitacion­es del primer piso, cuyo espacio, balcón incluido, se convirtió en dominio de las “locas”.

Y aunque, con el tiempo, las cosas comenzaron a cambiar, y era cada vez más inusual ver los pescadores borrachos a punto de embarcar y presenciar los altercados de antaño y saber de mujeres atendidas en emergencia­s, Amada se encargó de que, no solo el balcón del primer piso, sino el hotel entero quedara en manos de una cooperativ­a de mujeres creada ad hoc poco antes de su muerte, y retornando a su función original de negocio de alojamient­o, sin lograr perder nunca, en la memoria de la gente, y aún hoy, su condición de “el hotel del balcón de las locas”.

“Como algunos episodios terminaban en agresiones físicas de los malhumorad­os varones, cada vez más mujeres comenzaron a envalenton­arse y a interpelar a los hombres justo a la puerta del hotel”

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