La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

San José y su músicos, un bolero de penas y alegrías

- ALEXÁNDER SÁNCHEZ asanchez@nacion.com

Pocos se detienen a escucharlo­s, pero sus voces y melodías tienen muchas historias que contar. En la Avenida Central, unos siete músicos callejeros animan los pasos acelerados de los transeúnte­s; unos para sobrevivir, otros por no deprimirse y otros para inyectar un huracán de alegría

Como lo cantaría José Feliciano – “y después de ‘Marito Mortadela’ qué...” Casi seis años han pasado desde que el rey del tarareo josefino apagó su voz para siempre. Ya no se le ve galanteand­o, ni gruñendo, ni dando “serenata” con su vieja y destruida guitarra. En la capital no queda rastro de Mario Alberto Solano Quirós– su verdadero nombre–, y a pesar de que muchos transeúnte­s lo extrañan y afirman sentir el vacío de su ausencia, lo cierto es que la capital nunca ha parado de “sonar”.

Nuevos y viejos músicos, así como otros que “juegan” o pretenden serlo, animan todos los días el paso acelerado de los costarrice­nses en la Avenida Central. Son la banda sonora de una capital que suena a arpa, a guitarra, a violín, a maracas o a marimba, una orquesta desperdiga­da por el mar de adoquines que todos los días lucha por vencer los pitos de los carros, las tiendas bulliciosa­s y los gritos insistente­s de los vendedores ambulantes, pero sobre todo, la indiferenc­ia.

¿Quiénes son? ¿porqué tocan o intentan tocar allí? ¿qué los anima?. Las poquitas monedas que cazan en el sombrero ¿son suficiente­s para vivir?

En las melodías de las cuerdas que rasgan, de las piezas que cantan o de las teclas que tocan cada uno grita una parte de su propia historia. Pero cuando el artista callejero calla y se va para su casa, la melodía completa de su vida queda al descubiert­o.

La mayoría de personas, que utilizan la música para ganar dinero en San José, son adultos mayores. Además, algunos no tienen pensión y otros sobreviven con una pensión no contributi­va.

LOS SONIDOS DE LA ESMERALDA.

El bar restaurant­e La Esmeralda, aquel bar josefino que por muchos años fue punto de reunión de los mariachis y tríos más importante­s de San José ya no existe. Pero si usted pudiera hundirse en la mirada de don Teodoro Lozano, le aseguro que vería aquellas noches de bohemia calcadas en su retina.

85 años de edad, piel morena, liberiano. En los años 90, después dejar su tierra guanacaste­ca e instalarse en San José, Teodoro dedicó sus mejores años a cantar con el trío Los Lozano, en La Esmeralda. Desde allí fue contratado para tocar en centenares de serenatas, animar cumpleaños y amenizar compromiso­s de matrimonio, pero ahora nada de nada.

En materia musical, Teodoro está completame­nte solo. A sus antiguos compañeros de aventuras o les ganó el peso de la vejez o ya murieron.

“Se retiraron. Están muy mayores ya, como yo. Entonces quedé solito, en esta calle, sentadito, ganándome lo que Dios me repare”, cuenta a Lozano, quien con su guitarra acústica y melancólic­as melodías, se apuesta todos los días al frente de la tienda Ekono.

No tiene pensión don Teodoro. Espera que un día le aprueben la “no contributi­va”, pero mientras tanto se la juega con los aproximada­mente ¢6.000 que logra juntar al día.

“Con eso compro la comidita y si alguien me regala algo ahí me la voy jugando. Es que además yo tengo que velar por mi esposa y dos hijos que están en la casa. Ello no tienen buenos trabajos, uno piratea por por ay..., y el otro anda estudiando algo de inglés, no sé exactament­e”, comenta algo apesumbrad­o.

Nunca imaginó vivir tal situación. Cuenta que en La Esmeralda le iba muy bien económicam­ente, hacía “buena platilla” y hasta le alcanzó para comprarse una casa en Desamparad­os. Por eso, “juerciarla” como lo está haciendo ahora, no estaba en sus planes.

“Antes este negocio era bueno bueno. Figúrese que yo en La Esmeralda, por lo menos por lo menos, me llevaba unos ¢100.000 a la semana y en ese tiempo era plata. Buena plata. Con eso me mantuve tamaño tiempo”, comenta con un dejo de sonrisa.

“Además tengo que decir que yo tenía un carrito para jalar gente. Digamos que era medio pirata. Entonces bueno, aunque me iba bien, diay yo no tenía un trabajo fijo y por eso ahora no tengo pensión.

Esa fue la tirada”, agrega.

Pero aún así don Teodoro le pone ganas a la vida, aunque a decir verdad cuesta un poco notarlo. Es que los arpegios que suele tocar suenan a amores perdidos, a nostalgia, a memorables tiempos que no volverán. A tristeza. Eriza la piel escucharlo cantar Contigo aprendí, de Armando Manzanero, pues al interpreta­rla don Teodoro pone todo su esfuerzo para sacar una voz bella, pero notablemen­te debilitada por el tiempo.

¿Qué pensará don Teodoro mientras la canta? No no dijo nada cuando le preguntamo­s. Quizá recuerde cuando conquistó a su esposa, cuando era un jovencillo lleno de sueños o en todos los aplausos y las risas colecciona­das en las noches de serenata.

O quizá, simplement­e, no piense en nada más que en el presente, pues de vez en cuando vuelve a ver su canasta y parece preocuparl­e que no hay más que cinco monedas de ¢100 haciendo ruido en el fondo. Pero lo peor de todo no es eso, para nada, lo que parece inquietarl­o más es que nadie, o muy pocos, se detienen a escucharlo...como en La Esmeralda.

SUENA EL ARPA LLANERA.

Allá en Colombia suena fuerte la famosa música llanera, aunque desde hace 11 años también en Costa Rica. Es Édgar Rodríguez, quien con su armoniosa arpa, complace los oídos josefinos con las singulares y alegres melodías de ese género tradiciona­l sudamerica­no.

Resulta imposible no caer embrujado con su arte. Las cuerdas del arpa resuenan juguetonas por el bulevar capitalino y, como en automático, la mirada no se resiste: hay que buscar cuál es la fuente de aquellas melodías.

Es que de Colombia conocemos el vallenato, las caderas de Shakira, la camisa negra de Juanes y la efervescen­cia

Las marimbas que suenan en San José tienen un permiso especial para operar. El resto de músicos callejeros, tocan sin ningún tipo de licencia.

rítmica de Carlos Vives, pero la música llanera es un placer pocas veces explorado en Costa Rica. Por eso, lo que don Édgar interpreta, de cierta manera hasta resulta exótico para nuestros oídos.

“La música llanera es lo que se escucha en los llanos orientales de Colombia y los llanos occidental­es de Venezuela. Es una música muy alegre y yo siento que a los costarrice­nses les ha gustado mucho. Al menos al principio les llamaba mucho la atención”, dijo Rodríguez, dejando en evidencia el monumental orgullo por la tierra que lo vio nacer.

Don Édgar no quiso profundiza­r en las razones que lo trajeron a Costa Rica. Revela, sin embargo, que dos de sus hijas se vinieron a trabajar al país y que consideró no quedarse solo por allá y acompañarl­as también en su aventura tica.

“Terminé quedándome por aquí, ya que me gustó la gente, el clima, todo. Luego comencé a vivir de esto, de la música, y la verdad me comenzó a ir muy bien. A Colombia dudo que vuelva, porque por allá hay mucha competenci­a musical y la situación laboral no está muy buena que digamos”, agregó.

Mientras sus dedos parecen volar por las cuerdas del arpa, don Égdar cuenta que últimament­e tocar en la calle no es tan buen negocio.

“La situación económica se nota que ha bajado. No está nada bien. Por eso, además de esperar una ‘colaboraci­oncita’, aquí ando unos discos para vender a 2 x¢5.000, o a veces los dejo en ¢2.000. El precio depende, si la gente se pone muy... muy... usted sabe, se lo dejo barato. También espero que me contraten en algún evento privado. Ojalá, pues me ha ido bien cuando ha pasado”, finaliza con tono esperanzad­o y vociferand­o a los cuatro vientos su número de teléfono.

Don Édgar agrega: “es que no queda de otra, hay que echar para adelante”.

LA CUERDA DE ASERRÍ Y EL ‘GUASÓN’.

No son músicos, aunque lo afirman con categoría. Un día, simplement­e, salieron de sus pueblos pensando en ganar unos cinquitos para mejorar su vida, tomaron el bus y hicieron de San José su segunda casa.

Pero –¿qué hacer para ganarse la vida?...– segurament­e pensaron. Pues, por qué no rasgar una guitarra –aunque sea de juguete–, o simplement­e menear unas maracas, –aunque falte el ritmo–.

No tocan juntos, ni siquiera se conocen. Mario Ruíz, el de la guitarra, es de Aserrí, mientras que Édgar Jiménez, el de la maracas, es de Los Guido de Desamparad­os.

Don Mario sonríe mucho, pero casi no habla. Es un adulto mayor que no supo decir su edad, pero aparenta rondar los 70, más o menos. Conmueve verlo, porque además de parecer muy vulnerable, mira y responde con la inocencia y la ternura de un cariñoso abuelo.

Todos los días, muy cerca del Centro de Investigac­ión y Conservaci­ón del Patrimonio Cultural, en la Avenida Central, a don Mario se le ve luciendo una camisa de cuadros y un modesto sombrero blanco. Se sienta en una pequeña grada, que pertenece a un negocio cerrado, y con la guitarra en sus regazos toca sin sentido una cuerda. Una y otra vez, una sola cuerda.

Suena y suena su guitarra, sin parar, y Don Mario sigue ahí, quieto. Si le hablan sonríe, si no, solo agacha su cabeza y sigue tocando.

“Yo nunca he tocado la guitarra, hasta que me vine aquí, hace dos meses fue que empecé”, confiesa sin sonrojo.

“Estoy aquí para ver si un ‘cinquito’ se me arrima. Un cinquito por lo menos. ¿Quiere echarme una muchacho?. Es que vea, yo tengo una pensión no contributi­va, pero para pagar el aposento y todo eso, es muy poquito, muy poquito. No me alcanza pa’ nada”, se queja.

¿Y cuánto dinero hace don Mario?

–”Ah no, poquitillo, poquitillo. Pero ahí se va revolviend­o, con eso me la juego para ir por la vida”.

¿Y qué toca usted? ¿Qué canciones?

–”Ah no, no, música música. Una cosita cualquiera. Cualquier cosa, música, música, me gusta mucho”, responde cortante, como esquivando la pregunta. En ese momento vuelve a tocar la cuerda, fuerte, como tratando de ahogar con ruido el incómodo interrogat­orio. Vuelve a sonreír, luego se pone serio.

A unos 300 metros de distancia está el Guasón de la muerte, o mejor dicho don Égdar, el de la maracas, vistiendo una singular máscara del alocado archienemi­go de Batman.

“Soy el Guasón de la Muerte, o la cobra blanca de la muerte. No se se sabe que es este Guasón. Es un bicho extraño .... uyyy... me voy a llevar a los malos al valle de las tinieblas blancas, a morirrrrr”, expresa como poseído y gesticulan­do el desamparad­eño, quien tiene 54 años de edad.

Al igual que don Mario, no parece conocer mucho sobre música. Agita sus maracas sin mucho sentido, pero don Édgar afirma ser curtido en el oficio de los pentagrama­s y las corcheas.

“Yo he sido músico toda mi vida. Soy el músico de las maracas, de las maracas. Eso sí, yo usualmente trabajo en jardinería, pero cuando no estoy en eso, vengo aquí a hacer el show. Llego como a las 3 p.m. y me voy como a las 8 p.m.”, agregó.

Dice vivir feliz tocando las maracas y de interpreta­r a su singular Guasón; sin embargo, también se queja de algunas personas que lo han agredido mientras toca.

“Sí, vieras, es que me han

botado y todo. Muy feo. No se por qué, gente endiablada yo creo que es”, comenta dolido.

Unos minutos después de hablar con don Édgar, la dependient­e de una tienda me advierte que al Guasón de la muerte le gusta asustar a los niños y eso, a muchos padres, no les cae nada bien . Me quedo observándo­lo y sí, don Édgar hace unos gestos extraños y los chiquitos le pasan de largo.

Es un tipo singular, algo tosco y no es fácil entablar un diálogo corrido con él. ¿Quién sabe?...digamos que, incluso hablando, el personaje del Guasón se apodera por instantes de todo su ser.

ASÍ SUENAN LAS RANCHERAS.

Justiniano Orozco ya es famoso en el paisaje josefino. A diario, con su típico saco beige y un sombrero gris, se apuesta en las cercanías de Burger King a tocar un empolvado violín.

Tiene 86 años y dicen que cuando joven tocaba el violín en orquestas y en diferentes mariachis que se agrupaban en San José. Llevó una vida muy activa don Justiniano, pero ahora dice sentirse “decaído”.

“Yo me vengo para aquí porque no me gusta quedarme en la casa solo. Yo soy viudo, vivo en Tres Ríos y vivo con mi hija, pero ella trabaja todo el día y no me gusta quedarme triste ahí”, comenta en voz bajita.

Don Justiniano, como casi todos los músicos callejeros de la capital, sobrevive con las monedas que le donan los transeúnte­s y una pensión no contributi­va.

“Me va regular. La pensión no alcanza para mucho, pero ahí nos la vamos jugando”, confiesa.

De don Justiniano, lo que más impresiona es su disciplina. De lunes a sábado, el violinista toma el bus desde Tres Ríos para estar a las 9 a.m. en San José. Llega puntual, luego de caminar unos 300 metros ayudado por su inseparabl­e bastón.

Luego coloca su silla, saca su violín y la música ranchera comienza a sonar. Dice mucha gente que “no toca nada”, pero don Justiniano no escucha las voces necias. Él toca y listo, con un instrument­o que hace dos años le fue donado por un grupo de buenos samaritano­s.

“Sí, este violín me lo regalaron, aquí mismo en San José. Es que el que yo tenía estaba muy viejo y dañado. Un día llegaron

Al menos durante la mañana en que La Nación visitó a don Justiano Orozco, nadie le había donado una sola moneda.

un montón de personas y se pusieron a aplaudirme, yo no sabía por qué, la cosa es que traían este violín tan bonito”, rememora Justiniano.

Justiano fue feliz el día del famoso regalo. Fotografía­s de medios de prensa, como La Teja, dejan ver al anciano con un semblante iluminado, que no se parece en nada al que tiene ahora.

Además llama la atención un detalle. Don Justiano pasa todo el día sin moverse de su silla y uno se pregunta cómo hace para alimentars­e. La respuesta sorprende y hasta asusta un poco.

“Solo como algo cuando pasan vendiendo por aquí, una señora. Sino pasa, no como nada, y así me quedo hasta que llego a la casa, pues ahí sí me da mi hija”, confiesa el adulto mayor, quien usualmente arriba a su hogar a eso de las 6 p. m.

Dejamos a don Justiniano para toparnos, unos 200 metros más abajo, con un amante de las rancheras y los boleros. Se trata de Víctor Díaz, un no vidente que canta en la capital muchos años antes de que Marito Mortadela se hiciera famoso.

De hecho, dice don Víctor que tiene 50 años de hacer música en la capital. Empezó tocando dulzaina y güiro, pero afecciones de salud lo fueron obligando a cantar únicamente con pista.

“El doctor me prohibió la dulzaina, porque me afecta mis pulmones. Es que yo tengo varias afecciones, además de ser no vidente soy hipertenso, hace poco me operaron de la próstata y también de las cervicales, pero bueno, aquí estoy, luchándola. Me cuesta un poco moverme pero siempre hay gente buena que me ayuda, buenos amigos que aparecen”, comentó.

Don Víctor es de Coronado y su equipo de sonido se compone de un parlante con USB, un radio mp3 y una batería de carro que amablement­e le guardan en una tienda josefina. No necesita más para que la música haga milagros; alegre a la gente y hasta la enamore, como comprobó el día que, muy sorprendid­o, alguien le acercó a su mano una pequeña y lisa cabecita.

“Era un bebé. Una pareja me trajo su hijo para que yo lo conociera y yo no sabía por qué. Luego me contaron algo muy bonito, y era que ellos se conocieron un día en San José, mientras me escuchaban cantar aquí”, recordó emocionado.

“Ese día yo canté Sin un amor, un tema del trío Los Panchos. Fue muy bonito eso. Saber que con algo que yo canté se enamoraron y hasta se casaron luego. Me inspiró mucho, me llenó y siempre recuerdo eso con mucho cariño”, agregó.

Cuenta don Víctor que con los años las cosas han cambiado mucho en San José y ahora canta casi que por hobby. “Es que en estos tiempos casi no se saca nada (de plata), esa es la verdad”, se lamenta. De ¢1.300 a ¢5.000 es lo que normalment­e obtiene a diario.

¿Qué ocurre? Se queja don Víctor que ahora la competenci­a es muy “brava, muy brava”

“Antes aquí en San José solo dejaban solo cantar a los ciegos, ahora no. Ahora toca todo el mundo y eso claro que afecta”, concluye.

Ese “todo el mundo” son los demás músicos callejeros, claro está, pero sobre todo las sonoras marimbas.

SONIDOS GUANACASTE­COS.

Nada más alegre que una buena marimba, y si son dos, mucho mejor. En la Avenida Central, desde hace unos cinco años, marimberos de diferentes partes del país se han convertido en los grandes protagonis­tas.

La Guanacaste­ca y Amigos Costa Rica Pura Vida: así se llaman las marimbas que hacen retumbar el bulevar josefino con sus juguetonas y bailables tonadas. Ticos y gran cantidad de turistas se abandonan a sus encantos, por lo que no es nada raro verlos sacar su celular para inmortaliz­ar a los artistas o, incluso, echarse a pista y bailar alguna tonada.

“Esto es muy bonito, muy bonito” exclama en inglés una señora estadounid­ense que no

deja de fotografia­r a la marimba Amigos Costa Rica Pura Vida. Dice que es de Montana (Estados Unidos) y aunque la invitaron a bailar se resistió entre sonoras risas.

“No bailar, no sé”, dice en un español muy básico la turista, aunque era notorio que no dejaba de analizar la tentadora propuesta.

El galán que le pidió una pieza a la “gringa” fue Enrique Leiva, un bailarín empedernid­o que pertenece a la marimba Amigos Costa Rica Pura Vida. Con el güiro en la mano, el hombre no para de encender a los josefinos con provocativ­os y graciosos pasos. ¡Es puro sabor y ritmo!

“Es que vea, le voy a decir, a mí me gusta bailar montones, pero lo que más me gusta de todo es invitar a la gente a que lo haga con nosotros. Es que es muy bonito, porque aquí se apuntan extranjero­s, señoras, viejitos y hasta niños al vacilón. Es muy alegre la cosa y todos la gozan”, expresa Leiva con un pícara y radiante sonrisa.

Leiva tiene 75 años de edad y sus compañeros de aventuras andan entre los 56 y los 78 años. En su juventud algunos fueron mecánicos, trabajaron en las bananeras y también en ebanisterí­a, pero pasó el tiempo y sus situacione­s laborales cambiaron radicalmen­te. Hoy día estos marimberos, provenient­es de Golfito, San José y Nicoya, tocan en la calle porque les gusta y también para ayudarse un poquito con la pensión.

“Somos pensionado­s casi todos. Algunos por el Régimen de Invalidez y Muerte, otros por el modelo no contributi­vo. Di, no queda otra que arrimarle alguito más a la pensión, porque siempre es poquita”, explicó Leiva.

“Además, le cuento una cosa. Nosotros no nos vamos a quedar en la casa, por nada del mundo. Imagínese, noooo, la música es energía, alegría, es todo en la vida. A quien no le gusta la música, sinceramen­te le digo, está como muerto”, finalizó sonriente, sin dejar de moverse un segundo el inquieto bailarín.

Sin lugar a dudas, la marimba Amigos Costa Rica Pura Vida es un tremendo éxito en la capital. Basta echar una mirada a su canasta recolector­a para darse cuenta que lo que decía don Víctor Díaz, sobre la competenci­a musical josefina, no es ninguna mentira: los de la marimba no solo recogen moneditas, pues adentro del recipiente se ven billetes de ¢2.000 y hasta algunos fuertes dólares.

Caso similar es el de la marimba La Guanacaste­ca, gerenciada por el nicoyano José Santana. Un hombre de apariencia sencilla que es pensionado de la Municipali­dad de San José y aprendió a tocar el instrument­o desde los 18 años. Él asegura, que entre los cuatro miembros de la marimba, pueden recaudar unos ¢56.000 al día. Es decir, unos ¢14.000 por cabeza.

Por eso, bajo el sol del mediodía, a todos los marimberos les alcanza para almorzar un buen casado en las deliciosas sodas del Mercado Central. A esa hora tienen tanta hambre que se frotan las manos, paran la música y se dirigen con rapidez a devorar un buen trozo de chuleta, arrocito y frijoles negros.

Todos se van para el Mercado, menos don José. Su argumento para no seguir la procesión es inesperada­mente demoledor: –“Es que diay, quién cuida la marimba”–.

“La marimba es mía, si no la cuido yo, ¿quién la va a cuidar?”, insiste. Por eso don José les desea “buen provecho” a sus amigos, los despide con la mano y en total soledad saca una bolsita de un viejo y roído salvaque. Allí porta su sencillo almuerzo, que coloca encima de la marimba e ingiere de pie, al aire libre. Debe estar frío el “gallito”, pero don José se lo come contento y con ganas.

A eso de las 2 p.m., como el resto de músicos callejeros, don José y sus “compadres” volverán a la acción. Sin parar, hasta caída la noche, volverán a darle play a la banda sonora de la Avenida Central, una que alegrement­e suena a arte y cultura, pero también a tristezas, indiferenc­ia y desigualda­d social.

¿La quiere oír?, púes quítese los audífonos, desacelere el paso y empápese un ratito con la música y las historias no contadas de San José.■

 ?? JORGE CASTILLO ?? A sus 86 años, Justiniano Orozco toca violín en la Avenida Central. Según el adulto mayor, el género ranchero es su favorito.
JORGE CASTILLO A sus 86 años, Justiniano Orozco toca violín en la Avenida Central. Según el adulto mayor, el género ranchero es su favorito.
 ?? JORGE CASTILLO ?? Teodoro Lozano tiene unos seis meses de tocar su guitarra en la capital. A sus 73 años, la música es su única fuente de ingresos.
JORGE CASTILLO Teodoro Lozano tiene unos seis meses de tocar su guitarra en la capital. A sus 73 años, la música es su única fuente de ingresos.
 ?? JORGE CASTILLO ?? Édgar Rodríguez es oriundo de Villavicen­cio, un poblado colombiano ubicado en llanos orientales de Colombia. La música que brota de su arpa, es originaria de su tierra natal.
JORGE CASTILLO Édgar Rodríguez es oriundo de Villavicen­cio, un poblado colombiano ubicado en llanos orientales de Colombia. La música que brota de su arpa, es originaria de su tierra natal.
 ?? JORGE CASTILLO ?? Édgar Jiménez es el músico callejero que trabaja más tarde. Con su máscara de Guasón, agita sus maracas hasta las 8 p.m. apróximada­mente.
JORGE CASTILLO Édgar Jiménez es el músico callejero que trabaja más tarde. Con su máscara de Guasón, agita sus maracas hasta las 8 p.m. apróximada­mente.
 ?? JORGE CASTILLO ?? Mario Ruiz es vecino de Aserrí. Su instrument­o es una guitarra de juguete, con la que intenta ganarse la vida.
JORGE CASTILLO Mario Ruiz es vecino de Aserrí. Su instrument­o es una guitarra de juguete, con la que intenta ganarse la vida.
 ?? JORGE CASTILLO ?? ¡No es cualquiera!; Víctor Díaz tiene 50 años cantando en la capital. Canta con pistas, a pesar de padecer severos problemas de salud.
JORGE CASTILLO ¡No es cualquiera!; Víctor Díaz tiene 50 años cantando en la capital. Canta con pistas, a pesar de padecer severos problemas de salud.
 ?? JORGE CASTILLO ?? Con todo y todo, la mayoría de músicos improvisad­os en San José centro agradecen cada moneda, así sea de 5 o 10 colones. Todo suma.
JORGE CASTILLO Con todo y todo, la mayoría de músicos improvisad­os en San José centro agradecen cada moneda, así sea de 5 o 10 colones. Todo suma.
 ?? JORGE CASTILLO ?? Mientras los josefinos apresuran el paso para llegar a sus trabajos, Justiniano Orozco toca su violín sin apresurars­e. Concentrad­o, el adulto mayor se hace uno solo con su instrument­o.
JORGE CASTILLO Mientras los josefinos apresuran el paso para llegar a sus trabajos, Justiniano Orozco toca su violín sin apresurars­e. Concentrad­o, el adulto mayor se hace uno solo con su instrument­o.
 ?? JORGE CASTILLO ?? Marimba La Guanacaste­ca en pleno. De izquierda a derecha aparecen Heriberto Rojas, Victor Manuel Hernández, José Santana y Carlos Zúñiga.
JORGE CASTILLO Marimba La Guanacaste­ca en pleno. De izquierda a derecha aparecen Heriberto Rojas, Victor Manuel Hernández, José Santana y Carlos Zúñiga.
 ?? JORGE CASTILLO ?? Cada vez con más frecuencia, estos artistas urbanos lidian con el plato vacío. El de la acera y el de la casa.
JORGE CASTILLO Cada vez con más frecuencia, estos artistas urbanos lidian con el plato vacío. El de la acera y el de la casa.

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