La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

TINTA FRESCA LEER, ESCRIBIR, VIVIR

Tres palabras que justifican los porqués de una existencia

- ROBERTO GARCÍA H. roberto.comunic@gmail.com Francela Zamora

Soy un jubilado. La palabra viene del jubileo, la fiesta de los judíos en la que se cancelaban las deudas, se devolvían las propiedade­s a sus antiguos dueños y se daba la libertad a los esclavos. También puedo decir pensionado, según el diccionari­o, la cantidad de dinero que un organismo oficial paga a una persona regularmen­te como ayuda económica por un motivo determinad­o. Creo que no encaja eso de “ayuda económica”, pues mis coetáneos y yo nos hemos ganado la pensioncit­a después de muchos años de dedicación y trabajo.

Así las cosas, ni jubilado, ni pensionado y mucho menos esclavo. Salvo, claro está, en las lides del amor. “Qué influencia tienen tus labios, que cuando me besan tiemblo, y hacen que me sienta esclavo y amo del universo”, cantaba Javier Solís. Pero lo que se dice esclavo del trabajo, nunca lo fui. No me liberé de un grillete cuando salí del Centro de Cine tras 37 años y ocho meses en la entidad. Simplement­e, bajé las gradas del edificio con un pergamino en las manos, abrazos, lágrimas y la tempranera añoranza que se activó de inmediato al voltear el último clic del llavín de mi oficina en el tercer piso. “La vida se va quedando en los lugares por donde nos ha tocado pasar”, escribió el recordado escritor y artista plástico, Francisco Amighetti.

Tampoco volví a recrear desde el teclado en la sala de redacción de La Nación los sudores y afanes futboleros que amaba plasmar en tardes dominicale­s a través de las crónicas para los lectores del día siguiente. ¡Ah, tiempos!, nuestro suplemento deportivo del lunes era prácticame­nte una revista colecciona­ble, rica en diseño, prensa escrita y fotografía­s.

Leer, escribir, vivir... De niños no nos adiestraro­n para plasmar en papel y lápiz nuestras vivencias, como sí lo hacían las niñas en aquellos cuadernito­s con broche y lazo rosado que solían llamar “querido diario”. Parecía una cursilería y, en realidad, era una fortaleza. Quién mejor que uno mismo para narrar de puño y letra y desde la propia experienci­a la época que le ha tocado vivir. Por ejemplo, fueron sus apuntes personales el recurso que eligió Flory Navarrete Ortiz, artista, maestra musical y educadora insigne para plasmar sus memorias en el libro Maravillas en mi vida, un diario pasado en limpio, el cuaderno de vida de una ciudadana sensible que aconseja poner en manos de Dios los afanes cotidianos, el dolor y el bálsamo, la ilusión y la esperanza.

Escribir nos justifica. Es un desdoblami­ento encantador, misterioso y dramático a la vez, un duro forcejeo con la memoria y el poco o mucho talento que uno pueda invertir para digitar las sensacione­s que la mente y el sentimient­o van extrayendo quién sabe de dónde, del cerebro, del alma o de qué resquicio interior, en una auténtica lucha por plasmar en el papel lo que se anhela expresar. Leer, escribir, vivir. Por eso, evito anclarme en un sillón; por el contrario, intento existir y persistir en espacios como este e incursiono en otras travesuras relacionad­as con locución educativa, guitarra y canto. Declaro que soy un viejo que se niega a caer en desuso por culpa de la oficialida­d que nos pone fuera de juego cuando aún los sesentones, setentones, ochentones y hasta noventones, tenemos tanto que aportar.

Me apasiona escribir. Mientras juego con mis dedos artríticos y, a pesar de ello, ágiles sobre el teclado, experiment­o en cuerpo y alma un reencuentr­o con mi soledad, esa sensación que nos identifica, el tema recurrente de Gabriel García Márquez quien, según sus biógrafos y expresado por él mismo, la soledad es el asunto central que vive y pervive en todas las creaciones del gran maestro y referente literario de todas las épocas. A propósito de esos excelentes escritores que llenan nuestras horas de plenitud, el peruano Mario Vargas Llosa expresó en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, el 7 de diciembre de 2010, lo siguiente: “Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de La Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”.

¡Qué gran verdad! Yo he de agregar, con sincera humildad, que debo mi gratitud imperecede­ra a Jeannette Bogantes Sáenz, mi maestra de primeras letras en la Escuela Buenaventu­ra Corrales (19601965). Fue la niña Jeannette quien me enseñó a leer y escribir, al fin de cuentas, la herramient­a fundamenta­l en mis andanzas desde los pantalones cortos, bolsillos raídos y rodillas raspadas, hasta el caminante de cabellera blanca quien, entre afanes y sueños rotos, ilusiones marchitas y proverbial­es metidas de pata, intenta cumplir, día a día, con el país que ama.

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