La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical
Isadora Duncan: novia del viento y el mar
Siempre es bello evocar a esta inmensa figura, que reconcibió el arte de la danza y creó la modernidad. Su vida fue una vorágine de éxtasis y agonías, pero todo valió la pena: Isadora es imperecedera.
Nací a orillas del mar. El carácter de un niño queda marcado desde el seno materno. Antes de mi nacimiento, mi madre atravesaba una grave crisis moral, debatiéndose en la más trágica miseria. Lo único que podía comer eran ostras congeladas y champán. Cuando me preguntan cuándo comencé a bailar, siempre respondo: “En el vientre de mi madre, gracias a las ostras y el champán, el alimento de Afrodita”.
Así comienza la autobiografía Mi vida, de Isadora Duncan (su nombre original era Dora Ángela, pero ella optó por el más bello de Isadora, que contenía el de su madre, Dora Grey –mujer extraordinaria– y la acompasada resonancia de sus cuatro vocales). “Fue siguiendo e imitando el movimiento de las olas como aprendí a bailar” –dice más adelante–. Ni las montañas, ni los ríos, ni los pájaros son profesores, y sin embargo, ¡es tanto lo que podemos aprender de ellos! Para el panteísta la naturaleza será siempre madre, nodriza y tutora. “Los movimientos de las nubes arrastradas por el viento, los árboles que se estremecen, los pájaros que vuelan, las hojas que dan vueltas en el aire: todo en la naturaleza exalta el movimiento, y es un movimiento rítmico”. Así que en un principio fue el ritmo, como lo señala Octavio Paz en El arco y la lira. El ritmo en la música, la poesía, la danza, el cine, la arquitectura, la escultura, la pintura: la belleza siempre es rítmica.
Isadora Duncan no era una bailarina: era una fuerza de la naturaleza. Autodidacta tanto en su formación dancística como académica, creadora de la danza moderna, iconoclasta en todo cuanto hizo en su vida, su luz sigue, noventa y seis años después de su muerte, llegándonos, como el fulgor de esas estrellas que, luego de millones de años de su extinción, nos envían aún su infinito, sideral resplandor. “Seré bailarina y revolucionaria”. Tal es la respuesta que, a los cinco años de edad, le da Isadora a su madre, cuando esta le pregunta qué quería ser cuando fuera grande. Por limitaciones económicas, Isadora abandona la escuela a los diez años, sin mucho pesar, hemos de decir, pues en ella se sentía constreñida, privada de voz propia. Su padre, Joseph, estafa un banco, es encarcelado, y al purgar su castigo regresa a casa, únicamente para encontrar una esposa que ya no lo quiere y una hija que no se acuerda de él. Fractura definitiva del núcleo familiar.
La madre de Isadora se encarga de la educación de sus hijos: los clásicos griegos, y Shakespeare, Keats, Byron. El clan Duncan monta pequeños espectáculos para sobrevivir: Isadora baila, sus hermanos recitan versos de Teócrito, y ofrecen conferencias sobre la cultura helénica. La madre se gana la vida dando clases de piano: es la entrada de Isadora al mundo de la belleza trascendental: Schubert, Mendelssohn, Chopin, Schumann, Liszt. Los más grandes maestros de la primera generación romántica. Isadora improvisaba sus danzas alrededor del piano. El repertorio es crucial para explicar el estilo “melódico”, apasionado, improvisatorio de sus pequeñas coreografías infantiles. Como Palas Atenea, Isadora tiene ya su estilo, su personalidad, su sensibilidad: es virtualmente imposible enseñarle algo que no vibre al unísono con su mundo interior.
La familia parte para Europa: Londres primero, Francia después. Va construyendo un lenguaje dancístico a partir de los vasos griegos y las urnas etruscas que encuentra en el Brittish Museum y en el Louvre. Una pintura parece convertirse en el summun de todo lo que ella postula estéticamente: El nacimiento de Afrodita de Botticelli, con la exquisita levedad de su