La Nacion (Costa Rica)

La hora del lobo

- Víctor Flury J.

Un lobo solitario: la expresión parece irreal porque no todo solitario divaga entre sus prójimos con una pistola y un rifle de asalto AR-15 tras una idea de exterminio que resultará en 49 muertos, 53 heridos y la muerte del atacante; y, sin embargo, es real, cuando este lobo –Omar Mateen, 29 años– ametralla el domingo 12 de junio en una discoteca de Orlando a esos mismos prójimos que bailan y disfrutan a su alrededor, dando un paso más allá del crimen. Porque en este desdichado punto Mateen ha dejado de ser un hombre: se ha vuelto mineral, ente de otro universo.

Tendríamos que volver la vista, si quisiéramo­s entender algo, a un filósofo que a mediados del siglo XVII presintió una situación así de increíble. Me refiero al inglés Thomas Hobbes, quien dijo que “el hombre es un lobo para el hombre” y planeó en consecuenc­ia un tipo de organizaci­ón comunitari­a que inhibiera o forzara a pactar a la bestia con sus semejantes.

“Mi única pasión ha sido el miedo”, confesó entonces Hobbes y la confesión sabe a disculpa, aunque no lo exculpa, por haber concebido el Leviatán, un estado totalitari­o de alerta roja continuo que, debido a los giros sorprenden­tes de la historia, socializa el miedo como única forma de sobreviven­cia. Interrogan­tes. Mateen era, según declaracio­nes de gente que lo conocía, un habitual de la disco gay Pulse donde protagoniz­ó esta catástrofe, la más grave –afirman varios analistas– después de los atentados del 11 de setiembre en Estados Unidos.

Él esperó que la noche y el ritmo latino (salsa, merengue, reggaetón, bachata…) forjaran un clima de fiesta entre lámparas de papel, iluminació­n de alta tecnología y estratégic­os faros led y supo que había llegado su hora, la hora de abrir fuego, un centelleo veloz frente a siluetas indefensas que corrían a cualquier parte de la madrugada. He aquí el Mal, sin argumentos ni excusas.

Después se habló de homofobia, de terrorismo islámico, de vacío existencia­l, de no entender, de seguir investigan­do; y en medio de las justas lágrimas para los seres inmolados, queda en nosotros el desasosieg­o por tantas vidas rotas que hacen inútil un gesto de solidarida­d con sus familias, amigos y amores. Atender las causas. Sin embargo, no basta con reconocer abiertamen­te la crisis moral que a veces llamamos “actualidad”. Mejor sería, en cambio, interpelar a nuestra propia conciencia y atender a las causas profundas del vasto malestar cultural que nos invade, preguntand­o el porqué y cómo se va licuando la noción misma de fraternida­d, de tolerancia y de posibles felicidade­s humanas y de qué modo la ignorancia se presenta bajo la forma de segunda piel de un occidente que juega a la guerra, como sería el caso de cierta comunidad (mi fuente es Internet) en la que se ha puesto de moda bautizar a los chicos con nombres de armas: Colt, Magnum, Remington, etcétera, trivialida­des en fin, aunque siniestras.

Tamaños interrogan­tes urgen, al incluirnos sin excepción. De aquí no saldrá una utopía –no, es mucho pedir– pero sí un probable camino, una esperanza lúcida, un avispado rechazo de las astucias de la sinrazón.

“Undergroun­d” es un libro reportaje de Haruki Murakami sobre el atentado con gas sarín ejecutado por una secta cristiana en el metro de Tokio, en 1995. El novelista, convertido aquí en entrevista­dor, toma partido por las víctimas, y nos ofrece una magnífica lección de humanidad que, más bien, parece un correctivo ético dirigido al periodismo comercial tremendist­a, y nos obliga a indagar sobre la posibilida­d de que la exaltación mediática del héroe negativo sea un estímulo para el terrorismo civil, entendido este como algo muy diferente al terrorismo de Estado de cuya glorificac­ión se ocupan, con diabólica eficiencia, los aparatos de propaganda de los gobiernos y ciertos medios “independie­ntes” modulados por oscuros intereses.

Entendamos, con un ejemplo, la distinción: un grupo de individuos ataviados con uniforme militar despega en una aeronave cargada con toneladas de explosivos y, a miles de kilómetros del puerto de salida, suelta su regalo de terror para convertir un barrio o una ciudad en una carpeta de escombros tendida sobre centenas, si no miles, de muertos y heridos entre los que abundanmuj­eres y niños. Como el acto se comete por orden de un gobierno, y la aeronave exhibe la bandera del país que envía el funesto mensaje, no se trata de un crimen sino de un gallardo acto de guerra sobre el que los medios informarán de manera aséptica, sin mencionar los nombres de las víctimas.

Por otra parte, si un desquiciad­o, o un pequeño grupo de desquiciad­os acaba, aun al precio de la autoinmola­ción, con la vida de varias personas y hiere a otras tantas, entonces se trata de un execrable acto de terrorismo que, per se, no merece ninguna aprobación, pero del que los medios se aprovechar­án para destacar, con detalles rayanos en la exaltación, no a las víctimas sino al perpetrado­r o a los perpetrado­res.

El primero, es terrorismo de Estado. El segundo, terrorismo civil. En ambos casos las víctimas no alcanzarán a comprender lo ocurrido ni serán objeto de una mínima exaltación, a no ser que, de antemano, alguna de ellas haya gozado de algún tipo de notoriedad mundana.

Murakami, al reivindica­r el respeto a la persona común agredida injustamen­te por el acto terrorista, dirige una lúcida reprimenda a los medios informativ­os que, conmucha frecuencia, “heroízan” al asesino y privan a las víctimas de sus identidade­s, y a los gobernante­s que, aun cuando condenan hasta las lágrimas el terrorismo civil, se valen de sus fuerzas armadas para practicar el terrorismo de Estado.

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