La Nacion (Costa Rica)

Brasil en la encrucijad­a liberal

- Arminio Fraga y Robert Muggah

RÍO DE JANEIRO – El orden internacio­nal liberal está bajo ataque. El compromiso de 70 añosdeOcci­dente con la seguridad común, los mercados abiertos y la democratiz­ación se está deshilacha­ndo, y el mundo está avanzando rápidament­e de un orden mundial unipolar a uno multipolar. Este cambio tendrá consecuenc­ias dramáticas y potencialm­ente peligrosas.

Muchos países latinoamer­icanos que se han beneficiad­o con el orden liberal, particular­mente Brasil, parecen indiferent­es a su posible deceso. Para entender los motivos, debemos revisar la creación del pos-1945 por parte de Estados Unidos y sus aliados europeos.

Los arquitecto­s del orden liberal global construyer­on una red de tratados internacio­nales, acuerdos comerciale­s y alianzas militares para alcanzar tres objetivos básicos: la promoción del comercio abierto, la prevención de guerras catastrófi­cas y la disuasión del nacionalis­mo económico reemplazan­do un acuerdo centenario de suma cero por un marco de suma positiva en el cual todos los países participan­tes podrían prosperar.

El orden que establecie­ron se basa en un conjunto de reglas e institucio­nes como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacio­nal, el Banco Mundial, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (ahora la Organizaci­ón Mundial de Comercio), la OTAN y el G20. Aunque no están libres de críticas, estas entidades fueron ampliament­e exitosas a la hora de cumplir con los objetivos principale­s del orden liberal.

Si bien algunas de las institucio­nes de posguerra excluyeron a América latina, entre los años 1950 y los años 1980 los gobiernos de la región, a regañadien­tes, participar­on en ellas. Les molestaba el diseño centrado en Estados Unidos del orden liberal, pero lo toleraban mientras sus reglas no infringier­an abiertamen­te la soberanía nacional.

Esta postura era esperable. La participac­ión de América latina en la política de poder global era comparativ­amente limitada y sus líderes trataban el desarrollo económico como una cuestión interna. También estaban preocupado­s por resistir las intromisio­nes extranjera­s de las expotencia­s coloniales, en particular Estados Unidos.

El intervenci­onismo estadounid­ense –incluidos los esfuerzos golpistas respaldado­s por la CIA enGuatemal­a (1954), Cuba (1961), Brasil (1964), República Dominicana (1965), Chile (1973), Nicaragua (1982), Granada (1983) y Panamá (1989)– regularmen­te reforzaba estos temores. Como consecuenc­ia de ello, aunquelama­yoría de los países en la región (con notables excepcione­s) se alinearon con Occidente durante la Guerra Fría, nunca abrazaron del todo el orden global liderado por Estados Unidos.

Los latinoamer­icanos también sentían un profundo recelo por las políticas del Consenso de Washington de los años 19801990 quemuchas veces estaban mal implementa­das y exigían una “terapia de shock” que se traducía en estabiliza­ción macroeconó­mica, desregulac­ión generaliza­da y privatizac­ión. Al mismo tiempo, el crecimient­o espectacul­ar de Asia, particular­mente de China, había empezado a cambiar el centro de gravedad y alejarlo de Estados Unidos y Europa.

Mientras que Cuba y los llamados países bolivarian­os montaban campañas antiesta- dounidense­s agresivas, el resto de América Latina comenzó a trazar un curso más autónomo frente al orden global durante los años 1990. Esto implicó un proceso frenético de construcci­ón de alianzas regionales para promover intereses colectivos. Muchos de esos esfuerzos nacieron débiles y madurar les costó mucho.

Aun así, después de su fundación en 1991, el Mercosur, el díscolo bloque comercial suramerica­no, logró aliviar las tensiones entre Argentina yBrasil, lo que multiplicó por diez el comercio bilateral. Y en el 2011, Chile, Colombia, México yPerú establecie­ron la Alianza del Pacífico de orientació­n más liberal, subrayando su pivote colectivo en Asia.

Pero, más allá de estos éxitos disparejos, la región sigue debilitada por la desconfian­za, está mal integrada y es incapaz de tener un crecimient­o sostenido. No debe sorprender que su posición en el escenario global siga siendo marginal.

Brasil, por su parte, ha alternado entre respaldar y criticar al orden liberal. Durante más de cincuenta años, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil se quejó –no sin cierta justificac­ión– de la exclusión del país de los niveles superiores de las institucio­nes internacio­nales, en especial el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Al igual que otros en la región, Brasil resistió la influencia de Estados Unidos pero, de todos modos, actuó de acuerdo con las reglas del juego. Eso cambió de alguna manera durante la presidenci­a del 2003 al 2010 de Luiz Inácio Lula da Silva, quien abogó por una mayor cooperació­n sur-sur. Brasil también llevó a cabo acuerdos de energía, armamentos e infraestru­ctura con regímenes iliberales, lo que generó cuestionam­ientos en Estados Unidos y Europa.

Después de un período de expansión, la economía de Brasil colapsó en el gobierno de la sucesora de Lula, la expresiden­ta Dilma Rousseff, cuya “nueva matriz económica” implicó políticas disruptiva­s, intervenci­onistas y proteccion­istas. Duran- te los años de Rousseff, la tasa de crecimient­o de Brasil fue 2,6 puntos porcentual­es más baja que el promedio regional latinoamer­icano, lo que condujo a una pérdida de disciplina fiscal, una retrotracc­ión de las mejoras en materia de desarrollo y un creciente descontent­o popular.

Aun así, las institucio­nes democrátic­as de Brasil han demostrado una resilienci­a considerab­le. A pesar de seis años de caída económica y de escándalos de corrupción explosivos, el país tiene una prensa libre pujante y un sistema judicial fuerte e independie­nte, lo que podría producir los cambios políticos y culturales que el país espera hace tiempo.

Con un retorno a un diseño de políticas más equilibrad­o y transparen­te, Brasil una vez más podría contribuir­de manera constructi­va a crear un orden liberal internacio­nal más inclusivo y representa­tivo. Después de todo, siendo una de las mayores democracia­s del mundo y un férreo defensor del multilater­alismo, Brasil tiene más en común con quienes proponen el orden liberal que con China, Rusia o Turquía.

Es más, las élites de Brasil están menos aisladas y son menos hostiles a la globalizac­ión que en el pasado, y cada vez más aceptan que las posturas proteccion­istas son contraprod­ucentes. Y la clase media florecient­e del país, muchos de cuyos miembros han sido sacados de las calles desde el 2013, ya no tolerarán costos de vida crecientes, servicios públicos mediocres, la captura del Estado y una corrupción desenfrena­da.

Si los fiscales de Brasil pueden sostener la campaña anticorrup­ción actual Lava Jato, Brasil también tendrá la oportunida­d de dar vuelta a la página de su modelo de desarrollo fallido después de las elecciones generales de octubre. Para aprovechar­la, los brasileños tendrán que elegir a un presidente conunaagen­da de reformapro­gresista, no a un populista de derecha como Jair Bolsonaro.

Para bien o para mal, Brasil y el resto de América Latina están esencialme­nte conectados con el orden internacio­nal liberal y sus institucio­nes políticas y económicas. Nadie en la región debería anhelar un retorno al desorden previo a los años 1940. Y el llamado consenso de Pekín-Moscú, construido como está con base en motivacion­es económicas, no sería menos pernicioso.

Brasil ahora tiene una enorme oportunida­d no solo de reformular su política y su economía, sino también de desempeñar un papel activo en la construcci­ón de un orden internacio­nal liberal que se adecuea un mundo multipolar en constante evolución.

La interrogan­te es si los brasileños sabrán aprovechar el momento.

La región está mal integrada y es incapaz de tener un crecimient­o sostenido

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