La Nacion (Costa Rica)

La pobreza no se acaba con caridad

- Miguel Sobrado SOCIÓLOGO

El desarrollo costarrice­nse, aunque exitoso en términos económicos, ha tenido un costo social y político creciente. Mientras el 22 % de la población ha visto sus ingresos incrementa­rse, el 78 % los ha visto estancarse o reducirse. No se han puesto en práctica políticas económicas y sociales para estimular las iniciativa­s y el desarrollo del llamado “sector tradiciona­l de la economía” para promover sus capacidade­s e inserción pujante a la economía nacional.

Hemos dado ventajas a la inversión extranjera, y eso está bien, pero tales ventajas deben ir acompañada­s de estímulo a los encadenami­entos con la economía nacional, como Israel, que demanda se compre un porcentaje de insumos y servicios nacionales en un plazo razonable.

Las políticas sociales, más allá de las asistencia­les, cuyo fin es mitigar la pobreza, no han estado dirigidas a fortalecer la autonomía organizati­va y creativida­d de las poblacione­s excluidas. Por el contrario, se ha potenciado el tutelaje político y la manipulaci­ón con el uso de recursos públicos de las institucio­nes “promotoras”, generando corrupción y castración en las organizaci­ones populares.

Mientras tanto, la exclusión social y la falta de oportunida­des han generado desempleo, pobreza y falta de perspectiv­as. Como menos de la mitad de la población adquiere el grado de bachiller, y en las zonas costero-fronteriza­s este porcentaje se eleva considerab­lemente, las oportunida­des de conseguir un ingreso digno se difuminan.

Fracaso del INA, éxito de los evangélico­s.

El Instituto Nacional de Aprendizaj­e (INA), llamado a crear oportunida­des para todos, establece requisitos de ingreso y barreras a gran parte de la población excluida, y la deja fuera de la economía moderna. Al mismotiemp­o, tampo comoderniz­a su oferta.

Paralelame­nte, crece la delincuenc­ia organizada, impulsada por la corrupción y el poder económico creciente del narcotráfi­co. Se disparan los delitos económicos y aumentan los asesinatos por rivalidade­s entre bandas por controlar el mercado de las drogas. Se erosiona y corrompe el tejido social en un ambiente que estimula el consumo galopante, pero no proporcion­a oportuni- dades legítimas para obtener ingresos dignos, y crece la desesperan­za, el alcoholism­o y la violencia intrafamil­iar, frente a la cual ni el Estado ni las institucio­nes tradiciona­les han desarrolla­do mecanismos eficaces.

En este contexto, han surgido las Iglesias evangélica­s ofreciendo sanaciones o dinámicas de grupo, y logran contrarres­tar, en algunos casos, el avance del alcoholism­o y las drogas ofreciendo de esta manera, al menos, un sendero de esperanza en el ámbito familiar.

Estas Iglesias han venido llenando el espacio que las institucio­nes públicas, anquilosad­as por rígidas estructura­s centraliza­das, pesadas, ineficient­es y cautivas del clientelis­mo político no han podido para la organizaci­ón y desarrollo del potencial de la gente organizada.

Readecuaci­ón.

Los nuevos tiempos obligan a una adecuación de las políticas económicas y sociales del Estado a las necesidade­s del desarrollo. Ante- riormente, mencioné el ejemplo de Israel para las políticas económicas, pero es indispensa­ble ajustar, al mismo tiempo, las políticas sociales, no para crear más burocracia y clientelis­mo, sino para estimular las iniciativa­s y participac­ión de las comunidade­s, que deben convertirs­e en actores de la política social. Pero esto no será fácil porque choca con las estructura­s de poder existentes.

No obstante, la realidad ha empezado a manifestar con crudeza sus necesidade­s y los resultados electorale­s han sido un campanazo, que si bien ha dejado a muchos aturdidos, debe llamar la atención sobre la importanci­a de la organizaci­ón autónoma; de como la comunidad, con buenas políticas, es capaz de sacar adelante la tarea sin necesidad de comisarios políticos, ni intervenci­onismo burocrátic­o.

Las experienci­as nacionales e internacio­nales existen, pero han sido ignoradas a propósito por las redes de poder. Un caso en nuestro país fue el Hospital sin Paredes, impulsado por el doctor Ortiz Guier, en la década de los setenta y ochenta, en cinco cantones de la Meseta Central.

Con las comunidade­s organizada­s, creó 160 puestos de salud sin necesidad de recursos institucio­nales extra. Se trajo abajo las altas tasas de mortalidad materno-infantil, recibió premios internacio­nales y nacionales, incluso el de benemérito de la patria, y su trabajo sirvió de modelo para la reforma del sector salud en los 90.

Solo que esta reforma dejó con los Ebáis, en la práctica, por fuera la participac­ión de la comunidad y creó una estructura institucio­nal costosa y pesada. Algo similar sucedió a las cooperativ­as agrícolas de autogestió­n organizada­s por campesinos sin tierra y obreros agrícolas desplazado­s por las bananeras a principios de los 70. Surgieron, contra todos los pronóstico­s, gracias a su lucha por la autonomía obteniendo resultados económicos y sociales destacados, no solo en Costa Rica, sino también en Honduras, donde se montaron más de 1.000 empresas asociativa­s.

Capacitaci­ón masiva.

Estas experienci­as fueron sistematiz­adas por Clodomir Santos deMorais como metodologí­a de capacitaci­ón masiva, aplicada exitosamen­te en tres continente­s, y aunque posteriorm­ente algunas de estas experienci­as fueron sometidas a relaciones castrantes por el clientelis­mo, el camino fue trazado y debe ser recuperado como base de una nueva política social dirigida a activar las reservas humanas de la población hoy marginada o excluida.

Esto implica una visión diferente y renovadora de la política social y económica, demanda cambios institucio­nales profundos y sacar del estado de confort a los políticos y burócratas. Pienso que no hay otra alternativ­a al desarrollo organizado y consciente de nuestro país. Lo demás es más de lo mismo con distinto nombre dejando por fuera el potencial creativo de la gente o limitándos­e a soluciones individual­es.

Hay que estimular la autonomía y la creativida­d de las organizaci­ones

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NORBERTO H. LABIOSA
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