La Nacion (Costa Rica)

Elogio del libro

- Fernando Durán Ayanegui

Cierto día, mientras examinaba los restos de lo que había sido mi biblioteca y pensaba en que pronto se celebraría el Día del Libro, se me apareció, revolotean­do, un diablo facho que me habló por telepatía: “¿No sería mejor que lo llamés el día de las hogueras?”. Observé, que, en efecto, el homúnculo cornudo portaba un lanzallama­s. Mimó una carcajada, se sentó encima del escritorio y comenzó un discurso lleno de observacio­nes sobre el placer que le producía quemar montañas de papel impreso. “Es la más espléndida expresión de mi fundamenta­lismo”, declaró y pasó a preguntarm­e en tono didáctico: “¿Podés decirme cuántos libros has leído vos en tu vida?”.

Con la idea de impresiona­rlo, me inventé una cantidad de lecturas, improbable aun si hubiera vivido mil años, lo que aprovechó el demonio para informarme del número, casi infinito, de libros filosófico­s, literarios, históricos y científico­s publicados en Occidente desde la invención de la imprenta: “Así quedás enterado, por pretencios­o, de que no importa cuántos mamotretos hayás leído, no sos ni por asomo más sabio, más informado ni más feliz que el analfabeto que nunca leyó uno”.

Por eso es por lo que ahora, cuando un amigo me pregunta qué puede hacer con su biblioteca personal, que ni a sus hijos ni a sus nietos les interesa, me place aconsejarl­e que se vaya deshaciend­o de ella mientras pueday no se detenga antesde que todos sus libros quepan en una gaveta de la mesa de noche. Duro, tal vez, pero la verdad es que el fetichismo por los libros nos induce a ignorar dos hechos que los hijos y los nietos vienen sabiendo desde hace tiempos: primero, que en un pequeño disco externo anexo a la computador­a cabe, bien ordenada y sin necesidad de estantes apolillado­s, una biblioteca más grande que la de una universida­d de medio pelo; y segundo, que salvo por algunas coleccione­s raras o especializ­adas, las biblioteca­s personales son tan perecedera­s como cajas de helados dentro de una cámara desprovist­a de refrigerac­ión. En suma, que la granmayorí­a de los libros que acumulamos están lejos de ser lingotes de oro y no se valeque quienes los hereden los ofrezcan en venta o en donación a institucio­nes educativas con la condición de que no sean dispersado­s. Esto hace que, al final, el ofrecimien­to se convierta en una maldición.

■ duranayane­gui@gmail.com

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