La Nacion (Costa Rica)

Lo que fue y lo que vendrá

- Eduardo Ulibarri SHUTTERSTO­CK

El pasado domingo evitamos deslizarno­s por una pendiente de confesiona­lismo, improvisac­ión e intoleranc­ia. Detuvimos una fuerte arremetida contra la esencia de los derechos humanos y las institucio­nes republican­as, y mantuvimos la precaria secularida­d de un Estado que, aunque posee religión “oficial”, nunca ha pretendido imponerla.

En esos frentes podemos respirar tranquilos. Además, hay razones para entusiasma­rnos por lo que parece un vigoroso –y necesario– recambio generacion­al en nuestra vida pública, impulsado por una visión y quehacer de la política que lucen más frescos, modernos, tolerantes y creativos que los ejes actuales.

Quizá de su mano, y junto con reformas insoslayab­les, podamos dotar a nuestras estructura­s y prácticas democrátic­as de mayor legitimida­d y gobernabil­idad; a nuestra economía de creciente productivi­dad y dinamismo; a nuestra sociedad de más amplia equidad y oportunida­des, y a nuestro aparato estatal de una renovada capacidad para la buena gestión orientada a resultados.

Pero hay mucho más por delante. El camino por recorrer será en extremo difícil, tanto por los problemas que se han acumulado y crecido (el déficit fiscal es el más urgente), como por la dispersión y complejida­d legislativ­a, los convulsos fantasmas y corrientes internas de los partidos, la tentación de revanchas o bloqueos y la dificultad de estructura­r, direcciona­r, cohesionar y gestionar la iniciativa clave –y necesaria– del presidente Carlos Alvarado: un “gobierno nacional” sobre la base de una agenda común.

Antes de especular sobre lo que podría venir, sin embargo, debemos reflexiona­r sobre lo sucedido durante las dos etapas de la campaña; en particular, los móviles del comportami­ento electoral. Todavía no disponemos de suficiente base empírica para este ejercicio. Por ello, parto de supuestos e hipótesis preliminar­es, con la certeza, además, de que en la política convergen dinámicas múltiples y a menudo inescrutab­les.

Trasfondos y móviles.

El gran trasfondo de esta campaña, de sobra documentad­o durante años, fue la dispersión electoral, el debilitami­ento de las identidade­s políticas, el creciente desapego hacia los partidos y sus disfuncion­alidades como articulado­res y canalizado­res de intereses difusos.

Estos factores han generado un electorado en extremo volátil y difícil de clasificar en las usuales categorías analíticas, pero es evidente que existe un número significat­ivo de personas decepciona­das, “desenganch­adas” y hasta enojadas con el desempeño de los actores políticos, y quizá hasta del propio sistema democrátic­o. Es un grupo dispuesto a abrazar de forma aleatoria a partidos y candidatos beligerant­es, voluntaris­tas, hostiles hacia lo establecid­o y hasta desdeñosos de las institucio­nes.

Presumo que Juan Diego Castro se nutrió de una parte importante de ellos durante los meses iniciales de la campaña. Subido en una ola de “cementazo” y diatribas, creció hasta que un nuevo tema se impuso en la discusión y catapultó la candidatur­a de Fabricio Alvarado.

El nuevo y gran detonante fue la opinión consultiva de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos (Corte-IDH) a favor del matrimonio igualitari­o y el derecho a la identidad de género. Pero no olvidemos que había estado precedida por la intensa oposición de la jerarquía católica a las guías de afectivida­d y sexualidad del MEP, su virtual guerra contra una imprecisa “ideología de género” y su convocator­ia, en plena campaña, a una “marcha por la vida”, que introdujo más elementos de distorsión y crispación en la discusión electoral.

Gracias a estos antecedent­es, cuando llegó la opinión consultiva, el crispado discurso sobre identidade­s personales, con tintes excluyente­s, ya había sido normalizad­o. Sobre la plataforma doctrinari­a y organizati­va de centenares de templos pentecosta­les, Fabricio logró instrument­alizarlo y convertirs­e en abanderado de la “moral”, la “familia” y la “vida”.

Aquí comenzó su ascenso, que también se alimentó de un elemento estructura­l profundo: la marginalid­ad, desesperan­za, vulnerabil­idad y falta de representa­ción de sectores de la población concentrad­os en las zonas y barrios más desfavorec­idos del país. Para muchos de ellos, los cultos y templos han sido, durante años, puntal para sus necesidade­s espiritual­es, carencias materiales, búsqueda de identidad y sentido de comunidad; los pastores, guías que superan lo religioso y llegan a otros ámbitos: en este caso, la política.

Sin la mezcla de los anteriores elementos, difícilmen­te Fabricio habría pasado a la segunda vuelta; Carlos Alvarado, tampoco. Así como el primero se convirtió en abanderado de una moral tradiciona­l excluyente, el segundo impulsó la inclusión y la tolerancia frente a la intransige­ncia y declaró su adhesión a la opinión de la CorteIDH. A ambos les ayudaron estos posicionam­ientos contrastan­tes para diferencia­rse y superar a los demás candidatos gracias a un umbral de votos muy bajo.

En otra marcha.

Hacia la segunda ronda, todo comenzó a cambiar. La agenda de discusión se amplió considerab­lemente y brindó a Carlos la oportunida­d de hacer planteamie­ntos más sustantivo­s que los de Fabricio. Las diferencia­s de preparació­n entre ambos se hicieron más evidentes con cada debate, a favor del primero.

La estructura de apoyo brindada por los templos mostró sus limitacion­es, además de violar prohibicio­nes de la Constituci­ón y el Código Electoral. En la otra acera, la Coalición Costa Rica se convirtió en una sólida y eficaz plataforma de divulgació­n, motivación, movilizaci­ón y organizaci­ón, con una estructura descentral­izada y moderna. Su composició­n, heterogéne­a, resultó clave para que el candidato del PAC lograra saltar sobre las débiles estructura­s de este.

Fabricio “fichó” a una serie de figuras del PLN y otros partidos. Esto le ayudó; sin embargo, su heterogene­idad, limitado entusiasmo y falta de un programa que los cobijara en función de un proyecto, debilitó el impacto. El acuerdo político de Carlos con Rodolfo Piza, en cambio, sumó personas y planes, junto con una dedicación total del excandidat­o del PUSC y algunos cuadros del partido a la campaña.

Pero el factor que quizá inclinó más la balanza al final fue la religión, en sentido contrario a la primera ronda. En esta, el discurso de los “valores” impulsó a Fabricio; en la segunda, su naturaleza cambió radicalmen­te, y lo perjudicó.

Tengo la impresión de que las surrealist­as diatribas de su “padre espiritual”, Rony Chaves, contra la Virgen de los Ángeles, generaron un profundo y extendido rechazo. De su mano, se creó una pugna entre corrientes religiosas, que se trasladó al ámbito de la doctrina y los símbolos sagrados, y hasta tocó fibras sensibles de identidad nacional. En esta lucha, Carlos, católico tolerante, light y discreto, se impuso a Fabricio, protestant­e intolerant­e, duro e histriónic­o.

Al irrumpir este tipo de factores en una contienda polarizada, la relación entre el candidato oficialist­a y el desempeño de un gobierno poco popular pasó a un segundo plano. Quedó como reflejo de lo que había pasado, no como clave de lo que podría venir. Las preocupaci­ones y entusiasmo­s fueron otros. Vino entonces el 60-40 del 1.° de abril.

Enseñanzas y rumbos.

¿Qué nos revelan la campaña y los resultados? Mucho y muy complejo; por esto destaco un solo aspecto que considero crucial: el Estado y las estructura­s centrales de nuestra sociedad siguen en deuda con los grupos más desfavorec­idos de la población.

Rodeados de los sectores organizado­s –llámense sindicatos del sector público, gremios profesiona­les, cooperativ­istas, solidarist­as o empresario­s–, nuestros gobernante­s han tendido a dirigir sus mayores recursos, rentas, incentivos y privilegio­s hacia ellos. Los desorganiz­ados –es decir, los marginados– han quedado, esencialme­nte, fuera del “reparto”; peor aún, han debido asumir parte de los costos, de forma directa o mediante el impacto de nuestros disloques fiscales. Y los ciudadanos que sí estamos cobijados por el “Estado social de derecho” y sus institucio­nes, hemos tendido a olvidarlos.

Un problema de esta índole apenas se podrá paliar mediante políticas sociales. Para resolverlo se necesitan modificaci­ones estructura­les más profundas y, por supuesto, políticame­nte costosas, porque afectarán a los beneficiar­ios actuales.

Los cambios pasan, entre muchos otros canales, por una reforma fiscal, renovada calidad y pertinenci­a de la educación, mayor eficiencia en la prestación de servicios, lucha contra los monopolios y carteles que aún existen y encarecen la producción y la vida, desmantela­miento de privilegio­s gremiales, mejora en la infraestru­ctura, modelos de urbanismo más racionales y la articulaci­ón de un sistema político y de gerenciami­ento estatal más ágil, estratégic­o y orientado a resultados.

Hasta ahora los “pendientes” no han disminuido con suficiente dinamismo. Los avances han sido muy lentos; los cambios importante­s, casi imposibles. El virtual poder de veto de sectores organizado­s sobre los partidos no ha cedido; más bien, aumenta ante la dispersión y falta de acuerdos legislativ­os.

Si el gobierno de unidad lograra, en efecto, articular una agenda pequeña, pero sustantiva, de reformas, y sumarlas a una administra­ción más vigorosa y eficaz, la posibilida­d de avanzar sería significat­iva. Percibo voluntad de hacerlo y el apoyo hacia esa ruta de generacion­es emergentes, preparadas y entusiasta­s.

La clave es si ambas actitudes lograrán articulars­e y canalizars­e mediante partidos vigorosos, sean nuevos o existentes, y una acción política que supere los fines puntuales y adopte una visión amplia, tenaz, realista y comprometi­da a largo plazo. Este es un desafío que excede al gobierno e involucra al conjunto de los ciudadanos.

Después de una tóxica campaña electoral, debemos oxigenar el rumbo

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