La tarea imposible de Miguel Díaz-Canel
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Finalmente, hicieron presidente del Consejo de Estado a Miguel Díaz-Canel. En Cuba no hay presidente de la República. Formalmente, es un sistema parlamentario. En realidad, es una dictadura de partido único, hasta ahora dirigida con mano de hierro por los Castro. Díaz-Canel no tiene una palanca en qué apoyar su autoridad, salvo la vigilante confianza que le quiera otorgar Raúl Castro, un anciano de 86 años al que secretamente le desea la muerte para poder gobernar. Toda la estructura de poder está en manos de los raulistas y él lo sabe.
El jueves 19 de abril, Raúl se replegó al Partido Comunista de Cuba, columna vertebral y única de la nación de acuerdo con el artículo quinto de la Constitución. Desde ahí observará cuidadosamente la actuación de su sucesor para liquidarlo de un zarpazo si se sale del guion. Es muy incómodo trabajar con los ojos del verdadero jefe instalados en el cogote.
No obstante, el Partido Comunista jamás ha tomado ninguna decisión importante. Es solo una correa de transmisión de las órdenes y caprichos de los Castro. Como los tres monos de la fábula china: no ha visto, no ha oído, no ha opinado. Peor aún. Hay un cuarto mono: ni siquiera ha sabido.
Control total.
Raúl también controla el Parlamento (Asamblea Nacional del Poder Popular) por medio de Esteban Lazo, su presidente. Mariela, su propia hija, es uno de los 605 asambleístas, conocidos en Cuba como “los niños cantores de La Habana” por su asombroso afinamiento. Nunca se les ha escuchado una nota discordante. De ellos, 31 integran el Consejo de Estado, supuestamente el sanedrín que ha nombrado a Díaz-Canel y que lo puede despedir fácilmente.
Sin embargo, la autoridad real del país está en manos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y el Ministerio del Interior (Minint), fagocitado por Raúl en 1989 por temor a una conspiración. Las FAR y el Minint han sido sembrados de raulistas. Raúl Castro fue ministro de Defensa de 1959 al 2006, cuando su hermano enfermó gravemente.
Raúl ha formado y deformado los cuerpos armados. Ha nombrado a todos los oficiales con mando y los ha llenado de privilegios. Incluso, ha cuidado el destino económico de los amigos jubilados asignándoles puestos en el área dólar, que es la única habitable.
Amor y odio.
Como suele ocurrir con los jefes, aunque todos digan amarlo, hay muchos que lo odian. Por eso existe una fotografía de Raúl dando una charla en un cuartel mientras lleva un chaleco blindado bajo la camisa. Siempre ha sido una persona desconfiada y cautelosa.
Raúl espera la cuadratura del círculo de su sucesor. Quiere que mantenga el sistema y arregle o alivie los problemas de la sociedad cubana. Eso es imposible. La miseria, la improductividad, la decadencia y la desesperanza de los cubanos se deben, precisamente, al sistema. No se puede arreglar nada si no se cancela ese manicomio.
Los cubanos quieren libertad para elegir el cine, los libros, las ideologías o los políticos que les satisfagan. Incluso, quieren ser libres para ser apolíticos y no tener que repetir las chácharas revolucionarias impuestas por unos tipos dogmáticos. Fue lo que precisó el escritor Reinaldo Arenas cuando logró escapar de Cuba y le preguntaron lo mejor de estar exiliado: “Estrenar mi propia cara”, dijo con cierta melancolía.
Imposición.
Los cubanos desean estrenar sus verdaderas caras. Poder emprender actividades que les reporten beneficios para vivir mejor, para comer lo que les apetezca y no lo que deciden los comisarios, para viajar y ver mundo. Cuba es el único país del planeta donde los médicos, profesores, ingenieros o cualquier profesional no viven al menos como clase media, salvo que formen parte del cogollo del poder.
Hoy, a medias, en el terreno económico, algo pueden lograr quienes reciben remesas en dólares. Quienes alquilan habitaciones a extranjeros en casas remodeladas. Las muchachas que se prostituyen. Algunos trabajadores por cuenta propia que trasladan turistas en sus viejos coches y quienes han conseguido licencia para operar ciertos restaurantes familiares o paladares.
Es decir, quienes viven y trabajan en el área dólar, pero cuántas personas tienen ese privilegio: ¿el 5 o el 10 % de una población de 11 millones? El peso cubano carece de poder adquisitivo y el 90 % del país recibe su salario o sus pensiones en ese signo monetario. Raúl Castro no se atrevió a enfrentarse al problema, dejándole a Díaz-Canel la herencia envenenada de unificar las monedas.
¿Cómo se hace eso? Dejando flotar el peso cubano y liberalizando los precios, lo que crearía una terrible inflación y un caos económico que duraría entre 18 y 24 meses.
En ese punto, presumiblemente, Raúl habrá muerto y súbitamente habrá desaparecido la única fuente de autoridad real y de lealtad personal. Entonces pudiera suceder cualquier cosa. Incluso, que DíazCanel estrene su verdadera cara.
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En 1947, no me atrevía a decirle a aquel pariente mayor que me aburrían, por ser parte de la prehistoria, sus relatos sobre la dictadura de los Tinoco. Por entonces, la expresión fake news era desconocida, pero eso no me impedía preguntarme cuán fiable podría ser un testimonio enturbiado por una bruma de treinta años. Hacía poco había visto, en el Teatro Alajuela, la película Por quién doblan las campanas y, cuando traté de contársela a medias al mismo pariente, este me dijo que era toda mentira porque en la guerra civil española, al contrario de lo que al parecer yo había entendido, los franquistas fueron los buenos y los republicanos los malos. De ahí que este escolar ya supiera que basta el transcurso de un decenio para que algunas verdades se vuelvan difusas.
Lo anterior vino a mi mente esta semana al recordar que hace exactamente setenta años –en abril de 1948 yo no había cumplido los nueve–, me sentía actor, muy secundario pero actor, en el único drama histórico que, creía yo, me serviría para incordiar a mis futuros nietos con relatos de actos gloriosos: una guerra civil que, a la postre, sería ganada por el Ejército de Liberación Nacional y de la cual, aun cuando ya ha pasado tanto tiempo, nunca voy a decir que fue un hecho prehistórico. Mi papel, en aquel dramático acontecimiento, se redujo básicamente a la frecuente tarea de llevarles ropa y alimentos a los familiares y amigos que estaban detenidos en la cárcel de Alajuela: en abril, a los que eran ulatistas –y más tarde figueristas– y, en mayo y junio, a los que eran, según la taxonomía adoptada por los vencedores, calderocomunistas o mariachis.
Raúl quiere que mantenga el sistema y arregle o alivie los problemas de los cubanos
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Ocurre ahora que me daría mucha pena contarle a mi descendencia cómo eran los “motetes” en los que les llevaba ropa o de qué color era el portaviandas en el que les llevaba comida a aquellos parientes y vecinos que, en su mayoría, no habían hecho nada peor que escuchar la radio clandestina de los alzados en armas o hacer rondas nocturnas disfrazados de mexicanos con guitarras.
En homenaje a la memoria de los inocentes presos políticos de ambos bandos –por lo demás, casi todos ya fallecidos–, tengo que confesar algo: me alegra que este septuagésimo aniversario esté exento de unas fanfarrias que mis descendientes no sabrían cómo ignorar, aplaudir o lamentar.
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