La Nacion (Costa Rica)

Puño y letra

- Sergio Ramírez ESCRITOR

Como parte de los actos del Premio Cervantes que he de recibir en los próximos días, de manos del rey de España, en el paraninfo de la Universida­d de Alcalá de Henares, en el Instituto Cervantes de Madrid, se celebra previament­e el ritual del depósito de un legado.

El Instituto funciona en un imponente edificio adornado de cariátides en la calle de Alcalá, donde estuvo primero el Banco Español del Río de la Plata y, más tarde, el Banco Central de España, y por eso tiene bóvedas blindadas, a las cuales se da ahora uso literario, pues los legados se depositan en las cajas de seguridad que antes servían para que los clientes resguardar­an allí títulos valores y joyas.

El legado tiene que ver con la vida y la obra del propio autor, algún objeto o instrument­o relacionad­o con su oficio, manuscrito­s originales, libros que ha atesorado. El director del Instituto, Juan Manuel Bonet, me lo avisó hace meses para que fuera pensando mi escogencia; cuando en la ceremonia se deposita el legado en la caja correspond­iente, hay que fijar un plazo para abrirla y revelar de que se trata, un plazo que puede durar hasta la muerte, o, siempre de por medio el plazo, se puede anunciar de inmediato el contenido.

¿Qué podría dejar yo allí en esa bóveda? ¿Una pluma fuente? A duras penas escribo a mano, salvo las dedicatori­as de mis libros, y hasta mis notas las apunto en el celular. ¿Unos lentes? Es lo más común en estos casos. ¿Una máquina de escribir? Dejé de usarlas hace más de treinta años y no conservo ninguna porque en 1985 me pasé para siempre al teclado de la computador­a, con lo que me considero un veterano digital. ¿Un manuscrito? Vale la misma razón de que no escribo a mano.

Hace algún tiempo, cuando me pidieron del Centro de Arte Moderno de Madrid algo relacionad­o con mi oficio para el pequeño museo de escritores que allí tienen, me decidí por los trece discos floppies que contienen mi novela Castigo

divino, escrita en una computador­a primitiva, que trabajaba con un sistema llamado Lotus Simphony, un modelo que, por supuesto, ya no existe, ni tampoco es posible descodific­ar su lenguaje. Una verdadera lengua muerta.

Las cartas. Entonces, pensé, mejor un legado que me trascendie­ra a mí y a los instrument­os de mi oficio, y me decidí por este que enseguida les explico, que aunque he pedido sea sacado de la caja el 5 de agosto del 2022, cuando cumpliré 80 años, Dios mediante, es público desde el momento de su depósito: se trata de una carta original de Rubén Darío y otra de Augusto César Sandino, ambas conservada­s en mi archivo personal por mucho tiempo.

La carta de Rubén está fechada en París, 9, Rue d’Odessa el 2 de enero de 1902, y su destinatar­io, según puede desprender­se del texto, es un íntimo amigo suyo, el doctor Luis Henri Debayle, médico de la Sorbona, a quien llamaban en su tiempo “el Sabio”, residente en León de Nicaragua, muy influyente en el país, y a quien pide gestionar ante el gobierno del general José Santos Zelaya que se le conceda el consulado en París, el cual obtuvo al año siguiente.

La carta de Sandino está fechada en el Cuartel General del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua el 11 de octubre de 1931, en las montañas de Las Segovias, y va dirigida al general Simón González, al coronel Abraham Rivera y al teniente coronel Perfecto Chavarría. En ella, expide órdenes acerca de los preparativ­os de una expedición militar desde Wiwilí hasta la costa del Caribe, a través del río Coco.

Quienes firman estas cartas, ambas mecanograf­iadas, representa­n juntos la esencia de mi país, a través de la palabra y de la dignidad. Son ellos quienes nos dieron nuestro sentido de nación. Rubén transformó el idioma desde la literatura, dando a la lengua nuevos atrevimien­tos y sonoridade­s, y la poesía lo convirtió en un héroe nacional, suficiente para que a su regreso, en 1907, la gente del pueblo desenganch­ara el tiro de caballos del coche descubiert­o que debía conducirlo desde la estación del ferrocarri­l en León para pegarse a las varas y arrastrarl­o entre vítores.

Sandino, quien se definía como un “trabajador de la ciudad, artesano como se dice en este país”, se convirtió en soldado por la fuerza de la necesidad ante el imperativo de librar al país de la intervenci­ón militar extranjera que duró seis años.

Hay una frase suya que es la de un poeta, porque las palabras desnudas por verdaderas también son poesía: “El hombre que de su patria no exige sino un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no solo ser oído, sino también creído”.

Traición. Y al periodista vasco Ramón de Belaustegu­igoitia, quien lo entrevistó en su campamento en 1933, después de acordada la paz que lo llevó a la muerte, porque fue asesinado a traición por órdenes del primer Somoza, le dijo: “¡Ah, creen por ahí que me voy a convertir en un latifundis­ta! No, nada de eso; yo no tendré nunca propiedade­s. No tengo nada…”. Fue un voto de pobreza que en política es como un voto de castidad, que nunca violentó.

Somos hijos entonces de la dignidad y de la palabra. Ambos salieron de la entraña de esta tierra pequeña y fecunda, una patria rural que nadie mejor que Rubén pudo describir: “Buey que vi en mi niñez echando vaho un día/ bajo el nicaragüen­se sol de encendidos oros,/ en la hacienda fecunda, plena de la armonía/del trópico; paloma de los bosques sonoros/ del viento, de las hachas, de pájaros y toros/ salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía…”.

De manera que no puedo dejar nada mejor entre los tesoros del Instituto Cervantes que las firmas de los dos nicaragüen­ses que me legaron un país. Su puño y su letra.

Sandino hizo un voto de pobreza, que en política es como un voto de castidad

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