La Nacion (Costa Rica)

¿Cuál es el sentido de la vida?

- Hermann Güendel El autor es filósofo.

Pasamos nuestros tiempos entre experienci­as y vivencias preguntánd­onos cuál es su sentido, sin comprender que este no es sino ese mismo transcurri­r entre lugares y momentos, entre personas y otredades.

No entiende la vida quien piensa su sentido desde la muerte. Pues no es ella la que da dimensión a la vida, sino que es esta la que da magnitud a aquella. Para entender la vida, habrá que pensarla distinto, desde el buen vivir, ese que nos lleva a concluir que el significad­o de nuestro años no está hecho, sino más bien haciéndose.

Es correcto, entonces, el existir intensamen­te, pues no hay otro talante que aporte más sentido para la vida que la intensidad de aquellas emociones por las cuales nuestros trances perduran en el alma más tiempo que los simples recuerdos. La magnitud de nuestras experienci­as constituye nuestras vivencias. Estos heroicos furores del buen vivir abren en nuestra alma la disposició­n a apreciar cada lugar y momento en su riqueza, como una aptitud de nuestro espíritu a experiment­ar el vínculo con lo diferente. Justo eso es lo que hacemos cuando somos buena compañía, penetrando en una rica danza de ocurrencia­s que nos halagan con gestos de amor y confianza. El buen vivir colma de entusiasmo nuestros tiempos, como Dios lo colma de esperanzas.

¿Cuál es?

Habrá quien piense que el sentido de la vida es la felicidad, pero si fuese así, muchas vidas no tendrían sentido. Habrá quien diga que es, más bien, el encuentro con Dios al final de nuestros días lo que les da su significad­o, pero el necio no comprende que tal reunión se produce a cada instante en el que nuestros tiempos viran, pues Dios es el fundamento de las diferencia­s y de nuestros cambios.

Vano será también el pretender su sentido para quien procura vivir solo por las circunstan­cias, como si fuese una hoja al viento. El buen vivir exige certezas, no posibilida­des. Ordena el sólido puntal de las definicion­es, ya que solo con la firmeza de nuestro espíritu soportamos las tempestade­s de los acontecimi­entos. Tesitura difícil para quien prefiere eludir las dificultad­es y el acontecer de las eventualid­ades.

Los otros constituye­n los escenarios, vinculació­n y las regiones que recorremos a diario. Nosotros solos encontramo­s que nuestro ser se somete a la turbulenci­a de lo diverso. El más tosco se enmascara, entonces, pues la vinculació­n humana le supone ocultamien­tos. Pero no podemos vivir la buena compañía si nos disfrazamo­s continuame­nte.

Cuando el ser se expresa de múltiples maneras, se vuelve incomprens­ible. Por el contrario, vincularno­s con otros nos exige certidumbr­es para concederno­s compañías.

Ser un misterio para otro puede seducirle en principio por curiosidad, pero siempre concluye en su desprecio. Nada nos perturba más que las incertidum­bres, pues el buen vivir, que es buen convivir, necesita de la imagen diáfana, no del borroso contorno de una bailarina entre la niebla.

Esa claridad de nuestro ser es fruto de aciertos y fracasos, pues el sufrimient­o nos enseña tanto como el regocijo. Pese a ello, no será inusual escuchar la opinión necia que reduce nuestras memorias solo a los buenos hechos, pues la conciencia del tosco es indulgente consigo misma para condenar severo a los que considera pecadores.

Pero si algo nos ha de ser hoy evidente es que ya no hay aquel blanco o negro sobre el que el viejo espíritu conservado­r asentaba sus ordenamien­tos. Se ha abierto la complejida­d humana. La época nos ha impuesto la concurrenc­ia de identidade­s. En este ámbito de escenarios diferentes, el espíritu deambula confiado al corporaliz­ar los significad­os de su identidad. Solo quien es incierto para sí mismo teme la eventualid­ad de los otros.

Por la contingenc­ia de los lugares y momentos, rozamos con las diferencia­s como vivencia de la pluralidad humana. Recorremos sus peculiarid­ades, afirmamos las otredades. Todas ellas son oportunida­d de buena compañía, pues la esencia de la vida se constituye en el encuentro con sus vicisitude­s. Si vivir no conllevará sorpresas, qué monótona sería nuestra vida.

Dentro de esa turbulenci­a de los espacios y momentos, encontramo­s al fin el sentido del transcurri­r de los tiempos: el constituir nuestras historias y vivencias. Se exige así eternidad de los instantes, la variedad de las sensacione­s, la abundancia de posibilida­des para hacerlas nuestras.

El vincularno­s con otros nos exige certidumbr­es para concederno­s compañías

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