¿Cuál es el sentido de la vida?
Pasamos nuestros tiempos entre experiencias y vivencias preguntándonos cuál es su sentido, sin comprender que este no es sino ese mismo transcurrir entre lugares y momentos, entre personas y otredades.
No entiende la vida quien piensa su sentido desde la muerte. Pues no es ella la que da dimensión a la vida, sino que es esta la que da magnitud a aquella. Para entender la vida, habrá que pensarla distinto, desde el buen vivir, ese que nos lleva a concluir que el significado de nuestro años no está hecho, sino más bien haciéndose.
Es correcto, entonces, el existir intensamente, pues no hay otro talante que aporte más sentido para la vida que la intensidad de aquellas emociones por las cuales nuestros trances perduran en el alma más tiempo que los simples recuerdos. La magnitud de nuestras experiencias constituye nuestras vivencias. Estos heroicos furores del buen vivir abren en nuestra alma la disposición a apreciar cada lugar y momento en su riqueza, como una aptitud de nuestro espíritu a experimentar el vínculo con lo diferente. Justo eso es lo que hacemos cuando somos buena compañía, penetrando en una rica danza de ocurrencias que nos halagan con gestos de amor y confianza. El buen vivir colma de entusiasmo nuestros tiempos, como Dios lo colma de esperanzas.
¿Cuál es?
Habrá quien piense que el sentido de la vida es la felicidad, pero si fuese así, muchas vidas no tendrían sentido. Habrá quien diga que es, más bien, el encuentro con Dios al final de nuestros días lo que les da su significado, pero el necio no comprende que tal reunión se produce a cada instante en el que nuestros tiempos viran, pues Dios es el fundamento de las diferencias y de nuestros cambios.
Vano será también el pretender su sentido para quien procura vivir solo por las circunstancias, como si fuese una hoja al viento. El buen vivir exige certezas, no posibilidades. Ordena el sólido puntal de las definiciones, ya que solo con la firmeza de nuestro espíritu soportamos las tempestades de los acontecimientos. Tesitura difícil para quien prefiere eludir las dificultades y el acontecer de las eventualidades.
Los otros constituyen los escenarios, vinculación y las regiones que recorremos a diario. Nosotros solos encontramos que nuestro ser se somete a la turbulencia de lo diverso. El más tosco se enmascara, entonces, pues la vinculación humana le supone ocultamientos. Pero no podemos vivir la buena compañía si nos disfrazamos continuamente.
Cuando el ser se expresa de múltiples maneras, se vuelve incomprensible. Por el contrario, vincularnos con otros nos exige certidumbres para concedernos compañías.
Ser un misterio para otro puede seducirle en principio por curiosidad, pero siempre concluye en su desprecio. Nada nos perturba más que las incertidumbres, pues el buen vivir, que es buen convivir, necesita de la imagen diáfana, no del borroso contorno de una bailarina entre la niebla.
Esa claridad de nuestro ser es fruto de aciertos y fracasos, pues el sufrimiento nos enseña tanto como el regocijo. Pese a ello, no será inusual escuchar la opinión necia que reduce nuestras memorias solo a los buenos hechos, pues la conciencia del tosco es indulgente consigo misma para condenar severo a los que considera pecadores.
Pero si algo nos ha de ser hoy evidente es que ya no hay aquel blanco o negro sobre el que el viejo espíritu conservador asentaba sus ordenamientos. Se ha abierto la complejidad humana. La época nos ha impuesto la concurrencia de identidades. En este ámbito de escenarios diferentes, el espíritu deambula confiado al corporalizar los significados de su identidad. Solo quien es incierto para sí mismo teme la eventualidad de los otros.
Por la contingencia de los lugares y momentos, rozamos con las diferencias como vivencia de la pluralidad humana. Recorremos sus peculiaridades, afirmamos las otredades. Todas ellas son oportunidad de buena compañía, pues la esencia de la vida se constituye en el encuentro con sus vicisitudes. Si vivir no conllevará sorpresas, qué monótona sería nuestra vida.
Dentro de esa turbulencia de los espacios y momentos, encontramos al fin el sentido del transcurrir de los tiempos: el constituir nuestras historias y vivencias. Se exige así eternidad de los instantes, la variedad de las sensaciones, la abundancia de posibilidades para hacerlas nuestras.
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El vincularnos con otros nos exige certidumbres para concedernos compañías