Cara a cara
Cuenta Neruda que, en medio de la guerra civil española, su amigo el poeta Pedro Garfias acabó desterrado en el castillo de un lord escocés. Solo, siempre solo, la peor de las condenas para un andaluz. Todas las noches iba a la taberna del condado a beberse silenciosamente sus cervezas, pues no hablaba una palabra de inglés. Con el tiempo, llamó la atención del tabernero que un día, cuando cerraba, le pidió quedarse para seguir bebiendo juntos frente a la chimenea, que hacía el único sonido entre los dos.
Aquello se hizo un rito. El tabernero, sin mujer ni hijos, estaba tan solo como él. Poco a poco sus lenguas se desataron. Garfias le hablaba de la guerra, maldecía, lloraba, mientras el escocés le escuchaba atento, sin entender ni papa, pero reciprocándole con quién sabe qué historias suyas de desventuras y derrotas. Verse cada noche y hablar hasta el amanecer se convirtió en una necesidad. Cuando el poeta debió partir a México, se despidieron bebiendo, abrazándose y llorando. Neruda cierra el relato con las palabras de su amigo: “Nunca entendí una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la sensación, la certeza de comprenderlo. Y cuando yo hablaba, estaba seguro de que él también me comprendía a mí”.
Evoco esta historia en la época del phubbing, el arte de hablar con otras personas sin levantar la mirada del teléfono. La evoco tras leer En defensa de la conversación, el último y sólidamente fundamentado libro de Sherry Turkle, psicóloga de Harvard y profesora del MIT, con 40 años investigando el impacto sobre el ser humano de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Como sintetizó The Guardian, el de Turkle no es un alegato contra la tecnología, pero sí uno a favor de la conversación de la que esa tecnología nos está alejando. La insustituible conversación cara a cara, con copresencia de los interlocutores, completamente dedicados, mientras ocurre, a ese acto comunicativo. Es a eso a lo único que, en adelante, llamaré conversación. La única en la que la forma de una sonrisa o de un ceño fruncido libera elementos químicos que afectan nuestro estado mental, y en el transcurso de la cual nuestras neuronas espejo se disparan conforme actuamos y observamos actuar a otros.
Pérdida de destrezas.
La autora advierte sobre una pérdida de importantes destrezas relacionada con el abandono de la conversación. Destrezas que se requieren para ejercer la ciudadanía e, incluso, para que uno establezca relaciones saludables con otros y consigo mismo. Sobre lo primero, el ejercicio de la ciudadanía, que para serlo debe ser informada, ya nos han advertido la editora en jefe de The Guardian, Katharine Viner, y la profesora de economía de Sciences Po Julia Cagé: Internet está destruyendo el periodismo. A ellas se suma Nina Burleigh, corresponsal de Newsweek, cuyo énfasis ha estado en el uso del Big Data, la tribalización de la esfera pública, la creación de cámaras de eco y la ruptura de la ventana de Overton; una distópica psicopolítica ya denunciada por el filósofo Byung-Chul Han en La sociedad de la transparencia y En el enjambre. Todos dicen lo mismo: es imposible la democracia sin periodismo profesional y sin espacio para la disidencia, y esta no es posible sin libertad de pensamiento y sin privacidad.
Turkle va más allá. Dice que nuestra interacción en las redes sociales condiciona nuestra manera de percibir los asuntos públicos: nos lleva a ver el mundo como una sucesión de crisis aisladas que requieren una intervención inmediata. De hecho Twitter surgió de la pasión de uno de sus cofundadores por los radios de la policía. Describir las cosas como una emergencia ayuda a que te presten atención, pero no a captar las múltiples dimensiones de cualquier fenómeno. Apresurados, nos saltamos la conversación necesaria: ¿Qué ha causado el problema? ¿Qué intereses hay en juego? Los planteos de las recolecciones digitales de firmas son fáciles, pero sobre el terreno no hay soluciones fáciles, solo fricción, complejidad, historia.
La ilusión de cambiar el mundo con un clic se estrella con la realidad: la acción política requiere disciplina, compromiso, sacrificios y mucha, mucha paciencia. A menudo, dar dos pasos adelante y uno atrás. Tras años de optimismo ciberdemocrático, constatamos una desmovilización de los movimientos sociales y una generalizada frustración con la política, a la que se percibe “demasiado lenta”. La participación de las nuevas generaciones es intermitente y fragmentaria. Apoyan causas puntuales, pero la política es construcción del mundo común.
Huir del conflicto.
El impacto social, familiar y personal es más grave. Turkle afirma que estamos huyendo de la conversación porque huimos del conflicto, de los momentos incómodos y porque, para no asumir los riesgos de la espontaneidad, queremos tener mayor control sobre nuestras interacciones y la imagen que proyectamos (un pésame en WhatsApp se puede editar, uno cara a cara en la funeraria no). Queremos compañía sin tensión. Es el “exceso de positividad” del que habla Han. Pero las personas necesitamos aprender a manejar el conflicto y poder expresar nuestras ideas sin autocensurarnos. Autenticidad es la palabra y, a diferencia de los frenos que impone la cultura del “comparto, luego existo”, la conversación es el espacio óptimo para ella. La autopresentación cuidada restringe la sinceridad. En el diario se escribían cosas que jamás se publicarían en Facebook.
Cuando Turkle insiste en el valor de la conversación familiar, está pensando en los niños. En ella aprenden a ver a los demás como seres individuales distintos de sí mismos, dignos de ser escuchados. La mesa es un campo de entrenamiento de la empatía, del desarrollo de la capacidad innata para deducir cómo se siente una persona a partir no solo de lo que dice sino de cómo lo dice.
Abandonados a su tablets y motores de búsqueda, los niños están aprendiendo que la información es el objetivo final, la clave para resolver las cosas. La conversación familiar enseña al niño otra cosa: conversar con sus padres, aun en los casos en que ello no le provea la información requerida, es una experiencia de compromiso, una relación. La argamasa del tejido social es la confianza y esta se construye conforme conversamos. Se crean vínculos fuertes con personas con quienes se comparte un largo historial de conversaciones. En la adolescencia nuestra hija aprenderá que mi esposa y yo no pensamos en ella todo el tiempo y que tenemos otras cosas que nos preocupan e interesan, pero saber que puede tener nuestra atención siempre que la necesite, la hará crecer más segura.
Conectados.
Es paradójico, pero a la vez que huimos de la conversación, queremos estar siempre conectados. Nos aterroriza la soledad y el aburrimiento. Pero la soledad es necesaria para la construcción de una estructura de personalidad estable. Desarrollar capacidad para la soledad es una de las tareas más importantes de la infancia. Únicamente en soledad uno se conoce y aprende a disfrutarse. Lo que la psicología del desarrollo defendía lo ha confirmado la neurociencia: solo cuando estamos a solas con nuestros pensamientos activamos la parte del cerebro dedicada a construir un sentido estable de nuestro pasado autobiográfico.
Lo que me recuerda que Ortega describía al “hombre masa” como uno “vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado (…). Más que un hombre, es solo un caparazón de hombre (…) carece de un ‘dentro’, de una intimidad suya (…) de un fondo insobornable. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa”. Necesitamos momentos en que no estemos conectados para desarrollar la metacognición: evaluar (pensar) críticamente sobre nuestros pensamientos. Lo necesitamos, también, para aburrirnos. Para la creatividad y la innovación es necesario aburrirse y ello es imposible con un teléfono móvil siempre en la mano. Somos vulnerables a las gratificaciones emocionales que nos ofrece y recibimos recompensas neuroquímicas con la constante estimulación que nos proporciona.
En suma, necesitamos menos transparencia y más intimidad. Menos conexión y más conversación. Y aun escribiéndolo, no me puedo salir de Facebook. Me tiene atrapado. Si me salgo, me enteraré muchísimo menos de lo que está pasando (el ámbito de cobertura de los medios tradicionales es más pequeño), pero, sobre todo, perderé contacto con muchas personas con las que interactúo poquísimo pero que siempre “sé” cómo están porque las “veo” en Facebook.
Gente a la que quiero, con la que compartí etapas importantes de mi vida y de las que, si no fuera por Facebook, no sabría nada, porque difícilmente podría reunirme con ellas ni siquiera una vez al año. Mis ocupaciones y las de ellas lo impiden, no permiten otro tipo de interacción (salvo con mi familia cercana y unos pocos compañeros de trabajo) que esa constante y superficial de Facebook. Tenemos un problema.
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Son muchas las consecuencias de hablar con otros sin levantar la mirada del teléfono