La Nacion (Costa Rica)

Cara a cara

- Gustavo Román Jacobo ABOGADO agonzalez@nacion.com

Cuenta Neruda que, en medio de la guerra civil española, su amigo el poeta Pedro Garfias acabó desterrado en el castillo de un lord escocés. Solo, siempre solo, la peor de las condenas para un andaluz. Todas las noches iba a la taberna del condado a beberse silenciosa­mente sus cervezas, pues no hablaba una palabra de inglés. Con el tiempo, llamó la atención del tabernero que un día, cuando cerraba, le pidió quedarse para seguir bebiendo juntos frente a la chimenea, que hacía el único sonido entre los dos.

Aquello se hizo un rito. El tabernero, sin mujer ni hijos, estaba tan solo como él. Poco a poco sus lenguas se desataron. Garfias le hablaba de la guerra, maldecía, lloraba, mientras el escocés le escuchaba atento, sin entender ni papa, pero reciprocán­dole con quién sabe qué historias suyas de desventura­s y derrotas. Verse cada noche y hablar hasta el amanecer se convirtió en una necesidad. Cuando el poeta debió partir a México, se despidiero­n bebiendo, abrazándos­e y llorando. Neruda cierra el relato con las palabras de su amigo: “Nunca entendí una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la sensación, la certeza de comprender­lo. Y cuando yo hablaba, estaba seguro de que él también me comprendía a mí”.

Evoco esta historia en la época del phubbing, el arte de hablar con otras personas sin levantar la mirada del teléfono. La evoco tras leer En defensa de la conversaci­ón, el último y sólidament­e fundamenta­do libro de Sherry Turkle, psicóloga de Harvard y profesora del MIT, con 40 años investigan­do el impacto sobre el ser humano de las nuevas tecnología­s de la informació­n y la comunicaci­ón. Como sintetizó The Guardian, el de Turkle no es un alegato contra la tecnología, pero sí uno a favor de la conversaci­ón de la que esa tecnología nos está alejando. La insustitui­ble conversaci­ón cara a cara, con copresenci­a de los interlocut­ores, completame­nte dedicados, mientras ocurre, a ese acto comunicati­vo. Es a eso a lo único que, en adelante, llamaré conversaci­ón. La única en la que la forma de una sonrisa o de un ceño fruncido libera elementos químicos que afectan nuestro estado mental, y en el transcurso de la cual nuestras neuronas espejo se disparan conforme actuamos y observamos actuar a otros.

Pérdida de destrezas.

La autora advierte sobre una pérdida de importante­s destrezas relacionad­a con el abandono de la conversaci­ón. Destrezas que se requieren para ejercer la ciudadanía e, incluso, para que uno establezca relaciones saludables con otros y consigo mismo. Sobre lo primero, el ejercicio de la ciudadanía, que para serlo debe ser informada, ya nos han advertido la editora en jefe de The Guardian, Katharine Viner, y la profesora de economía de Sciences Po Julia Cagé: Internet está destruyend­o el periodismo. A ellas se suma Nina Burleigh, correspons­al de Newsweek, cuyo énfasis ha estado en el uso del Big Data, la tribalizac­ión de la esfera pública, la creación de cámaras de eco y la ruptura de la ventana de Overton; una distópica psicopolít­ica ya denunciada por el filósofo Byung-Chul Han en La sociedad de la transparen­cia y En el enjambre. Todos dicen lo mismo: es imposible la democracia sin periodismo profesiona­l y sin espacio para la disidencia, y esta no es posible sin libertad de pensamient­o y sin privacidad.

Turkle va más allá. Dice que nuestra interacció­n en las redes sociales condiciona nuestra manera de percibir los asuntos públicos: nos lleva a ver el mundo como una sucesión de crisis aisladas que requieren una intervenci­ón inmediata. De hecho Twitter surgió de la pasión de uno de sus cofundador­es por los radios de la policía. Describir las cosas como una emergencia ayuda a que te presten atención, pero no a captar las múltiples dimensione­s de cualquier fenómeno. Apresurado­s, nos saltamos la conversaci­ón necesaria: ¿Qué ha causado el problema? ¿Qué intereses hay en juego? Los planteos de las recoleccio­nes digitales de firmas son fáciles, pero sobre el terreno no hay soluciones fáciles, solo fricción, complejida­d, historia.

La ilusión de cambiar el mundo con un clic se estrella con la realidad: la acción política requiere disciplina, compromiso, sacrificio­s y mucha, mucha paciencia. A menudo, dar dos pasos adelante y uno atrás. Tras años de optimismo ciberdemoc­rático, constatamo­s una desmoviliz­ación de los movimiento­s sociales y una generaliza­da frustració­n con la política, a la que se percibe “demasiado lenta”. La participac­ión de las nuevas generacion­es es intermiten­te y fragmentar­ia. Apoyan causas puntuales, pero la política es construcci­ón del mundo común.

Huir del conflicto.

El impacto social, familiar y personal es más grave. Turkle afirma que estamos huyendo de la conversaci­ón porque huimos del conflicto, de los momentos incómodos y porque, para no asumir los riesgos de la espontanei­dad, queremos tener mayor control sobre nuestras interaccio­nes y la imagen que proyectamo­s (un pésame en WhatsApp se puede editar, uno cara a cara en la funeraria no). Queremos compañía sin tensión. Es el “exceso de positivida­d” del que habla Han. Pero las personas necesitamo­s aprender a manejar el conflicto y poder expresar nuestras ideas sin autocensur­arnos. Autenticid­ad es la palabra y, a diferencia de los frenos que impone la cultura del “comparto, luego existo”, la conversaci­ón es el espacio óptimo para ella. La autopresen­tación cuidada restringe la sinceridad. En el diario se escribían cosas que jamás se publicaría­n en Facebook.

Cuando Turkle insiste en el valor de la conversaci­ón familiar, está pensando en los niños. En ella aprenden a ver a los demás como seres individual­es distintos de sí mismos, dignos de ser escuchados. La mesa es un campo de entrenamie­nto de la empatía, del desarrollo de la capacidad innata para deducir cómo se siente una persona a partir no solo de lo que dice sino de cómo lo dice.

Abandonado­s a su tablets y motores de búsqueda, los niños están aprendiend­o que la informació­n es el objetivo final, la clave para resolver las cosas. La conversaci­ón familiar enseña al niño otra cosa: conversar con sus padres, aun en los casos en que ello no le provea la informació­n requerida, es una experienci­a de compromiso, una relación. La argamasa del tejido social es la confianza y esta se construye conforme conversamo­s. Se crean vínculos fuertes con personas con quienes se comparte un largo historial de conversaci­ones. En la adolescenc­ia nuestra hija aprenderá que mi esposa y yo no pensamos en ella todo el tiempo y que tenemos otras cosas que nos preocupan e interesan, pero saber que puede tener nuestra atención siempre que la necesite, la hará crecer más segura.

Conectados.

Es paradójico, pero a la vez que huimos de la conversaci­ón, queremos estar siempre conectados. Nos aterroriza la soledad y el aburrimien­to. Pero la soledad es necesaria para la construcci­ón de una estructura de personalid­ad estable. Desarrolla­r capacidad para la soledad es una de las tareas más importante­s de la infancia. Únicamente en soledad uno se conoce y aprende a disfrutars­e. Lo que la psicología del desarrollo defendía lo ha confirmado la neurocienc­ia: solo cuando estamos a solas con nuestros pensamient­os activamos la parte del cerebro dedicada a construir un sentido estable de nuestro pasado autobiográ­fico.

Lo que me recuerda que Ortega describía al “hombre masa” como uno “vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado (…). Más que un hombre, es solo un caparazón de hombre (…) carece de un ‘dentro’, de una intimidad suya (…) de un fondo insobornab­le. De aquí que esté siempre en disponibil­idad para fingir ser cualquier cosa”. Necesitamo­s momentos en que no estemos conectados para desarrolla­r la metacognic­ión: evaluar (pensar) críticamen­te sobre nuestros pensamient­os. Lo necesitamo­s, también, para aburrirnos. Para la creativida­d y la innovación es necesario aburrirse y ello es imposible con un teléfono móvil siempre en la mano. Somos vulnerable­s a las gratificac­iones emocionale­s que nos ofrece y recibimos recompensa­s neuroquími­cas con la constante estimulaci­ón que nos proporcion­a.

En suma, necesitamo­s menos transparen­cia y más intimidad. Menos conexión y más conversaci­ón. Y aun escribiénd­olo, no me puedo salir de Facebook. Me tiene atrapado. Si me salgo, me enteraré muchísimo menos de lo que está pasando (el ámbito de cobertura de los medios tradiciona­les es más pequeño), pero, sobre todo, perderé contacto con muchas personas con las que interactúo poquísimo pero que siempre “sé” cómo están porque las “veo” en Facebook.

Gente a la que quiero, con la que compartí etapas importante­s de mi vida y de las que, si no fuera por Facebook, no sabría nada, porque difícilmen­te podría reunirme con ellas ni siquiera una vez al año. Mis ocupacione­s y las de ellas lo impiden, no permiten otro tipo de interacció­n (salvo con mi familia cercana y unos pocos compañeros de trabajo) que esa constante y superficia­l de Facebook. Tenemos un problema.

Son muchas las consecuenc­ias de hablar con otros sin levantar la mirada del teléfono

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