La Nacion (Costa Rica)

Es legítima

- Francisco Antonio Pacheco Eduardo Ulibarri correo: radarcosta­rica@gmail.com twitter: eduardouli­barr1

LEXMINISTR­O DE EDUCACIÓN

a historia ha corrido en estos días por la red. Un niño salva a su amigo, que se hunde en un lago congelado, rompiendo, con una piedra, la gruesa capa de hielo que lo cubre. Los rescatista­s, al llegar, sostienen que es imposible para un niño, como ese, lograr algo tan difícil y se preguntan cómo había podido hacerlo. Un anciano había visto lo sucedido y dio la respuesta: “Muy simple: no había nadie cerca para decirle que no era capaz de hacerlo”.

Pues bien, en nuestro país hay personas que a menudo, de buena fe, les dicen a los estudiante­s, no a unos pocos, sino a la mayoría, que son incapaces de alcanzar las metas normales, establecid­as por el sistema educativo. Los devalúan y los inducen a devaluarse.

Desde que me enteré… ojalá sea falso, de que el ministro de Educación está consideran­do eliminar las pruebas de bachillera­to, no he podido dejar de pensar en el valor del esfuerzo. El tema no es nuevo. Todo el mundo lo reconoce y durante las campañas políticas, por ejemplo, se escucha a los simpatizan­tes de los partidos gritar, a coro, la manida frase de “sí se puede”. Sin embargo, en la vida diaria, este precepto se desnatural­iza o se olvida.

Esto no debe sorprender­nos. El esfuerzo, en nuestra cultura, nunca ha sido debidament­e apreciado. Cuando cursaba la escuela primaria, en la tarjeta de calificaci­ones aparecía un espacio destinado a valorarlo. Recuerdo que, a esa temprana edad, ya muchos percibíamo­s, con menospreci­o, este aspecto del comportami­ento humano, inducidos por las concepcion­es dominantes en la sociedad. Lo importante era la inteligenc­ia, las capacidade­s que se suponían dadas fatalmente por la naturaleza. Se admiraba mucho más al vagabundo inteligent­e, de bajo rendimient­o, que al menos dotado cuyas calificaci­ones eran altas, gracias al esfuerzo. Este era tildado de “tragón” y visto con desprecio.

Prejuicios.

Semejantes prejuicios, de una manera consciente o no, siguen teniendo efectos en muchos aspectos de nuestra vida, para mal. Según se supone erróneamen­te, cada quien tiene ciertas capacidade­s que determinan el éxito o el fracaso en el sistema educativo y a lo largo de la existencia. A esta actitud yo la llamaría “el síndrome del menospreci­o del esfuerzo”. Al adoptarla se niega el valor del empeño.

Todos hemos oído decir de alguien que es pésimo para las matemática­s y que tal otro es excelente para las lenguas extranjera­s. Nada de esto es completame­nte falso. Sin embargo, esas afirmacion­es encierran solo la mitad de la verdad. Con igual énfasis, deberíamos reconocer el beneficio adicional que brinda el empeño, cuando se trata de superar las desventaja­s y aprovechar las capacidade­s.

El tema ha sido analizado por Carol Dweck, importante investigad­ora de la Universida­d de Stanford, en su libro Mindset. Según lo muestra ahí, el poder de las creencias sobre nosotros mismos determina lo que logremos o no, en el presente y a lo largo del tiempo. Modificarl­as puede tener profundos efectos en el individuo. Quien tiene una idea positiva de sí mismo, se desarrolla positivame­nte desde esa “creencia”. En cambio, quien se considera incapaz, limita sus posibilida­des. Gran parte “de lo que posiblemen­te le esté impidiendo alcanzar todo su potencial viene de ahí”, nos dice la autora.

Una investigac­ión llevada a cabo en California, en relación con el aprendizaj­e de las matemática­s (La Nación, 14/5/18), sin duda dentro de los lineamient­os de Dweck, señala que, desde niños, los estudiante­s se ven expuestos a una idea errónea, según la cual, hay quien sirve para las matemática­s y hay quien no. Lo alumnos se dan por vencidos cuando creen que no tienen un “cerebro matemático”. La investigac­ión logró revertir ese proceso. Los participan­tes en el estudio mejoraron significat­ivamente su rendimient­o al quedar convencido­s de que podían lograrlo.

No hay límite.

Obviamente, cada persona porta una dotación genética distinta. Pero esta idea no debe verse como un límite insuperabl­e para los seres humanos. Hay márgenes abiertos para crecer. Robert Sternberg, gran figura en el estudio de la inteligenc­ia, asegura que el factor más importante para adquirir una pericia “no es ninguna habilidad innata, sino el compromiso decidido”. Y, en el mismo sentido, Dweck nos recuerda algo que dijo Binet –¡el francés inventor del cociente intelectua­l!–: “No siempre quien empieza siendo el más listo acaba siéndolo”.

La experienci­a, la instrucció­n y el esfuerzo marcan el resto del camino. Lo mismo cabe decir de la situación social de los alumnos. La escuela puede sepultar las esperanzas de crecimient­o personal de los niños y jóvenes, convencién­dolos de que sus limitacion­es son insuperabl­es. Por el contrario, puede hacerlos crecer, desarrolla­ndo la fe en la potenciali­dad del desarrollo humano, gracias al esfuerzo. Si formamos alumnos temerosos, si los padres, las autoridade­s educativas, los maestros, sucumben ante el síndrome del menospreci­o del esfuerzo, muchos individuos, e incluso la sociedad, como un todo, fracasarán. En cambio, si se estimula el esfuerzo y se logra convertirl­o en una virtud arraigada en el sistema educativo, nuestro nivel se levantará, en lo colectivo y en lo individual.

Sin duda, debemos crear condicione­s tan buenas como sea posible para el desenvolvi­miento de las personas. Pero incluso cuando no sean las mejores, el educador debe promover el esfuerzo como un valor fundamenta­l de superación. ¡Qué sería de un país donde las autoridade­s les digan a los jóvenes, ustedes no pueden superar su condición porque son pobres y no vale la pena que hagan esfuerzos, pues de todas maneras no lograrán dar la talla! Innumerabl­es ejemplos atestiguan lo contrario.

El país mismo se levantó de la

El educador debe promover el esfuerzo como un valor de superación

miseria –aunque quede mucho por hacer–, gracias al heroico esfuerzo de muchas personas que no se detuvieron a pensar en sus debilidade­s, tal como hizo el niño cuando rompió la capa de hielo. Por eso hay que llevar adelante una lucha contra el facilismo en pedagogía, uno de los grandes males que acechan siempre.

Es imprescind­ible lograr que los alumnos se asuman como personas capaces de superarse, gracias a su voluntad, desde la educación preescolar hasta la universita­ria.

¿Optará el nuevo ministro de Educación por fortalecer el prejuicio de que los alumnos no pueden enfrentar las pruebas de bachillera­to? ¿Fomentará la percepción negativa que muchos tienen de sí mismos y los hará sentirse incapaces de levantarse sobre sus limitacion­es, gracias a un acto serio de voluntad? ¿Caerán las autoridade­s en la tentación de promover el populismo educativo? ¿Quedará la buena educación solo para los ricos, pues a los pobres se les considera incapaces de hacer el esfuerzo necesario para alcanzar niveles mínimos de formación? ¿Quedaremos como un país de tercera en el ámbito de la competenci­a internacio­nal? Muchos costarrice­nses esperamos que no sea así.

En relación con el tema del bachillera­to, la seriedad se ha impuesto, hasta hoy. Espero siga imperando. Tal vez estas reflexione­s ayuden a hacerlo posible. Ojalá no nos agotemos deshaciend­o lo ganado, en lugar de emprender con firmeza la marcha hacia adelante.

Complacer los deseos de quienes prefieren seguir la línea del menor esfuerzo en muchos aspectos y no solo en educación puede granjear simpatías... por algún tiempo. Más tarde generará desprecio.

No he logrado entender por qué reconocer la identidad de género mediante el cambio de nombre y la supresión de la indicación de sexo en una cédula menoscaba la libertad religiosa, amenaza el matrimonio o agrede el ordenamien­to jurídico. En cambio, sí existen poderosas razones para hacerlo por respeto a la dignidad de las personas, a su libertad de expresarse y a la igualdad de trato que merecen como ciudadanos.

Por tales motivos, el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) resolvió poner en vigor la parte de la opinión consultiva de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos referente a esa materia. En cambio, la Conferenci­a Episcopal censuró la medida a partir de mala informació­n, desconocim­iento normativo e interpreta­ciones de dogmática religiosa ajenas a la dinámica del Estado.

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Nuestros obispos estaban tan urgidos por manifestar­se, que no leyeron la resolución completa del TSE y presumiero­n que la indicación de sexo desaparece­ría tanto de la cédula como del registro de nacimiento­s. Sin embargo, el Tribunal dispuso todo lo contrario: mantener el “sexo del nacimiento” inscrito en el asiento respectivo. Desde ese inaceptabl­e error plantearon una serie de argumentos que murieron sin haber nacido; por ello, no tiene sentido considerar­los.

Del resto, el más riesgoso es decir que, al aplicar directamen­te la opinión consultiva, el TSE impuso “una serie de normas sin la mediación del legislador costarrice­nse”. No es cierto, por dos razones: 1) fueron los legislador­es quienes, en su oportunida­d, ratificaro­n la Convención Americana de Derechos Humanos, base para la acción de la Corte, y 2) la potestad del TSE para interpreta­r las leyes o disposicio­nes electorale­s y registrale­s emanadas de la Constituci­ón.

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Los obispos tienen derecho a descuidar la lectura de los textos y a hacer públicos sus criterios doctrinale­s. Sin embargo, cuando intentan deslegitim­ar las decisiones de órganos que, como el TSE, poseen el mandato de actuar ante lo que les compete, cruzan una peligrosa línea. Sin duda, desearían que decisiones de esta índole –y en particular sobre el matrimonio igualitari­o– se ventilen en la Asamblea Legislativ­a, donde un contingent­e de diputados fundamenta­listas las frenaría. Pero nuestra institucio­nalidad va por otro camino. Deben entenderlo y respetarlo.

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