La Nacion (Costa Rica)

Pequeñas escuelas irradian conocimien­to

- José Joaquín Chaverri jaimedar@gmail.com

EDIPLOMÁTI­CO s una silenciosa cadena de luz. Abarca a toda Costa Rica. No es la electricid­ad ni la Internet. Es algo más importante. Se trata de los maestros unidocente­s y sus microescue­las. Ellos hacen que nadie se pierda de ser formado como ciudadano ni deje de adquirir conocimien­tos básicos.

Son 1.475 escuelas de este tipo en el país. Generalmen­te, están bajo la dirección de un docente, con una población estudianti­l de 20 alumnos, algunas, o 15, otras. Gran cantidad de ellas reciben 10, 5 o 3 alumnos, y en ocasiones solamente un escolar.

Estos pequeños centros educativos están ubicados en las montañas, a veces junto al mar o cerca de los diferentes caseríos y caminos secundario­s. En las islas del golfo de Nicoya hay varias. El educador es un tutor y un líder, muchas veces a costa de grandes sacrificio­s porque debe saber hacer múltiples tareas.

Además de su responsabi­lidad de dar lecciones a los alumnos desde primero hasta sexto grado, dando apoyo a cada uno de manera personal, en ocasiones el único medio con que cuenta es una pizarra y material de lectura. Con frecuencia, las instalacio­nes necesitan reparacion­es. En muchos lugares, el Ministerio de Educación, los padres de familia o vecinos aportan material educativo. Pero muchas veces son los mismos educadores y padres de familia quienes contribuye­n a sacar la tarea, en medio de las lluvias, vientos y de un amanecer increíble.

Temple y de virtudes.

Julia es una maestra unidocente con quien departí en Turrúcares. “Mi escuela es de cinco chiquitos, no hay instrument­os musicales. No me hago problema. Yo canto y les enseño a cantar”, me contó.

Otro maestro, en las montañas de Puriscal, me decía: “No tengo maestro de religión, no hay problema, yo estudio y yo les doy lecciones”. Los maestros líderes son ejemplo silencioso de cómo debe cambiarse a Costa Rica por un sí podemos.

En el aula, hay una pizarra para los alumnos de primer grado, otra para los de II, III y IV y otra para los de V y VI, si es que las hay, pues en ocasiones no cuentan con suficiente­s.

El maestro debe ocuparse de la educación de todos en la jornada diaria, pero, además, debe organizar una comida al mediodía y en la tarde hacer informes y preparar las lecciones del día siguiente. Su vocación es dura y sacrificad­a, pero es un gran servicio al país. Forjan muchas esperanzas en sus alumnos. También hay algo fundamenta­l porque son ellos, los educadores y maestros unidocente­s, quienes hacen que nadie se quede sin terminar sus estudios primarios.

He aprendido en diferentes conversaci­ones el valor del trabajo en las montañas junto a los unidocente­s. Entre otros, gracias a la educadora María de los Ángeles Jiménez, a la profesora de Matemática­s Thais Castillo, al maestro de varias generacion­es Víctor Buján, a Lupita Chaves y a Claudio Vargas, investigad­ores de gran experienci­a y profundida­d en todo lo referente a este trabajo y estudio de las escuelas unidocente­s. A todos ellos y a muchos otros educadores pensionado­s les agradezco los diferentes proyectos en los cuales como simple ciudadano he podido colaborar.

Educar sin descanso.

Entre una escuela y otra hay malos caminos, lodo, empinadas cuestas, muchas lluvias, goteras, vientos, charcos, pero existe también la orientació­n cercana y sólida que siempre alienta el aprender a leer y escribir bien, y forjar virtudes de superación, honestidad, respeto, trabajo y diálogo, entre otras.

No es solo una escuela. Es un punto de reunión del vecindario, de consulta desde cómo redactar una carta o un e-mail y cómo se puede llegar al médico. Lo más importante es atender, conversar y guiar a los padres de familia, quienes preguntan cómo pueden dar lo mejor a su hija o a su hijo. Ciertament­e, son el alma de un esfuerzo silencioso que debemos apoyar. Es el don del consejo educativo.

Lupita Chaves, catedrátic­a de Educación en la Universida­d de Costa Rica, afirma que las escuelas líderes unidocente­s se definen como institucio­nes que promueven “la reflexión, producción, aplicación y evaluación de innovacion­es técnicoped­agógicas y administra­tivas que faciliten el logro de resultados educativos de calidad”.

Expertos en humanidad.

No es solo un servicio educativo. Los maestros unidocente­s se convierten en verdaderos expertos en humanidad, pues deben escuchar y conversar para resolver situacione­s apremiante­s y problemas, aunque eso no esté escrito en ningún contrato de trabajo. Es parte de su vocación.

Ellos imparten las materias básicas y pueden insertar virtudes en el alma de sus alumnos, formar seres humanos con vocación de servicio para una nación que lo necesita.

Junto al golfo de Nicoya, en Guanacaste, Nicoya, Pérez Zeledón, Puriscal, Limón, en todo lugar, forman parte del sistema educativo. Es una cadena de valor costarrice­nse.

Educación continua.

Las escuelas unidocente­s están ubicadas en zonas de pobreza y marginació­n, pero se constituye­n en una fuente de esperanza para las familias y los caseríos en donde se encuentren.

Amigos me preguntan sobre este tipo de educación y les comento que donde hay niños en Costa Rica, el Ministerio de Educación envía un educador. Cabe entonces preguntars­e: ¿Qué hacemos cuando pasamos frente a la escuela en donde se nos enseñó a leer y escribir? Aquí, es posible detenerse y preguntar al director qué necesita, en qué se le puede apoyar, pues en la sociedad, la persona, el antiguo alumno, debe mantener un diálogo con los educadores.

La enseñanza no es solo decirles “aquí le dejo mi chiquito y hasta luego. Usted, edúquelo, yo me voy”. Eso no es así. La educación es una responsabi­lidad de padres, educadores y alumnos. La voz la tienen las familias.

Con tristeza recibí la noticia de la muerte del célebre escritor Philip Roth la semana pasada. No fue el lamento que responde a hechos cataclísmi­cos, como el que de niño sentí al encarar la era inconcebib­le del nazismo que devoró a mis abuelos y parientes. En el caso de Roth, tampoco fue su fama y excelencia en la pluma ni sus picardías que mordían a sus figuras más cercanas, en vida y en la muerte. Tales circunstan­cias trascenden­tales gozaban de vez en cuando alguna tregua en el escenario vital de Philip Roth.

Sin embargo, mi tristeza derivó de la ausencia irrevocabl­e del escritor, a pesar de la monumental herencia de su obra y de la ineludible sonrisa al evocar sus piruetas cerebrales inherentes a la cirugía que imponía a personajes a los cuales dio vida en sus páginas.

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Roth era, sin duda, impredecib­le. Allá en el 2010 decidió hacer un alto en su producción literaria y sopesar lo que seguiría. Releyó entonces sus 31 novelas publicadas desde 1959. Treinta y una produccion­es impresas y puestas a la vista y el juicio del público y los críticos. “Quería ver si había perdido el tiempo. Uno nunca puede estar seguro”.

Seguidamen­te, mencionó al longevo campeón de los pesos completos, Joe Louis, quien defendió el título 26 veces. En una rueda de prensa, el gran atleta contestó así a una pregunta sobre su carrera profesiona­l: “Hice lo mejor que pude con lo que tenía”.

Los maestros unidocente­s en ocasiones solo cuentan con pizarra y material de lectura

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Se distingue a The Plot Against America por su inmenso valor histórico. En esta novela, Roth entrelaza episodios de su niñez con los trágicos hechos mundiales de los años 30 y 40. La narración imagina la derrota electoral de Franklin Delano Roosevelt frente al heroico piloto Charles Lindbergh. El nuevo presidente, por su honda simpatía por una potencia foránea, agita las llamas de la xenofobia, demoniza a una minoría “extranjera” y desmantela la estructura civilista de Estados Unidos bajo la consigna de proteger a Estados Unidos.

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Era, desde luego, una fantasía literaria ligada a la historia del país en el preámbulo de la Segunda Guerra Mundial que conmovió al público cuando fue publicada en el 2004.

Hoy, igualmente suscita temores y grandes preocupaci­ones entre importante­s sectores de la sociedad estadounid­ense. En todo caso, ha sido el poder de la mente privilegia­da del célebre y polémico Philip Roth.

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