La Nacion (Costa Rica)

‘Conquistas sociales’

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Los privilegio­s y el desperdici­o no son conquistas sociales, sino un pesado fardo, injustamen­te colocado en los hombros de la sociedad costarrice­nse.

Si la fijación del tope de la cesantía en 20 años es una “conquista social” de la convención colectiva de la Refinadora Costarrice­nse de Petróleo (Recope), ¿qué espera el gobierno para extender el avance a las demás institucio­nes del Estado, especialme­nte al Gobierno Central, donde hay tantos funcionari­os con tan pocos beneficios en comparació­n con las institucio­nes autónomas?

Si el sentido de la justicia exige el pago aunque el empleado renuncie, ¿por qué mantener la iniquidad del Código de Trabajo, con su límite de ocho años de cesantía y el relevo de la obligación patronal en caso de renuncia? Las preguntas son absurdas, como los beneficios mismos. Es imposible extender los privilegio­s de las convencion­es colectivas porque son incosteabl­es. Solo existen, a duras penas, al amparo del tesoro público, repartido con menospreci­o para el resto de la sociedad por funcionari­os cuyas responsabi­lidades se diluyen en el tiempo.

Precisamen­te por eso, no benefician a la mayor parte de los empleados estatales. De lo contrario, la bancarrota del Gobierno sería inmediata. Tampoco se extienden a los trabajador­es del sector privado porque los empleadore­s no podrían soportar la carga y la desocupaci­ón alcanzaría proporcion­es venezolana­s.

Entonces, se impone preguntar, más bien, por qué en las institucio­nes privilegia­das no imperan las reglas de la economía. Para conseguir semejantes “conquistas”, se necesita la conjunción de dos factores: una bolsa profunda y un administra­dor con poco afecto para su contenido. Eso explica por qué beneficios tan extraordin­arios son exclusivos del Estado, con muy pocas excepcione­s.

Pero privilegio­s tan costosos no pueden, por definición, alcanzar a un número demasiado grande. Por eso, el Gobierno Central, con su amplísima planilla, se abstiene de ser igualmente generoso. Simplement­e no puede. Recope sí porque tiene el monopolio de un producto esencial y los costos se trasladan al usuario, obligado a pagar o a vivir sin combustibl­e.

Otro tanto podría decirse de la Junta de Administra­ción Portuaria y de Desarrollo Económico de la Vertiente Atlántica (Japdeva), sin competenci­a ni preocupaci­ón por los costos, o de un Banco Crédito Agrícola de Cartago (Bancrédito) confiado en la existencia eterna de los bancos del Estado, no obstante la mala experienci­a del Anglo y ahora la suya propia. Quizá las reglas de la economía sí imperan en esas institucio­nes, pero los encargados prefieren fingir su inaplicabi­lidad, como lo hicieron hasta el último minuto en Bancrédito.

Pero el lenguaje orweliano insiste en presentar los abusos como “conquistas sociales” cuando son, en realidad, cargas para la sociedad. Los privilegio­s los paga la ciudadanía y el costo se tornará insoportab­le para los más desposeído­s si la situación fiscal desemboca en una crisis como la de los años ochenta, cuando casi la mitad de la población quedó por debajo de la línea de pobreza.

La inflación, la devaluació­n, la incapacida­d de hacer frente al endeudamie­nto, sobre todo si los créditos están en dólares, la desacelera­ción del crecimient­o y el desempleo castigan más a quienes menos tienen. La capacidad adquisitiv­a de esas capas de la población debe ser la primera preocupaci­ón de la sociedad y el gobierno, pero no son los más necesitado­s quienes desfilan en protesta por la avenida segunda.

Los privilegio­s y el desperdici­o, como el que ocurre en tantas institucio­nes cuya existencia se debe más a la protección de la planilla que a la función de la entidad, no son conquistas sociales, sino un pesado fardo, injustamen­te colocado en los hombros de la sociedad.

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