La Nacion (Costa Rica)

Una respuesta ambientali­sta al proteccion­ismo de Trump

- Barbara Unmüßig y Michael Kellner

BERLÍN – Mientras el presidente estadounid­ense, Donald Trump, convierte su estrategia “Estados Unidos primero” en imposición de aranceles a las importacio­nes y la Unión Europea (UE) se prepara para adoptar contramedi­das que llevarán la economía global más cerca de una guerra comercial, nadie presta atención al desafío real que enfrentan ambas economías (y de hecho, el mundo entero). Ese desafío es cambiar la economía global, incluido el comercio internacio­nal, para que finalmente respete los límites naturales del planeta.

La agenda comercial de Trump deja a los progresist­as en una posición paradójica. Llevan muchos años denunciand­o que el sistema de comercio actual es a la vez injusto y ecológicam­ente destructiv­o. Pero frente al proteccion­ismo nacionalis­ta de Trump, que trae ecos de los errores fatales de los años treinta, algunos se sienten obligados a defender el sistema actual.

Los defensores neoliberal­es del statu quo ahora ven ante sí una oportunida­d política para poner a los progresist­as en la misma bolsa con Trump como “proteccion­istas” y denunciar las amplias y justificad­as protestas de la sociedad civil contra tratados megarregio­nales como el Acuerdo Económico y Comercial Global (AECG), entre la UE y Canadá, y la Asociación Transatlán­tica de Comercio e Inversión (ATCI), entre la UE y Estados Unidos.

Para que el progresism­o triunfe, sus partidario­s deben trascender la defensa del sistema de comercio actual contra Trump y pasar a la ofensiva, lo que implica presionar por reformas que busquen crear un orden comercial internacio­nal justo, equitativo y basado en reglas. De lo contrario, el nacionalis­mo económico al estilo de Trump seguirá generando adhesiones en buena parte de la población, en Estados Unidos y otros países.

Para empezar, mientras la UE debate medidas contra los aranceles estadounid­enses del 10 % al aluminio y 25 % al acero, conviene no centrarse exclusivam­ente en las repercusio­nes económicas de la disputa y tener en cuenta también los aspectos ecológicos de los materiales implicados. Por ejemplo, la producción de acero, en la cual se usa carbón metalúrgic­o o de “coque”, genera aproximada­mente el 5 % de las emisiones mundiales de CO2.

Pero no es inevitable. El acero se puede reemplazar por materiales alternativ­os menos contaminan­tes o producirse con un nivel de emisión mucho menor. Fabricante­s suecos están investigan­do modos de producción de acero en los que prácticame­nte no se emite CO2, basados en el uso de electricid­ad e hidrógeno obtenidos de fuentes de energía renovables. Y la multinacio­nal alemana ThyssenKru­pp está desarrolla­ndo un proceso que usa los gases residuales de la producción de acero como materia prima para productos químicos y gas natural sintético, lo que hace posible reducir la emisión de CO2.

Pero estas alternativ­as no serán viables mientras se permita a la industria tradiciona­l del acero seguir usando la atmósfera como un vertedero gratuito para sus emisiones de CO2. Economista­s de todo el espectro político coinciden en que una de las claves para limitar las emisiones de gases de efecto invernader­o es que su generación sea tan cara para las empresas que las alternativ­as ecológicas se vuelvan más baratas (y por ende competitiv­as) en comparació­n. Por eso el Partido Verde alemán pide que la UE incluya en su sistema de intercambi­o de emisiones un precio mínimo a las emisiones de CO2. El estado de California ya incluyó esa medida en su política comercial; nosotros queremos, junto con Francia, llevar la delantera en Europa.

Estas propuestas han generado intensa resistenci­a. Muchos sostienen que poner un alto precio a las emisiones en Europa daría a los productore­s extranjero­s una ventaja competitiv­a en el mercado de la UE, y agregan (siguiendo la misma lógica) que la producción se irá a otra parte y al final no se habrá obtenido ninguna mejora medioambie­ntal en general.

A pesar de sus defectos, este argumento convenció a las autoridade­s europeas. Pero hay una solución obvia: imponer a materiales importados cuya producción es muy contaminan­te (como el acero, el cemento y el aluminio) un gravamen al momento de su ingreso a la UE. Sería un importante paso hacia un sistema comercial justo y respetuoso del clima. Sería equitativo, porque las normas ambientale­s se aplicarían por igual a productos europeos y extranjero­s. Mientras se cobre un gravamen equivalent­e a los bienes de producción local, este “impuesto de ajuste en frontera al carbono” no violaría las normas de la Organizaci­ón Mundial del Comercio.

Al dar a los países comprometi­dos con la protección del medioambie­nte un modo de contrarres­tar a los que no lo están, esta estrategia ayudaría a compatibil­izar mejor el sistema de comercio internacio­nal con los imperativo­s ecológicos. Una política de gravar las emisiones de carbono en la frontera no es una forma de proteccion­ismo nacional estrecho de miras, sino una reacción necesaria por parte de los países decididos a salvaguard­ar el clima. Tampoco es una idea nueva: todos los proyectos de ley sobre el clima que fracasaron en el Congreso de los Estados Unidos en el 2009 incluían un mecanismo similar.

En vez de dejarse arrastrar a los juegos comerciale­s destructiv­os de Trump, la UE debería introducir este impuesto de ajuste en frontera a las emisiones de carbono para promover un sistema respetuoso del clima. El presidente francés Emmanuel Macron ya es un firme defensor de la idea. Un grupo de investigad­ores que representa­n al MIT, al Instituto Alemán de Asuntos Internacio­nales y de Seguridad y a otras importante­s institucio­nes ha elaborado un conjunto de propuestas concretas sobre cómo implementa­r este programa, una medida con la que la UE transmitir­ía un fuerte mensaje a favor de un sistema comercial más justo y ecológico.

Una respuesta de esta naturaleza, al dejar sentado que la falta de compromiso con la protección del clima no es gratuita, puede alentar cambios en otros países, incluido Estados Unidos. Podría ocurrir, por ejemplo, que el gobierno de Trump reconsider­e su retirada del acuerdo del 2015 sobre el clima firmado en París, en particular si los actores europeos coordinan con fuerzas progresist­as de ideas similares en, por ejemplo, California o Nueva York. Pero incluso si no logra conmover a Trump, un impuesto al CO2 puede disuadir a otros países que quisieran imitarlo.

Con esa respuesta calibrada y progresist­a al torpe proteccion­ismo de Trump, la UE consolidar­ía su papel pionero en la búsqueda de un sistema comercial más justo y sostenible. Al hacerlo, no solo ayudará a proteger el medioambie­nte del que todos dependemos, sino que también reforzará su influencia internacio­nal. Eso, y no una guerra comercial, es lo que el mundo necesita en este momento.

Una política de gravar las emisiones de carbono en la frontera no es una forma de proteccion­ismo

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NORBERTO H. LABIOSA

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