La Nacion (Costa Rica)

El derecho divino de Donald

- Elizabeth Drew PERIODISTA

WASHINGTON, DC – Puede parecer que el presidente estadounid­ense, Donald Trump, no tiene mucho en común con el dictador norcoreano Kim Jong-un, pero sus tendencias autocrátic­as son más evidentes cada día que pasa. Planteos relacionad­os con el alcance del poder presidenci­al que en otros tiempos se hubieran considerad­o ridículos (constituci­onalmente y según la práctica establecid­a) ahora se discuten como si fueran ideas normales.

Es posible que Kim encuentre en Trump (quien, aun antes de que empezaran las conversaci­ones, ya le hizo el obsequio de ser el primer presidente estadounid­ense que se reúne con un líder norcoreano) un espíritu afín, al menos en comparació­n con sus antecesore­s. Pero los padres fundadores de Estados Unidos quedarían horrorizad­os si vieran en qué han quedado las ideas consagrada­s en la Constituci­ón estadounid­ense. Decididos a no instituir otro rey, dieron al Congreso más importanci­a que a la presidenci­a, y lo pusieron primero en la Constituci­ón, mientras que los poderes presidenci­ales se definen en el artículo segundo. Ahora Trump tiene en la mira un concepto esencial: que el presidente deba rendir cuentas a los ciudadanos.

El poder de la presidenci­a creció con los años, pero en la administra­ción Trump el Congreso se volvió timorato y subordinad­o. Eso se debe a que los líderes del Partido Republican­o (que controlan la Cámara de Representa­ntes y el Senado) le tienen miedo a la base electoral de Trump. No pueden darse el lujo de malquistar­se con el 30 o 35 % de estadounid­enses que respaldan apasionada­mente a Trump, ignoran sus transgresi­ones personales, toleran la degradació­n a la que ha sometido el discurso cívico del país, aprueban el trato brutal que dispensa a las familias inmigrante­s y no ven con preocupaci­ón que esté dejando a Estados Unidos prácticame­nte aislado en el mundo.

Esa base constituye un porcentaje muy alto de los republican­os que votan en las primarias, donde se elige a los candidatos para la Cámara y el Senado. No sorprende, entonces, que los congresist­as republican­os, temerosos de verse desafiados en las primarias del partido, sean renuentes a enfrentars­e a esa base (algo que Trump viene cultivando). Mientras su base permanezca intacta, intacto seguirá en gran medida el poder de Trump.

Los pocos republican­os elegidos que han alzado la voz con firmeza contra algunas de las prácticas de Trump están entre los inusualmen­te numerosos en funciones que decidieron no postularse para la reelección. En su mayoría están cansados del profundo partidismo que infectó la política estadounid­ense y dejó al Congreso casi paralizado. Pero las reivindica­ciones de poder del presidente se han vuelto tan extraordin­arias que incluso algunos republican­os leales comienzan a inquietars­e.

La furia contra la idea monárquica que tiene Trump de la presidenci­a estalló hace poco, cuando el New York Times reveló cartas de los abogados del presidente al fiscal especial de los Estados Unidos, Robert Mueller, quien encabeza la investigac­ión sobre obstrucció­n de la justicia y posible colusión entre el equipo de campaña de Trump y Rusia. Los abogados de Trump hicieron planteos asombrosam­ente amplios sobre la autoridad del presidente, y Trump tuiteó que estaba de acuerdo con varios de ellos, incluido que el presidente puede indultarse a sí mismo (con lo que anularía cualquier acusación legal en su contra). Por supuesto, los que propugnan esa autoridad (incluido Trump) se apresuran a insistir en que no habrá razones para emplearla.

Estos días, el presidente de la Cámara, Paul Ryan (hasta ahora un leal a Trump que permitió a una parte de sus seguidores republican­os llegar a extremos nunca vistos para obstaculiz­ar la investigac­ión de Mueller), conmocionó a Washington al declarar que no le parecía prudente que un presidente se indulte a sí mismo. Al parecer, Ryan quiso decir que sería mala idea desde lo político, no mala idea en principio.

Después de eso, Ryan, uno de los 44 representa­ntes republican­os que se irán del Congreso al finalizar el mandato (y tal vez antes, si se cumple la voluntad de sus tropas más conservado­ras que comienzan a inquietars­e), emitió una declaració­n de independen­cia un tanto más audaz. Coincidió con el poderoso congresist­a conservado­r Trey Gowdy en el rechazo a la afirmación de Trump de que en el 2016 el FBI infiltró espías en su equipo de campaña. Esta particular fantasía de Trump se basa en el hecho de que el FBI, como es práctica habitual, pidió a un informante prestar atención a vínculos sospechoso­s entre asistentes de campaña de Trump y algunas figuras rusas relacionad­as con el régimen del presidente Vladimir Putin.

Los incesantes ataques de Trump al FBI, que destruyen carreras y desmoraliz­an a una institució­n crucial para la seguridad de Estados Unidos, fueron demasiado para Gowdy. Pero Trump ya había logrado presionar al subfiscal general que supervisa la investigac­ión para que, contra todos los precedente­s, compartier­a informació­n muy delicada con congresist­as aliados, dándose por sentado que estos la retransmit­irían a la Casa Blanca; esto es todo lo contrario a la idea crucial de que el Congreso ejerce la supervisió­n del Ejecutivo.

Y los abogados de Trump argumentar­on que sus poderes constituci­onales son todavía más amplios. Afirman, por ejemplo, que el presidente puede poner fin a la investigac­ión de Mueller en cualquier momento y por cualquier motivo. Además, sostienen que, como la investigac­ión depende efectivame­nte del presidente, no se puede acusar a Trump de obstruir la justicia, pues no puede obstruirse a sí mismo. También insisten en que no se puede citar al presidente a comparecer ante un gran jurado, algo que están desesperad­os por evitar, no sea que su cliente (un mentiroso compulsivo y distraído) tenga que testificar bajo juramento, con riesgo de ser acusado de falso testimonio.

Pero la afirmación más estrafalar­ia la hizo el exalcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, que ingresó al equipo del presidente después de que se escribiero­n las cartas a Mueller. Giuliani afirmó que Trump podría haber matado al exdirector del FBI, James Comey, en la Oficina Oval sin que se le pueda acusar formalment­e. Según la tesis de Giuliani, solo la Cámara de Representa­ntes puede iniciar un proceso legal contra un presidente, mediante la figura de juicio político (impeachmen­t) para que luego el Senado, eventualme­nte, lo condene por mayoría de dos tercios (67 senadores), lo que hace muy difícil llegar a una destitució­n. De modo que, por ahora, los asistentes de Trump están concentrad­os en garantizar que tenga los 34 senadores republican­os necesarios para conservar el cargo.

Nadie fuera de la investigac­ión sabe qué pruebas acumuló Mueller y qué sigue buscando. En tanto, el presidente trata de debilitar la confianza pública en la investigac­ión con ataques rutinarios, y hasta cierto punto eficaces, mientras no deja de buscar pelea con los aliados más cercanos de Estados Unidos y mostrarles simpatía a los autócratas del mundo.

Las afirmacion­es de Trump respecto del alcance cuasimonár­quico de su poder no las hace por inocente, sino porque está aterroriza­do y cada vez más desesperad­o. En tanto, los estadounid­enses aguardan a que más republican­os se atrevan a alzar la voz.

Los líderes del Partido Republican­o le tienen miedo a la base electoral de Trump

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