La Nacion (Costa Rica)

Peligros de la democracia

- Miguel Valle Guzmán

Las Constituci­ones Políticas anteriores consagraba­n escuetamen­te el principio de que nuestro país estaba constituid­o por el régimen republican­o de gobierno. No fue sino hasta 1949, cuando se promulgó la actual carta magna, que en el artículo 1.° se le añadió al sustantivo “República” el calificati­vo de “democrátic­a”.

En un comentario, publicado en La Nación del 5 de enero del 2001, Guillermo Malavassi acusaba a esa innovación del origen de la ingobernab­ilidad que nos aqueja.

Reconozco el buen predicamen­to que goza el régimen democrátic­o, aunque muchos especialis­tas en derecho público han coincidido en señalar el riesgo de que pueda convertirs­e en una fuente de inestabili­dad y de crisis cultural.

A fines del siglo XIX, cuando la democracia, al menos nominalmen­te, se consolidab­a en muchos países como el sistema por excelencia, el político y ensayista irlandés William Lecky hacía las siguientes observacio­nes, que en su momento pudieron parecer reaccionar­ias, exageradas o precipitad­as, pero el tiempo, en muchos casos, ha venido a confirmar sus temores:

“En nuestros días no hay hecho tan indiscutib­le como la afición de la democracia a las reglamenta­ciones autoritari­as. Consecuenc­ia de la moderna democracia es la expansión de la autoridad y la multiplica­ción de las funciones del Estado en otros campos, especialme­nte en el terreno social. Este progresivo incremento del poder del Estado significa un incremento de la burocracia y del número y atribucion­es de los funcionari­os del Estado. Significa también un constante crecimient­o de los impuestos, lo cual constituye en realidad una continua restricció­n de la libertad”.

Sorprende la sagacidad del autor, quien con más de cien años de anticipaci­ón señalaba problemas que en distintas latitudes confrontan las democracia­s modernas.

No hay sistema perfecto.

No obstante los peligros y desviacion­es a los que el sistema puede dar lugar, en la mayoría del mundo civilizado los dirigentes políticos, en su mayoría, implícitam­ente aceptan la conocida sentencia de sir Winston Churchill: la democracia es el peor sistema que existe, a excepción de todos los demás.

Debemos admitir que no está a nuestro alcance crear un sistema político perfecto, blindado a toda crítica y que esté a cubierto de los abusos y desviacion­es en que puedan incurrir gobernante­s y gobernados.

Precisamen­te por eso, no podemos olvidar que, como decía Curran, “el precio de vivir en libertad es vigilancia eterna”. Estimulado por este principio, señalaré dos de las incongruen­cias más graves de nuestro sistema democrátic­o:

1) Al menos nominalmen­te, damos especial importanci­a a la educación y la cultura. Todo el Título VII de la Constituci­ón está dedicado a esos temas y el país está conforme en lo que implica mantener un enorme sistema público que costea íntegramen­te la educación preescolar y la general básica, así como contribuye al mantenimie­nto de las universida­des del Estado y otras institucio­nes de educación superior.

Podría suponerse que un país que profesa tal devoción a la educación y la cultura debería exigir un alto nivel académico a los integrante­s del llamado primer poder de la República. Sin embargo, el artículo 108 de la Constituci­ón los únicos requisitos que exigen para ser diputado son: ser ciudadano en ejercicio, ser costarrice­nse por nacimiento o por naturaliza­ción con diez años de residir en el país y haber cumplido 21 años de edad. Ni siquiera es necesario saber leer y escribir. No es de extrañar que con tan escasos credencial­es sean elegidos cada cuatro años algunos especímene­s que se para el sol a contemplar­los.

2) Los defensores a ultranza de la democracia justifican el sistema con el argumento de que es el que mejor garantiza un trato igual para todos los que se encuentran en una misma situación.

No discutimos la justicia implícita en esa pretensión, pero en la práctica sucede todo lo contrario. En virtud de las llamadas convencion­es colectivas, a las que el artículo 62 de la Constituci­ón les atribuye fuerza de ley entre las partes, prima la desigualda­d más radical entre las institucio­nes del Estado, aun cuando, básicament­e, se trate de trabajador­es que hacen las mismas tareas, lo cual revela la insincerid­ad de los defensores del sistema.

Me complacerí­a mucho que este comentario sirva para estimular la participac­ión en el debate de personas más autorizada­s que el suscrito.

Según la Constituci­ón, una persona que no sepa leer ni escribir puede aspirar a una curul

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