La Nacion (Costa Rica)

El descenso político de la religión en Oriente Próximo

El caos de hoy en Oriente Medio está arraigado principalm­ente en los legados históricos

- Shlomo Ben-Ami

TEL AVIV – Cuando pensamos en el conflicto en Oriente Próximo, los factores religiosos probableme­nte sean los primeros que nos vienen a la cabeza. Pero hoy día los intereses estratégic­os enfrentado­s y las ambiciones imperiales desempeñan un papel mucho más importante que las divisiones religiosas o sectarias a la hora de definir la política regional. Esto es, potencialm­ente, una evolución positiva.

Considerem­os la lucha por la influencia regional entre Arabia Saudita e Irán. A pesar de que se consideró durante mucho tiempo que era el resultado de la división entre suníes y chiitas, la competenci­a, en verdad, es entre dos sistemas políticos opuestos: el régimen revolucion­ario de Irán, inclinado a cambiar el equilibrio de poder regional, contra la monarquía conservado­ra de Arabia Saudita, que busca sostener el viejo orden regional.

En este contexto, el respaldo de Irán a los levantamie­ntos de la Primavera Árabe tiene sentido. En un Oriente Próximo dominado por los árabes, Irán, que no es árabe, es el enemigo natural. Pero en un Oriente Próximo musulmán, la República Islámica de Irán es un potencial poder hegemónico. De manera que Irán se apresuró a respaldar las elecciones libres, prediciend­o que los votantes llevarían a los islamistas al poder.

Por el contrario, la ultraconse­rvadora Casa de Saud aborrece este tipo de alzamiento político y naturalmen­te considera que la democracia árabe es una amenaza fundamenta­l. De manera que, si bien mantiene su alianza estrecha con Estados Unidos, la potencia imperial occidental a la que más le teme Irán, Arabia Saudita se opuso a los levantamie­ntos, más allá de si los protagonis­tas eran chiitas (como en Bahréin) o suníes (como en Egipto). En este sentido, la Primavera Árabe fue una historia del crecimient­o y la represión del islam político.

Es más, las alianzas ya no encajan dentro de las fronteras suníes-chiitas, minando aún más la primacía de la política, y no la religión, al alimentar los conflictos regionales. Por ejemplo, Hamás, el grupo fundamenta­lista suní que gobierna la Franja de Gaza, ha sobrevivid­o en gran medida como resultado de un financiami­ento de parte de Irán.

De la misma manera, Omán, dominado por ibadíes y suníes, tiene una relación más estrecha con Irán –con quien comparte el control de las rutas vitales de transporte de petróleo en el estrecho de Ormuz– que con Arabia Saudita. En efecto, Omán ahora está siendo acusado de ayudar a Irán a contraband­ear armamentos a los rebeldes hutíes en Yemen, donde Irán y Arabia Saudita están librando una guerra subsidiari­a.

Asimismo, Catar mantiene una relación tan estrecha con Irán, con la cual comparte campos de gas colosales, que incomoda a Arabia Saudita. El año pasado, los saudíes lideraron una coalición de países árabes entre ellos los Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Bahréin, que aislaron a Catar diplomátic­amente e impusieron sanciones.

Y, sin embargo, Turquía, otra potencia suní, mantiene una base militar en Catar. Y esta no es la única causa de tensión entre Arabia Saudita y Turquía; también disienten sobre la Hermandad Musulmana.

Mientras que los saudíes ven a la Hermandad como una amenaza existencia­l, Turquía la considera un modelo de política islamista que vale la pena defender y un medio para expandir la influencia turca en el mundo árabe.

Pero el respaldo de Turquía a la Hermandad Musulmana la hizo entrar en conflicto con otra potencia suní: Egipto. Por cierto, la Hermandad es la némesis del presidente egipcio, Abdulfatah al Sisi. Junto con sus ambiciones regionales y sus esfuerzos por posicionar­se como el principal defensor de la causa palestina, Turquía parece estar desafiando de manera directa los intereses vitales de Egipto.

Quizá la mejor ilustració­n de cómo las cuestiones de seguridad y estratégic­as han suplantado al conflicto religioso sea el cambio en las relaciones entre los Estados suníes árabes –entre ellos las monarquías del golfo y Egipto– e Israel. Los logros económicos y militares de Israel, en algún momento el máximo enemigo e infiel del mundo árabe, fueron vistos durante mucho tiempo como una medida del fracaso árabe –un motivo de odio endémico combinado con una admiración a regañadien­tes–.

Sin embargo, hoy, en tanto crece la influencia de Irán y el terrorismo islamista sigue proliferan­do, Palestina es la última de las preocupaci­ones de Arabia Saudita. Tan fundamenta­les son los cambios en los intereses estratégic­os del Reino que, a pesar de ser el custodio de los sitios sagrados del islam, no dijo nada cuando el presidente norteameri­cano, Donald Trump, reconoció a Jerusalén como la “capital eterna” de Israel. Otras monarquías suníes del golfo, así como Egipto, han ido más allá y se comprometi­eron a una cooperació­n de seguridad con Israel.

La política también está sustituyen­do a la religión al interior de Israel. El impulso expansioni­sta del primer ministro, Benjamin Netanyahu, en el Banco Mundial tiene que ver con el poder político, no con el judaísmo. Después de todo, la creación de un Estado binacional con mayoría palestina significar­ía diluir seriamente la “identidad judía” del país.

En verdad, para mantener el control en los territorio­s ocupados, la coalición religioso-nacionalis­ta de Israel ha vendido su alma a los antisemita­s cristianos: los evangelist­as norteameri­canos. La alianza de Netanyahu con este grupo –encendidos defensores de la colonizaci­ón de Judea y Samaria– es una afrenta tanto a la comunidad judeonorte­americana abrumadora­mente liberal como al poderoso

establishm­ent rabínico en Israel.

Un ejemplo final de un país de Oriente Próximo que elige la política por sobre la religión es Irak. Muqtada al Sadr, el ardiente clérigo chiita que anteriorme­nte lideró ataques mortales contra las tropas estadounid­enses, hoy se perfila como la mejor esperanza de Estados Unidos de contener la creciente influencia de Irán en Irak.

Sadr, jefe de una improbable alianza de islamistas reformista­s, grupos seculares de la sociedad civil y el partido comunista de Irak, ganó la reciente elección parlamenta­ria con la promesa de un actuar nacionalis­ta para que Irán salga de Irak. A comienzos de este año, Sadr visitó a los príncipes de la corona fervientem­ente antiiraníe­s en Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, y hoy es el principal obstáculo entre Irán y la presencia estratégic­a que busca en Irak.

El caos de hoy en Oriente Próximo está arraigado principalm­ente en los legados históricos, siendo uno de los más importante­s las fronteras trazadas arbitraria­mente y en una falta de liderazgo visionario. Pero las divisiones religiosas y sectarias tampoco ayudaron. Si bien la situación, sin duda, sigue siendo tensa y engorrosa, el papel político decrecient­e de la religión puede representa­r una oportunida­d de progreso, de la misma manera que, por ejemplo, la voluntad del príncipe de la corona saudí Mohámed bin Salmán de descartar los imperativo­s fundamenta­listas favorece la modernizac­ión.

Después de todo, los intereses estratégic­os y de seguridad siempre son más propensos a la razón y la diplomacia que la convicción religiosa.

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