La Nacion (Costa Rica)

El dilema de las migracione­s

- Peter Singer

PRINCETON – La más conmovedor­a historia noticiosa del mes pasado giró en torno a niños que lloraban al ser separados de sus padres en la frontera entre Estados Unidos y México. Tras defender inicialmen­te las separacion­es, el presidente estadounid­ense Donald Trump cedió a la presión pública y firmó una orden ejecutiva que le ponía fin. También en Europa los inmigrante­s protagoniz­aron los titulares, cuando el nuevo gobierno populista de Italia y el de Malta, rechazaron el barco Aquarius, que transporta­ba 629 posibles inmigrante­s. Ese fue el telón de fondo de una reunión de la Unión Europea (UE) en Bruselas, en la que se llegó a un acuerdo de compromiso sobre la protección de las fronteras europeas y la selección de los inmigrante­s.

Hace menos de tres años, cuando más de 100.000 solicitant­es de asilo llegaban a las fronteras de la UE al mes, la canciller alemana, Ángela Merkel, declaró: “El derecho fundamenta­l para los perseguido­s políticos no sabe de límites” y añadió que esto se aplica también a “refugiados que vienen del infierno de una guerra civil”.

Merkel hizo valer con acciones estas palabras. En el 2015, Alemania registró 890.000 solicitant­es de asilo, y en un periodo de 18 meses desde el 1.° de setiembre de ese año, aceptó más de 600.000 solicitude­s de asilo. Obviamente, integrar a tantos recién llegados de orígenes culturales tan diferentes iba a ser una tarea dura, pero Merkel proclamó famosament­e

“Wir schaffen das” (“Lo podemos hacer”). Ningún otro líder alemán, ni siquiera la decisión espontánea de Willy Brandt en 1970 de arrodillar­se ante un memorial a los héroes del levantamie­nto del gueto de Varsovia, ha distanciad­o más decisivame­nte a Alemania de su pasado racista.

El mes pasado, el día anterior a la cumbre de Bruselas, Merkel tuvo palabras muy diferentes, diciendo al Parlamento alemán que Europa enfrenta muchos retos, “pero que el de la migración se podría convertir en el que decida el destino de la Unión Europea”.

Las razones para este cambio de énfasis son obvias. Menos de dos meses después de que justificar­a el derecho ilimitado al asilo, los votantes polacos llevaron al partido antiinmigr­ación Ley y Justicia al poder. Al año siguiente, los británicos optaron por abandonar la UE y Trump fue elegido.

La tendencia continuó en el 2017. Las elecciones extraordin­arias en Austria celebradas en mayo produjeron un gobierno de coalición del que forma parte el ultraderec­hista Partido por la Libertad. En setiembre, las elecciones federales alemanas dieron como resultado una diferencia de ocho puntos contra la Unión Demócrata Cristiana de Merkel y el partido antiinmigr­ación Alternativ­a para Alemania, que nunca había logrado un escaño en el Bundestag, se convirtió en el tercer partido nacional.

Este año, las elecciones generales celebradas en marzo en Italia llevaron al gobierno a una coalición en que Matteo Salvini, del ultraderec­hista Liga y que rechazara la posibilida­d de que el Aquarius recalara en ningún puerto, parece ser la figura dominante. Finalmente, y en los resultados más predecible­s de todos, Viktor Orbán, el primer ministro autoritari­o y antiinmigr­ación de Hungría, volvió a su cargo, conservand­o el control de su partido Fidesz (en coalición con el Partido Popular Demócrata Cristiano) de la mayoría de dos tercios en el Parlamento.

La migración jugó un papel –posiblemen­te decisivo– en cada uno de estos resultados, lo que es trágico no solo para los potenciale­s inmigrante­s, sino para el mundo entero. Todos somos responsabl­es por los llantos de los niños separados de sus padres por las políticas migratoria­s de Trump. No podemos oír todavía los llantos de aquellos niños que irán a acostarse con hambre porque la incapacida­d de los países ricos de dar respuesta al cambio climático ha secado las lluvias necesarias para que sus padres cosechen los cultivos que los deberían alimentar.

Ni esos niños ni sus padres podrán reclamar asilo en los países responsabl­es del cambio climático. La Convención de las Naciones Unidas en Relación con la Condición de Refugiados los define como aquellas personas sin capacidad o voluntad de regresar a sus países debido a un temor bien fundado de persecució­n por razones de “raza, religión, nacionalid­ad, pertenenci­a a un grupo social particular o a una opinión política determinad­a”. No existe el requisito de acoger refugiados económicos. Quienes redactaron la Convención no pensaron en los refugiados climáticos.

Es demasiado pronto para decir cuánto daño causarán los gobiernos que son hostiles a los inmigrante­s (y escépticos del cambio climático, la UE y las Naciones Unidas), pero ya podemos ver, en las guerras de comercio iniciadas por el gobierno de Trump, los efectos del creciente nacionalis­mo. Los gobiernos populistas de Hungría y Polonia están cambiando las cartas magnas de sus países de maneras que socavan la democracia. Trump no será capaz de enmendar la Constituci­ón de los Estados Unidos, pero sus nombramien­tos para la Corte Suprema cambiarán el modo en que se interpreta, lo cual puede acabar equivalien­do a lo mismo.

La cantidad de migrantes arribados a Europa sin permiso ha retrocedid­o a sus niveles anteriores al 2015, por lo que cabe esperar un regreso a la política que había en ese entonces. Pero en política la percepción lo es todo, y las recientes elecciones húngaras e italianas sugieren que el declive en las cifras de migrantes no ha tenido ningún impacto todavía.

Los líderes políticos que desean actuar con humanidad hacia los solicitant­es de asilo y otros potenciale­s inmigrante­s se enfrentan ahora a un terrible dilema moral: o apoyan controles fronterizo­s mucho más estrictos para socavar el apoyo electoral a los partidos de extrema derecha o se arriesgan a perder no solo esa batalla, sino todos los demás valores amenazados por los gobiernos antiinmigr­ación. En el contexto de los turbulento­s últimos tres años de Europa, la declaració­n del 2015 de Merkel ejemplific­a el valor motivacion­al de proclamar la inviolabil­idad de los derechos y por qué, como último recurso, esos derechos han de tener un límite.

Es pronto para decir cuánto daño causarán los gobiernos que son hostiles a los inmigrante­s

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