La Nacion (Costa Rica)

La verdadera crisis

- Klaus Steinmetz

Mientras usted me lee, un funcionari­o en una oficina pública se da cuenta de que podría beneficiar­se haciendo algo indebido. El riesgo de ser descubiert­o es mínimo, pero duda: sería la primera vez. En ese momento deberá manifiesta­rse lo que Kant llamó el “imperativo categórico”, esa armadura interior que lleva a actuar moralmente sin que sea necesario el temor al castigo. Porque si lo detiene el miedo y no su conciencia, evaluará la legalidad y no la rectitud de sus acciones. La línea entre bueno y malo estará señalada por lo que contemple la ley y no por el daño potencial a la comunidad.

Ética.

Un funcionari­o amoral pero tímido evita delinquir hasta que se percata de que aquella ley tiene un portillo. Más adelante, intoxicado de impunidad, convence al supervisor o al juez o al que diseña la licitación a inclinar la balanza, sirviéndos­e del espacio dejado a la interpreta­ción y que permite anidar un delito en la zona turbia de la ambivalenc­ia.

Ante la oportunida­d, los cómplices se multiplica­n haciendo metástasis en todos los órganos del gobierno. El tráfico de influencia­s se convierte en norma. Diseñada bajo la influencia kantiana, una sociedad que presupone la buena fe de los actores es incapaz de lidiar con una amoralidad epidémica. Sea el premio a Mauri, anualidade­s delirantes o una pensión de lujo, los implicados se transforma­n en privilegia­dos de un sistema disfuncion­al, inasequibl­es al remordimie­nto.

Perversión.

En una democracia privada de ética, el afán de convivenci­a es reemplazad­o por la coerción. Se pervierte el sindicato, que impone la ley de la selva: amenaza con paralizar la calle si no se aprueban exigencias cada vez más irracional­es, invocando una solidarida­d ficticia que solo deja migajas al necesitado. La junta directiva aprueba créditos irrecupera­bles o se contratan carreteras que nunca se concluyen... Los roedores devoran insaciable­s los cimientos del Estado.

El botín es extraído en fracciones del bolsillo del vecino y la empresa. Con cada piñata, el saqueo se intensific­a. Se desdibuja la diferencia entre lo que el gobierno necesita y lo que despilfarr­a. En la punta de la pirámide, el presidente ejecutivo o el ministro, privilegia­do él mismo o temeroso de la huelga, cancela el proyecto y el insumo ante la imposterga­ble obligación contraída con los señores feudales de la función pública. El país se empobrece. Primero se sacrifican la educación y la cultura, justo las incubadora­s de principios según la Ilustració­n. Las noticias y las redes reportan cada escándalo y crece la indignació­n ante la incapacida­d oficial para castigar y recuperar. Un aciago día, en pos de una concertaci­ón dudosa, se declaran intocables las conquistas de la rapiña: los pluses estratosfé­ricos son derechos adquiridos.

Transforma­ción.

El modesto y honrado burócrata cambia orgullo por frustració­n ante la legitimaci­ón del desfalco. Se culpa a leyes inalterabl­es, pero él se siente estafado, jurando que será el próximo en exigir más de lo que merece. Decía Kant que el actuar moral es el deseo de que nuestra acción pueda convertirs­e en regla universal. Pero cuando la jerarquía del poder judicial, por ejemplo, que se supone comprometi­da con el credo de que todos somos iguales ante la ley, se declara intocable ante la urgencia de evitar la crisis, dice al pueblo que hay una igualdad que no le conviene y muestra tácitament­e que su ética carecía de sustancia.

Cuando se generaliza la noción de que los frutos de la cleptocrac­ia son una conquista y no un abuso, el tejido social se corrompe. Se perpetua una élite y se deja al resto todo el sacrificio. Cada año, el Estado deberá proveer la extorsión, secuestrad­o para siempre, convertido en vasallo de su propio clientelis­mo.

Es lo mismo.

En el sector privado, la desaparici­ón del imperativo categórico corrompe igualmente: siempre hay uno dispuesto a colusionar, a financiar cemento chino tres veces o a falsear contabilid­ades para depredar la banca estatal o timar al instituto. Se enriquecen pocos y la indignació­n de muchos esconde, en realidad, envidia por el helicópter­o, convencido­s de que ellos sí habrían burlado a la Fiscalía. Se esfuma la noción de bien común, haciendo que el pequeño empresario desaparezc­a en el mercado negro: pierde el miedo a la falsificac­ión o al contraband­o, mientras el profesiona­l libre solo cobra en efectivo. Hacienda responde con un ejército de inspectore­s y tecnología de punta que suplen al guardián que Kant suponía dentro de nosotros. Porque cuando el ciudadano siente que el grueso de sus tributos paga excesos y hurtos irrecupera­bles llega a la conclusión de que es justo evadirlos. Ve en la informalid­ad su legítima defensa. Más abajo aun y ante la migración de las empresas a países fiscalment­e más amables, el joven sin calificaci­ones accede al crimen. Un virus tan inasible como la falta de decencia ha desatado la tormenta perfecta.

Aquí estamos.

En semejante desazón elegimos a un joven presidente con el mandato de parar la sangría. Pero sus expertos se desvelan ante las cifras sin tomar en cuenta la desbandada en el flaco batallón de los honrados. En el país construido sobre una clase media solidaria se ha impuesto el sálvese quien pueda.

Carlos Alvarado tiene ante si una tarea prioritari­a que nada tiene que ver con porcentaje­s: reconstrui­r en el ciudadano el tabú de la deshonesti­dad, reinstaura­ndo la noción del deber cívico. De lo contrario, se le irán cuatro años jugando a los policías y ladrones, cortando la cabeza a una hidra insaciable y descubrien­do cuan ingenioso puede ser quien ha perdido la vergüenza. Enfrenta además un Congreso babélico en que la izquierda boba, los populistas del salmo y los politiquer­os de siempre hacen caso omiso a la vertiginos­a caída en la recaudació­n y analizan hasta donde aguantará tal industria sus surreales invencione­s tributaria­s. Cegados por la urgencia de recuperar capital político pasan por alto una verdad elemental que el más modesto campesino podría explicarle­s: ¡cuidado, es imposible ordeñar una vaca muerta!

En pos de una concertaci­ón dudosa, se declaran intocables las conquistas de la rapiña

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