La Nacion (Costa Rica)

Hablar en masculino

- Carlos Ml. Arguedas R. EXMAGISTRA­DO

La apropiació­n de las normas de derecho por el lenguaje masculino no es un hecho inofensivo

Se habrán enterado: el escritor y miembro de la Real Academia Española (RAE) Javier Pérez-Reverte ha divulgado su resolución de retirarse de esta institució­n si se cambia el lenguaje de la Constituci­ón española por uno inclusivo.

Imágenes másculinas. La controvers­ia sobre el lenguaje inclusivo o no sexista está servida. Parece que los aires de cambio que mortifican a Pérez-Reverte y que podrían cuajar en la enmienda del texto constituci­onal español, que data de 1978, son alentados por Carmen Calvo, vicepresid­enta del gobierno. A juicio de ella, la redacción de la Constituci­ón “en masculino” se correspond­e con una sociedad de hace cuarenta años, y “hablar en masculino” traslada al cerebro solamente “imágenes masculinas”.

¿A cuenta de qué perseverar en el lenguaje masculino, ya no solo en ese texto cimero que es la Constituci­ón, sino en el resto del ordenamien­to jurídico? La simple sospecha de que esta modalidad del lenguaje traduce al plano de las normas una situación de desigualda­d, exige una respuesta.

Posiciones. Bien, se argumenta, por ejemplo, que esa modalidad es obra del hábito o de la tradición, nada más que una convención inofensiva que facilita la técnica de composició­n de la norma. Pero este argumento no rebate el hecho mismo de la desigualda­d y solo enseña que esta situación es de origen histórico. En tal caso, como dice un texto constituci­onal, y no es inconvenie­nte repetir, los poderes públicos están obligados a adoptar una actitud positiva y diligente tendente a su corrección.

La apropiació­n de las normas de derecho por el lenguaje masculino no es un hecho inofensivo. Las normas son pautas que estructura­n y determinan el diseño social, por consiguien­te, el diseño social se hace desde lo masculino. Esto nunca ha sido poca cosa.

Al revés. Por otra parte, no son en absoluto insuperabl­es las dificultad­es que enfrenta la técnica legislativ­a para componer las normas a partir de un lenguaje inclusivo o no sexista.

Lo cierto es que, por ejemplo, era bochornoso leer hasta 1999, cuando adoptamos un lenguaje inclusivo, que el artículo 20 de nuestra Constituci­ón con el que se abre –nada menos– que el capítulo relativo a los derechos y garantías individual­es, rezara todavía: “Todo hombre es libre en la República; no puede ser esclavo el que se halle bajo la pro- tección de sus leyes”. A la vista de este texto, ¿qué se podía pensar sobre el estatus jurídico de la libertad de la mujer? Al reconocimi­ento de su libertad esencial se llegaba de manera no siempre paritaria por vía de interpreta­ción del texto, mediante aplicación derivada del lenguaje masculino.

Otro tanto sucedió hasta aquel año con la disposició­n constituci­onal alusiva al principio de igualdad, el artículo 33. Se abandonó entonces la fórmula original, “todo hombre es igual ante la ley”, por la que rige en la actualidad, “toda persona es igual ante la ley”.

Hubo quien alegó que en ambos casos la enmienda era superflua porque todo el mundo entendía como cosa natural que en la expresión “hombre” estaba comprendid­a la mujer. ¿Esta coincidenc­ia en las propiedade­s omnicompre­nsivas del lenguaje masculino sería igualmente unánime si la versión original hubiese dicho al revés: “toda mujer…”?

Pese a las reformas, si se echa un vistazo al ordenamien­to jurídico, incluso el más reciente, no es inesperado comprobar que el lenguaje masculino es un hueso duro de roer.

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