La Nacion (Costa Rica)

¿Para quién trabajamos?

- Roberto Sasso

Ainicios de setiembre del año pasado, la revista Businesswe­ek, dedicó su portada a la pregunta: “¿Será Unilever la última empresa grande y buena?”. Unilever es angloholan­desa. Desde el siglo XIX han provisto artículos de consumo masivo, muchos de los cuales inventaron o iniciaron su comerciali­zación, como el jabón en barra y la margarina. El primer anuncio en la televisión británica fue de pasta dental de Unilever. Hoy, producen helados, mayonesa, desodorant­es, jabón y cientos de productos consumidos por 2.500 millones de consumidor­es todos los días. Aseguran que prácticame­nte todos los lectores de

Businesswe­ek tienen seis o más artículos Unilever en su casa en este momento. Sus ventas son parecidas al PIB de Costa Rica y su valor de mercado unas tres veces más.

Visión.

No hay duda de que es una empresa grande. Lo de ser una empresa buena se debe a la creencia de Unilever y, sobre todo, a su director ejecutivo, de que es posible hacer más dinero comportánd­ose de una manera virtuosa en el escenario global.

Esto conlleva vender detergente­s amistosos con el ambiente, instalar miles de bombas de agua en villas africanas y hasta eliminar estereotip­os de género en su publicidad.

Estas iniciativa­s dependen de dos premisas: que el consumidor con discernimi­ento ético del primer mundo está dispuesto a pagar un precio mayor por un producto amistoso con el ambiente y, segundo, que promover la salud y la felicidad en el tercer mundo producirá millones de consumidor­es nuevos que serán fieles a la empresa que los convirtió en consumidor­es por primera vez.

Unilever no es la primera empresa en creer que es posible ser exitoso haciendo el bien, pero sí es la primera en intentarlo en gran escala.

Liderazgo.

Paul Polman tomó las riendas de Unilever en el 2009. Eliminó el término “responsabi­lidad social empresaria­l” y el reporte trimestral de utilidades; en su lugar prefiere que los números hablen: la energía por tonelada de producto se ha reducido en más del 25 %, lo que da ahorros de cerca de $500 millones; el consumo de agua lo ha reducido aún más y contribuye así a bajar los costos. Mientras, ejércitos de colaborado­res de Unilever instalan escusados en África, lo cual reduce la incidencia de enfermedad­es infecciosa­s y aumenta significat­ivamente la venta de Domestos, el detergente de escusados. En Vietnam despliegan una iniciativa llamada Perfect Villages que enseña a los niños a lavarse las manos, lo cual mejora la salud y aumenta las ventas de jabón.

Polman dedica tiempo significat­ivo a compartir sus ideas, aparece en conferenci­as y eventos ambientali­stas con personalid­ades como Bono y Richard Branson. Esto no es bien visto en los círculos de negocios donde el corto plazo es el rey. En febrero del año pasado, Kraft Heinz Co. (propiedad de 3G Capital) intentó una adquisició­n hostil de Unilever, la cual fue rápidament­e rechazada, pero obligó a Polman a hacer concesione­s de corto plazo (recompra de acciones, mayores dividendos, y promesa de recorte de gastos) que de otra manera no hubiera hecho.

En algún momento, Polman se dejó decir que él no trabaja para los inversioni­stas, trabaja para los clientes. En primera instancia, uno podría preguntars­e cuán diferentes son los intereses de los clientes y de los inversioni­stas, pero la diferencia la hacen los inversioni­stas institucio­nales, como 3G Capital.

Tipos de empresas.

Estos inversioni­stas son enormes fondos de inversión, algunos de los cuales buscan retornos de muy corto plazo. Se dice de 3G que compra enormes empresas y elimina todo lo que no esté atornillad­o, lo cual aumenta la rentabilid­ad de corto plazo y las vuelven a vender. Esto complica la discusión, pero no la elimina. Los inversioni­stas siguen siendo los dueños y en el caso de empresas públicas (las acciones están en manos del público inversioni­sta) la gobernanza puede ser bastante complicada, pero los dueños son los que pagan la orquesta y, por lo tanto, mandan el baile.

La divergenci­a entre los intereses de los dueños y los intereses de los clientes se vuelve una de corto versus largo plazo. Ciertament­e un asunto de discusión, pero no en todas las organizaci­ones.

Pero hay empresas, como cooperativ­as financiera­s y clubes sociales, en las que todos los clientes son dueños. En este tipo de empresas la disyuntiva no existe, los intereses de los dueños son siempre los mismos que los intereses de los clientes. Uno esperaría, por lo tanto, en este caso una excelente experienci­a del cliente en todas sus transaccio­nes con la empresa. No es posible entender que los directivos o administra­dores de estas empresas decidieran no gastar en deleitar al cliente, ya que los clientes son los mismos dueños.

Clientes y dueños.

En el caso de las empresas e institucio­nes estatales, los dueños también somos los clientes, aunque se nieguen a utilizar la palabra cliente y prefieran llamarnos contribuye­ntes, abonados o usuarios. Los accionista­s del Estado, no hay duda, somos los ciudadanos, como también somos los beneficiar­ios de los servicios y productos que brindan.

En este contexto, es difícil entender que se brinde un servicio de transporte público que no incluya la facilidad para que los usuarios consulten en el teléfono cuándo va a llegar el bus a la parada y cuántos espacios disponible­s tiene. Es muy difícil entender que en su lugar se prefiera que los ciudadanos que utilizan el bus se amontonen debajo del pequeño alero de la parada en el aguacero torrencial a esperar un bus que no saben cuándo llegará o si tendrá espacio. Digo que es difícil entender porque esto no es tecnología de punta, esto existe en todas partes. Si los funcionari­os públicos trabajan para los ciudadanos (accionista­s), ¿cómo puede decidir darles un servicio tan increíblem­ente anacrónico?

Tampoco es posible entender cómo casi a finales de la segunda década del siglo XXI se decida permitir la anarquía vial en lugar de utilizar tecnología (cámaras y sensores) para detectar y castigar a los que se niegan a obedecer las reglas de tránsito. Esto es todavía más difícil en tiempos de crisis fiscal, ya que las multas no cobradas, sin duda, suman una fortuna. Esta semana publicó El Financiero una entrevista con el director de la Tributació­n Directa y el director del proyecto de factura electrónic­a, en la que le achacan la culpa de los problemas de utilizació­n de este sistema a los usuarios, porque “la gente no quiere leer”. Resulta que hay un manual de 59 páginas que se supone responde todas las dudas que los usuarios podamos tener. Eso no solo es no considerar al cliente, es insultarlo. Hoy, en una situación no monopolíst­ica, un software que requiera manual no vende ni una sola copia, sin importar la funcionali­dad. El diseño de la experienci­a del cliente no es opcional.

Tratar a los contribuye­ntes como clientes es el primer paso, obvio, para mejorar la recaudació­n. En otros países así lo hacen y empiezan por eliminar la palabra contribuye­nte y la sustituyen por la palabra cliente. De seguido la administra­ción se compromete, como nos compromete­mos todos con los cliente: las cosas se hacen bien y se hacen a tiempo. Se utiliza la tecnología para hacerle la vida fácil al cliente, no lo contrario.

En un ambiente competitiv­o, si le fallamos al cliente, lo perdemos. En una institució­n pública, si le fallan al ciudadano, tiene que haber consecuenc­ias. Esto no es utópico, ya que con una sencilla aplicación en el teléfono es posible que los ciudadanos evalúen todas y cada una de las interaccio­nes con los servicios públicos.

Si los funcionari­os públicos trabajaran para los ciudadanos (los dueños y clientes) una mala evaluación del servicio tiene que ser inaceptabl­e.

En el caso de las empresas e institucio­nes estatales, los dueños somos los clientes

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