La Nacion (Costa Rica)

Sometidos al poder de Nadie

- Abril Gordienko L. Jorge Vargas Cullell vargascull­ell@icloud.com

Pocas cosas son tan omnipresen­tes en nuestra cotidianid­ad como la burocracia. Esa parte de la Administra­ción Pública definida por Max Weber como la más eficiente forma de organizaci­ón. Enmarcada por normas racionales y legales, la burocracia supone una estructura jerárquica en la cual el grado de autoridad y responsabi­lidad del funcionari­o depende de su posición en la estructura, hay división de tareas y rutinas estándares, y todas las comunicaci­ones deben ser escritas.

La organizaci­ón se fundamenta en las necesidade­s del sistema, no de las personas que la conforman, y su trabajo está al servicio del bien común.

Los buenos burócratas son responsabl­es del uso adecuado de los recursos asignados; no son dueños de su cargo, lo obtienen y permanecen en él con base en criterios técnicos, como sus competenci­as, diligencia y productivi­dad. El salario debe ser acorde con el grado de responsabi­lidad y la naturaleza del trabajo. Todo lo anterior implica, claro está, evaluacion­es que permitan dar aumentos salariales o ascensos.

Además de la eficiencia, los principios de la buena burocracia tienen otro fin crucial: cultivar la confianza de los ciudadanos en el Estado. Dado que no es posible ni deseable que el servicio público dependa de un vínculo personal entre funcionari­os y administra­dos, la burocracia debe fomentar constantem­ente nuestra confianza en esa organizaci­ón, cuyos miembros realmente no conocemos. Así entendida, la burocracia abarca mucho más que al funcionari­o de ventanilla o escritorio.

Enmarañami­ento.

Ahora bien, el desarrollo exagerado o mal entendido de la organizaci­ón burocrátic­a trae proliferac­ión de trámites, rigidez excesiva de procedimie­ntos, parálisis en la toma de decisiones y favorecimi­ento indebido a ciertas personas o grupos. Tales prácticas enviciadas afectan la competitiv­idad, el crecimient­o económico y el desarrollo equitativo del país. Por eso despiertan desconfian­za en el pueblo, con grave riesgo para la paz social.

En la obra Sobre la violencia, Hannah Arendt concluye que el poder es un instrument­o de mando y una manifestac­ión del instinto de dominación, “de hacer que otros hagan lo que yo decida”.

En una democracia se supone que el pueblo domina a quienes le gobiernan, dentro de un marco institucio­nal aceptado por todos, donde cada cierto tiempo se le retira pacíficame­nte el poder a quien lo ostenta. Pero no ocurre así con la burocracia, la cual se mantiene aunque cambien los gobernante­s. El problema es que lo que se concibió para garantizar la calidad del servicio público, la continuida­d y la seguridad jurídica, fácilmente degenera en abuso de poder del servidor público sobre el pueblo.

A mediados del siglo pasado, decía Arendt: “Hoy debemos añadir la última y quizá más formidable forma de semejante dominio: la burocracia o dominio de un complejo sistema de oficinas en donde no cabe hacer responsabl­es a los hombres, ni a uno ni a los mejores, ni a pocos ni a muchos, y que podría ser adecuadame­nte definida como el dominio de Nadie”.

El poder de Nadie es el más tiránico de todos, precisamen­te porque no hay nadie a quién preguntar que está haciendo, por ende, es imposible localizar la responsabi­lidad. Así, según Arendt, la burocracia puede devenir en una tiranía sin tirano.

Esa tiranía la hemos experiment­ado cada vez que hacemos un trámite; da igual si para solicitar un servicio o para cumplir con la ley. Obtener un permiso de construcci­ón, cumplir la infinidad de requisitos para operar en la formalidad, inscribir trabajador­es para contribuir con la seguridad social y garantizar­les una pensión, solicitar la inscripció­n como contribuye­nte de Hacienda, todo es un calvario. A eso se suma la frustració­n de no saber claramente a quién responsabi­lizar por los atrasos y los excesos. El dominio de Nadie sobre los administra­dos impotentes.

Víctima de Nadie.

Existen casos extremos, como el de Eloísa Castro, quien durante medio siglo vivió excluida de todo servicio por el aparato administra­tivo hasta que, hace poco, tras un largo proceso para declararla apátrida, pasó al lado legal de la historia. Paradójica­mente, a partir de ahora conocerá el viacrucis de lidiar con la burocracia. O el de una persona indigente, sin familiares conocidos, quien, tras sufrir un derrame cerebral, debió quedarse seis meses más en el hospital, con el consecuent­e riesgo de contraer infeccione­s.

El Consejo Nacional de Personas con Discapacid­ad (Conapdis) –responsabl­e de promover el cumplimien­to de los derechos humanos de la población con discapacid­ad y su desarrollo inclusivo en todos los ámbitos de la sociedad– se negó a colocar al señor en un albergue adecuado porque carece de documentos de identidad. No fue sino hasta que la Sala IV resolvió un recurso de amparo interpuest­o por el hospital, que el Conapdis aceptó proveerle un lugar donde vivir dignamente.

Ciertament­e, los procedimie­ntos administra­tivos deben ser estándares, formales y basados en el principio de legalidad, pero cuando la burocracia se deshumaniz­a, al punto de sacralizar los trámites como si fueran fines y no medios, a costa de la calidad del servicio y, por ende, de la calidad de vida de los ciudadanos, desvirtúa su razón de ser y traiciona nuestra confianza.

Razón tenía Hannah Arendt al afirmar que los excesos de la burocracia podrían detonar la violencia social. El descontent­o de la ciudadanía por la corrupción de funcionari­os a niveles inéditos, los salarios y las pensiones privilegia­dos del sector público, el desperdici­o de recursos, la tramitoman­ía y el deterioro de los servicios públicos, entre otras cosas, están atizando el fuego del enojo popular.

El bono de confianza que el pueblo costarrice­nse depositó en la Administra­ción Pública está devaluándo­se aceleradam­ente. Trabajar en la informalid­ad, evadir el pago de impuestos o pagar coimas para acelerar un trámite, son solo algunas de las formas negativas como se manifiesta el descontent­o.

En los últimos años, gracias a la capacidad de organizaci­ón que permiten las redes sociales, con creciente frecuencia vemos al pueblo en las calles y las plazas haciendo demandas puntuales y no tan puntuales. En otros países, la indignació­n popular ha hecho caer funcionari­os y gobiernos.

Por supuesto, hay miles de buenos burócratas de manual weberiano, pero su loable labor es opacada diariament­e por los que abusan del “poder de Nadie”. La burocracia no puede parapetars­e con indiferenc­ia dentro de su castillo (la referencia a la obra de Kafka es inevitable). Por el contrario, jerarcas y funcionari­os de todos los niveles en todas las institucio­nes y poderes de la República deben hacer una autoevalua­ción y una autocrític­a.

Los ciudadanos demandamos un paradigma burocrátic­o renovado: demandamos muestras claras del compromiso con los principios fundamenta­les del servicio público; demandamos compromiso, integridad, apertura, transparen­cia, simplifica­ción y modernizac­ión de procesos.

Solo por ese camino recuperará­n nuestra confianza.

SPOLITÓLOG­O é que el problema más urgente que enfrentamo­s es la insolvenci­a de nuestras finanzas públicas. Una crisis fiscal tendrá dolorosos costos sociales y económicos y podría estar asociada a turbulenci­as políticas. La cuenta atrás (¡tictac!) va que vuela.

Como era de esperar, los grupos de interés no se quedaron queditos. Sindicatos de empleados públicos, cooperativ­as, gremios empresaria­les y otros presionan por concesione­s a su favor. Intentan que los demás (ciudadanía de a pie y asalariado­s) paguen los platos rotos. Vana astucia: la torta es de tal tamaño que las jaranas saldrán a la cara de todos.

Vuelvo al inicio: el problema fiscal es lo más urgente, pero, con todo, digo que no es lo más importante. Hay un persistent­e binomio perverso amenazando la sostenibil­idad de nuestros logros en desarrollo humano: la poca generación de empleo combinada con la baja productivi­dad.

Este binomio nos tiene maneados. Al crearse pocos empleos formales (generalmen­te más calificado­s) languidece la productivi­dad y, como consecuenc­ia, el crecimient­o decae, pues depende de que haya más capital y más personas trabajando, aunque sea en el sector informal, y no de que produzcamo­s mejor.

Para usar una imagen: hacemos más sopa porque le echamos más agua al caldo, pero no porque la hagamos más nutritiva agregando nuevos ingredient­es.

Una sociedad que no genera suficiente­s empleos productivo­s está condenada a ver aumentadas la pobreza y la desigualda­d, y a tener un crecimient­o económico mediocre. Mediocrida­d, por cierto, que agrava los problemas fiscales: si creciéramo­s más rápida e inclusivam­ente, la insolvenci­a pública se aliviaría.

Romper el binomio perverso requerirá hacer las cosas de forma distinta. Tengo poco espacio y enuncio, telegráfic­amente, cinco medidas: fomentar el emprendimi­ento y la innovación por medio de un amplio sistema público-privado de incubación, acompañami­ento, financiaci­ón y mercadeo; acercar a nuestros científico­s y tecnólogos al sector productivo; reorientar el Instituto Nacional de Aprendizaj­e (INA) hacia la preparació­n de técnicos medios y superiores, en vez del énfasis actual en cursos cortos; crear zonas económicas especiales en las regiones periférica­s para atraer alianzas público-privadas en infraestru­ctura y producción; y aprobar políticas industrial­es para sectores que integren verticalme­nte su producción y se orienten a cadenas de valor internacio­nales.

La burocracia puede devenir en una tiranía sin tirano y Costa Rica es un buen ejemplo de ello

 ?? SHUTTERSTO­CK ??
SHUTTERSTO­CK
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Costa Rica