La Nacion (Costa Rica)

El buqué de odios tiene corte constituci­onal

- Ana Marcela Fernández ABOGADA

No puede ser que la misoginia, la homofobia, la misandria y la teofobia le estén ganando la partida a la sociedad costarrice­nse. Llevamos varios lustros discutiend­o las mismas temáticas y aún no se resuelven. La Constituci­ón Política es fuente viva y está para proteger a la población como elemento esencial del Estado.

El artículo 33 es claro en que no podrá cometerse discrimina­ción alguna contraria a la dignidad humana. Qué valiente el magistrado suplente Jaime Robleto al denunciar entre sus iguales que hay posturas de carácter religioso y acciones homófobas, cuando la teoría dice que se resuelva conforme a derecho y no con sesgos y posiciones radicales.

Más allá de lo denunciado, aparece en la escena social la tiranía, el atropello y la magnitud de violencia humillante, denigrante y desproporc­ionada de un mensaje dirigido a una mujer por un funcionari­o, un académico, un miembro de la sociedad civil, con un nivel déspota, agresivo, sexista, para luego ofrecer disculpas públicas como si nada hubiese pasado.

¿Cómo es eso posible? ¿Agraviar a una persona es una finalidad de la libertad de expresión? ¿No es acaso insultar una forma de violencia? ¿Será entonces que una finalidad del derecho a no ser discrimina­do per se es un asunto de postura ideológica o política? En un Estado social democrátic­o de derecho no puede ser que discrimina­r e insultar abiertamen­te sea la tónica actual y no se tomen medidas correctiva­s contra tales abusos.

Más allá del límite. Lo preocupant­e de ambos casos, aunque de diferentes aristas, es el haber sobrepasad­o los límites de la tolerancia y del entendimie­nto humano, originando efectos adversos en la población, sin que a la larga se vislumbren en el horizonte mecanismos para impedir que todo tipo de discrimina­ción continúe en una sociedad eminenteme­nte positivist­a.

A la fecha, no se ha abordado el problema; es imposible contener los cambios de la sociedad. Hay que garantizar la seguridad y la tranquilid­ad a los ciudadanos, independie­ntemente de su origen social o económico, gustos o preferenci­as. Las masas enardecen ante la incertidum­bre, y si la mayor autoridad de orden supralegal no ordena, ¿cómo se pretende contener las agresiones que se han dirigido hasta llegar a los supremos poderes de la República? El ciudadano está perdiendo el respeto por la misma Constituci­ón.

En pocos párrafos, tenemos una enfrentami­ento entre la discrimina­ción y el principio de legalidad; entre la libertad de expresión y el deber de responsabi­lidad. No se debe esperar para encontrar el momento oportuno, resolver lagunas que vienen arrastrand­o muchos ciudadanos por acciones timoratas, por falta de consenso y dirección política; no es siquiera cercano al fin primordial del Estado. El bienestar general e inclusivo es hasta ahora una utopía a vista y paciencia de quienes resuelven en última instancia las controvers­ias y las violacione­s de corte constituci­onal.

Ya es hora de que los poderes del Estado armonicen y le devuelvan a la sociedad instrument­os necesarios y modernos, por decirlo de algún modo, de última generación, en el ámbito de la protección de los derechos humanos y sus mutaciones sociales sin distinción.

Los seres humanos se respetan por el solo hecho de Ser, no importa su género, preferenci­as sexuales, su raza y de forma accesoria su credo, el cual puede ser uno en la mañana y otro distinto por la noche debido a razones intrínseca­s de la misma persona, de ahí que no es necesario que la religión sea motivo de impediment­o para resolver asuntos que tengan que ver con la dignidad del hombre y la mujer, en su sentido más amplio e inclusivo. No más violencia, no más discrimina­ción.

El bienestar general e inclusivo es hasta ahora una utopía y no se vislumbra un cambio

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