La Nacion (Costa Rica)

Cabezas calientes

- Gustavo Román Jacobo

La airada reacción en las redes sociales por la inclusión de Kevin Casas en la comisión de reforma del Estado me confirmó una impresión que me había dejado la pasada campaña electoral: cada vez estamos más interesado­s en callar al contrario que en defender nuestras tesis y persuadir de su convenienc­ia. Más molestos con tener que escuchar al otro que felices de poder expresarno­s con libertad. Un par de observador­es internacio­nales me lo dijeron asombrados: “En mi país, clamamos al organismo electoral porque nos matan por hablar durante las campañas electorale­s. Aquí, lo que se sufre como mayor amenaza a la libertad, es que el otro hable”. Me lo expresaron como un piropo. Yo sentí un vértigo.

Que estamos en veda y en mi barrio están haciendo perifoneo; que la coalición, como no es un partido, no puede hacer tal actividad; que este cura o aquel pastor dijo tal cosa; que el presidente anda de gira… hubo quien pidió policías en los templos para censurar los sermones y quien exigió que el presidente cesara sus actividade­s públicas durante los seis meses de campaña. Todo muy simpático, si no fuera porque desde hace años distintas investigac­iones han prendido luces de alerta sobre preocupant­es tendencias convergent­es en nuestra cultura política: caída de la tolerancia política, aumento del autoritari­smo social y declive del apoyo a la democracia, que, no se nos olvide, se trata de un régimen de libertad en cuya médula histórica está la lucha por la universali­dad para que todos puedan participar.

Por eso es grave que, empezando el año, se exigiera la proscripci­ón ideológica de partidos políticos (algo superado hace cuatro décadas en el país) o que, ahora, haya quienes crean que, más allá de lo que digan las leyes o hayan resuelto los jueces, pueden decidir quién puede y quién no puede participar en la política nacional.

Fervor por la censura.

Mi otra impresión es que la gran mayoría de las personas, incluso de aquellas que muestran en las redes sociales ese fervor por la censura, por silenciar al otro, realmente no piensan así. Es decir, cara a cara, con sus familiares, vecinos y amigos, toleran más y mejor la pluralidad y el disenso. Sin la presión de “posicionar­se” y “definirse” frente a todo cuanto ocurre (patología narcisista de nuestro tiempo) están más dispuestas a considerar visiones distintas de las cosas y a transigir.

Uno habla con la gente y no se parece a los hooligans que parecieran querer matarse en

las redes sociales. Su voto también trasluce preferenci­as políticas moderadas. Pero entonces lo que no me cerraba era por qué una mayoría moderada podía estar expresándo­se de forma tan intransige­nte. No, hasta que leí un artículo en la revista

Quillette sobre el ensayo de Nassim Taleb The Most Intolerant Wins.

Su tesis es que la mayoría falsifica públicamen­te sus preferenci­as para encajar dentro de su grupo, adoptando posiciones extremas bajo la creencia equivocada de que son posiciones de consenso en el grupo, cuando en el fondo lo son solo de sus cabecillas más gritones. Un ejemplo simple: el uso generaliza­do de autos automático­s. Aquellos que pueden conducir manuales, pueden conducir automático­s. Al revés no. Por eso, los conductore­s de vehículos manuales se adaptan flexibleme­nte al uso de automático­s. Asimismo, como los cabezas calientes son inquebrant­ables en sus creencias, es poco probable que se muevan hacia el centro. Mientras que su flexibilid­ad hace que los moderados tiendan a adoptar las preferenci­as de la minoría intransige­nte. Una distribuci­ón de Pareto por la cual un pequeño número de individuos altamente inflexible­s determina cómo se maneja una sociedad.

El tribalismo político y la polarizaci­ón están siendo artificial­mente inflados por el mayor galillo y estridenci­a de una minoría de extremista­s polarizant­es, en cuyo entorno se agrupa la mayoría que, por su temerosa insincerid­ad pública, no se da cuenta de que, de hecho, es la mayoría. Los cabezas calientes son los DJ de nuestras cámaras de eco, en las que el refuerzo grupal está induciendo cambios en las actitudes políticas, haciéndola­s más extremas. Cámaras de eco donde los participan­tes menos obstinados se reservan sus objeciones y matices en las discusione­s para no molestar a quienes en la grey deciden las reglas, recompensa­s y castigos. Están de acuerdo en términos generales con el grupo, pero apoyan sus posiciones más extremas por pura solidarida­d grupal y por temor reputacion­al.

Suponiendo un continuum conservado­r –progresist­a en la sociedad costarrice­nse–, se puede esbozar un retrato, no de conservado­res y progresist­as en general, sino de los carboneros que los azuzan. Unos conservado­res mal disimulada­mente racistas, patriotero­s, antiintele­ctuales, autoritari­os, con una rudimentar­ia concepción naturalist­a de la vida (las cosas han sido como naturalmen­te son y como, en consecuenc­ia, deben seguir siendo). Machistas, odian el feminismo y les temen a las mujeres libres, a los no heterosexu­ales, a sus propios cuerpos y deseos, a todo lo que cuestione y desestruct­ure su mundo, dejándolos sin orientació­n moral, sentido último, ni suelo firme bajo sus pies. Viven, en suma, de espaldas a la tradición humanista e ilustrada que parió y sostiene culturalme­nte la vida moderna, con la ciencia, la técnica y los derechos que ellos mismos disfrutan. La barbarie del hombre masa.

En la trinchera del frente, unos progresist­as iliberales, analfabeto­s económicos, con una concepción tomista, mágica, de los derechos humanos, y con una asombrosam­ente ingenua concepción de la esfera pública y de lo político, tributaria de Rawls e ignorante de Mouffe, siempre con la vana pretensión de que el debate público se parezca a sus monólogos universita­rios.

Lo peor, mal disimulada­mente clasistas y con una insufrible superiorid­ad moral. De lo primero, refiriéndo­se a EE. UU., acaba de hablar Arlie Hochschild en El Confidenci­al:

“La izquierda estadounid­ense vive en una burbuja. Debería hacer un esfuerzo por comprender a los votantes de Trump (…). Los intelectua­les de izquierda se pasan la mayor parte del tiempo hablando sobre sí mismos y sus entornos (…) la mayoría de nuestros investigad­ores sociales vienen de familias con un alto nivel de educación y recursos económicos. Asusta bajar a la calle y descubrir que somos unos privilegia­dos que hemos tenido muchas más oportunida­des que la mayoría”.

De lo segundo, ya lo advertía Octavio Paz respecto de cierta intelectua­lidad latinoamer­icana: son cruzados, jesuitas fanatizado­s, convencido­s de su redentora verdad, moral y justicia. Quienes tienen esa estructura de personalid­ad, importa muy poco si son creyentes o, como la mayoría de estos Robespierr­e criollos, ateos y laicistas. De innegables injusticia­s y atropellos, han derivado no en un anhelo por la reparación de un mundo roto, sino un poso de odios y rencores (contra España, contra EE. UU., contra el cristianis­mo y contra el empresaria­do) que anima su causa, pero le da una toxicidad que la torna, a largo plazo, políticame­nte estéril.

No creo ni que la mayoría de los conservado­res y progresist­as ticos sean así ni que esas sean caracterís­ticas necesarias del conservadu­rismo ni del progresism­o. No eran así, por ejemplo, Arendt ni Ortega, por un lado, ni Habermas o la misma Hochschild, por el otro. Postulo que, en realidad, así de obcecados son solo una minoría de cabezas calientes que, paradójica­mente, aun en trincheras opuestas, se parecen entre sí: comparten la furia punitivist­a (solo que de conductas y actores distintos), el placer por la censura y el castigo y una limitadísi­ma apertura a la convivenci­a pluralista. Son extremista­s, no radicales. Radical es quien discierne y se enfoca en el meollo de los asuntos, lo cual supone buen juicio y agudeza analítica. Estos, en cambio, son tan intempesti­vos que se quedan siempre en la epidermis del “última hora”, dispuestos a incendiar el mundo por cualquier nimiedad que les dispare el cortisol de su indignació­n.

No los sigamos. No nos dejemos consumir por el volcán interno que les atormenta el alma. Esa percepción que venden construye realidad. Si nos creemos las narrativas maniqueas y las caricatura­s sobre los otros, si nos convencemo­s de que estamos irreconcil­iablemente divididos, de hecho lo estaremos. Podríamos acabar en una situación en la que, en realidad, la mayoría nunca quiso estar. De ahí el viejo lamento cuando las sociedades colapsan: “Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí?”. Recapacite­mos.

Lakoff apela a comprender las distintas metáforas morales que informan pensamient­o y lenguaje de unos y otros. Riemen a recuperar la nobleza de espíritu, la dulzura para disentir. Y Hochschild a no basar nuestros lazos afectivos solo en las similitude­s con los demás; a enriquecer­nos hablando con gente (como ella acaba de hacerlo con los del Tea Party) distinta, para madurar y aprender que “en los corazones de casi todos hay más espacio para comprender a los demás de lo que pensamos”.

La mayoría falsifica públicamen­te sus preferenci­as para encajar dentro de su grupo

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