Cabezas calientes
La airada reacción en las redes sociales por la inclusión de Kevin Casas en la comisión de reforma del Estado me confirmó una impresión que me había dejado la pasada campaña electoral: cada vez estamos más interesados en callar al contrario que en defender nuestras tesis y persuadir de su conveniencia. Más molestos con tener que escuchar al otro que felices de poder expresarnos con libertad. Un par de observadores internacionales me lo dijeron asombrados: “En mi país, clamamos al organismo electoral porque nos matan por hablar durante las campañas electorales. Aquí, lo que se sufre como mayor amenaza a la libertad, es que el otro hable”. Me lo expresaron como un piropo. Yo sentí un vértigo.
Que estamos en veda y en mi barrio están haciendo perifoneo; que la coalición, como no es un partido, no puede hacer tal actividad; que este cura o aquel pastor dijo tal cosa; que el presidente anda de gira… hubo quien pidió policías en los templos para censurar los sermones y quien exigió que el presidente cesara sus actividades públicas durante los seis meses de campaña. Todo muy simpático, si no fuera porque desde hace años distintas investigaciones han prendido luces de alerta sobre preocupantes tendencias convergentes en nuestra cultura política: caída de la tolerancia política, aumento del autoritarismo social y declive del apoyo a la democracia, que, no se nos olvide, se trata de un régimen de libertad en cuya médula histórica está la lucha por la universalidad para que todos puedan participar.
Por eso es grave que, empezando el año, se exigiera la proscripción ideológica de partidos políticos (algo superado hace cuatro décadas en el país) o que, ahora, haya quienes crean que, más allá de lo que digan las leyes o hayan resuelto los jueces, pueden decidir quién puede y quién no puede participar en la política nacional.
Fervor por la censura.
Mi otra impresión es que la gran mayoría de las personas, incluso de aquellas que muestran en las redes sociales ese fervor por la censura, por silenciar al otro, realmente no piensan así. Es decir, cara a cara, con sus familiares, vecinos y amigos, toleran más y mejor la pluralidad y el disenso. Sin la presión de “posicionarse” y “definirse” frente a todo cuanto ocurre (patología narcisista de nuestro tiempo) están más dispuestas a considerar visiones distintas de las cosas y a transigir.
Uno habla con la gente y no se parece a los hooligans que parecieran querer matarse en
las redes sociales. Su voto también trasluce preferencias políticas moderadas. Pero entonces lo que no me cerraba era por qué una mayoría moderada podía estar expresándose de forma tan intransigente. No, hasta que leí un artículo en la revista
Quillette sobre el ensayo de Nassim Taleb The Most Intolerant Wins.
Su tesis es que la mayoría falsifica públicamente sus preferencias para encajar dentro de su grupo, adoptando posiciones extremas bajo la creencia equivocada de que son posiciones de consenso en el grupo, cuando en el fondo lo son solo de sus cabecillas más gritones. Un ejemplo simple: el uso generalizado de autos automáticos. Aquellos que pueden conducir manuales, pueden conducir automáticos. Al revés no. Por eso, los conductores de vehículos manuales se adaptan flexiblemente al uso de automáticos. Asimismo, como los cabezas calientes son inquebrantables en sus creencias, es poco probable que se muevan hacia el centro. Mientras que su flexibilidad hace que los moderados tiendan a adoptar las preferencias de la minoría intransigente. Una distribución de Pareto por la cual un pequeño número de individuos altamente inflexibles determina cómo se maneja una sociedad.
El tribalismo político y la polarización están siendo artificialmente inflados por el mayor galillo y estridencia de una minoría de extremistas polarizantes, en cuyo entorno se agrupa la mayoría que, por su temerosa insinceridad pública, no se da cuenta de que, de hecho, es la mayoría. Los cabezas calientes son los DJ de nuestras cámaras de eco, en las que el refuerzo grupal está induciendo cambios en las actitudes políticas, haciéndolas más extremas. Cámaras de eco donde los participantes menos obstinados se reservan sus objeciones y matices en las discusiones para no molestar a quienes en la grey deciden las reglas, recompensas y castigos. Están de acuerdo en términos generales con el grupo, pero apoyan sus posiciones más extremas por pura solidaridad grupal y por temor reputacional.
Suponiendo un continuum conservador –progresista en la sociedad costarricense–, se puede esbozar un retrato, no de conservadores y progresistas en general, sino de los carboneros que los azuzan. Unos conservadores mal disimuladamente racistas, patrioteros, antiintelectuales, autoritarios, con una rudimentaria concepción naturalista de la vida (las cosas han sido como naturalmente son y como, en consecuencia, deben seguir siendo). Machistas, odian el feminismo y les temen a las mujeres libres, a los no heterosexuales, a sus propios cuerpos y deseos, a todo lo que cuestione y desestructure su mundo, dejándolos sin orientación moral, sentido último, ni suelo firme bajo sus pies. Viven, en suma, de espaldas a la tradición humanista e ilustrada que parió y sostiene culturalmente la vida moderna, con la ciencia, la técnica y los derechos que ellos mismos disfrutan. La barbarie del hombre masa.
En la trinchera del frente, unos progresistas iliberales, analfabetos económicos, con una concepción tomista, mágica, de los derechos humanos, y con una asombrosamente ingenua concepción de la esfera pública y de lo político, tributaria de Rawls e ignorante de Mouffe, siempre con la vana pretensión de que el debate público se parezca a sus monólogos universitarios.
Lo peor, mal disimuladamente clasistas y con una insufrible superioridad moral. De lo primero, refiriéndose a EE. UU., acaba de hablar Arlie Hochschild en El Confidencial:
“La izquierda estadounidense vive en una burbuja. Debería hacer un esfuerzo por comprender a los votantes de Trump (…). Los intelectuales de izquierda se pasan la mayor parte del tiempo hablando sobre sí mismos y sus entornos (…) la mayoría de nuestros investigadores sociales vienen de familias con un alto nivel de educación y recursos económicos. Asusta bajar a la calle y descubrir que somos unos privilegiados que hemos tenido muchas más oportunidades que la mayoría”.
De lo segundo, ya lo advertía Octavio Paz respecto de cierta intelectualidad latinoamericana: son cruzados, jesuitas fanatizados, convencidos de su redentora verdad, moral y justicia. Quienes tienen esa estructura de personalidad, importa muy poco si son creyentes o, como la mayoría de estos Robespierre criollos, ateos y laicistas. De innegables injusticias y atropellos, han derivado no en un anhelo por la reparación de un mundo roto, sino un poso de odios y rencores (contra España, contra EE. UU., contra el cristianismo y contra el empresariado) que anima su causa, pero le da una toxicidad que la torna, a largo plazo, políticamente estéril.
No creo ni que la mayoría de los conservadores y progresistas ticos sean así ni que esas sean características necesarias del conservadurismo ni del progresismo. No eran así, por ejemplo, Arendt ni Ortega, por un lado, ni Habermas o la misma Hochschild, por el otro. Postulo que, en realidad, así de obcecados son solo una minoría de cabezas calientes que, paradójicamente, aun en trincheras opuestas, se parecen entre sí: comparten la furia punitivista (solo que de conductas y actores distintos), el placer por la censura y el castigo y una limitadísima apertura a la convivencia pluralista. Son extremistas, no radicales. Radical es quien discierne y se enfoca en el meollo de los asuntos, lo cual supone buen juicio y agudeza analítica. Estos, en cambio, son tan intempestivos que se quedan siempre en la epidermis del “última hora”, dispuestos a incendiar el mundo por cualquier nimiedad que les dispare el cortisol de su indignación.
No los sigamos. No nos dejemos consumir por el volcán interno que les atormenta el alma. Esa percepción que venden construye realidad. Si nos creemos las narrativas maniqueas y las caricaturas sobre los otros, si nos convencemos de que estamos irreconciliablemente divididos, de hecho lo estaremos. Podríamos acabar en una situación en la que, en realidad, la mayoría nunca quiso estar. De ahí el viejo lamento cuando las sociedades colapsan: “Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí?”. Recapacitemos.
Lakoff apela a comprender las distintas metáforas morales que informan pensamiento y lenguaje de unos y otros. Riemen a recuperar la nobleza de espíritu, la dulzura para disentir. Y Hochschild a no basar nuestros lazos afectivos solo en las similitudes con los demás; a enriquecernos hablando con gente (como ella acaba de hacerlo con los del Tea Party) distinta, para madurar y aprender que “en los corazones de casi todos hay más espacio para comprender a los demás de lo que pensamos”.
La mayoría falsifica públicamente sus preferencias para encajar dentro de su grupo