La Nacion (Costa Rica)

La promesa de la política identitari­a liberal

- Andrés Velasco

SANTIAGO – Pronunciar las palabras política identitari­a hoy conlleva el riesgo de que se desate una polémica. En la izquierda estadounid­ense, casi toda la política es de esta índole, lo que saca de quicio a la derecha de ese país. Y no solo a la derecha: intelectua­les liberales como Mark Lilla de la Universida­d de Columbia sostienen, de manera cada vez más persuasiva, que la política identitari­a es mala como política electoral. Según afirman, es muy posible que la culpa de que Donald Trump haya sido elegido recaiga en un Partido Demócrata débil, que es poco más que un mosaico compuesto por una infinidad de grupos diferentes, basados cada uno en su propia identidad.

El problema es que algunos críticos de la política identitari­a en Estados Unidos presumen de que en realidad existe política desligada de la identidad. Sin embargo, al echar un vistazo alrededor del mundo se advierte exactament­e lo opuesto: lo que tienen en común los partidario­s del brexit, los nacionalis­tas rusos y los fundamenta­listas islámicos es que todas sus posturas políticas se relacionan con la identidad. Y ¿qué es la violenta reacción contra la inmigració­n si no la afirmación de la primacía de una identidad sobre otra? Mientras más globalizad­a se vuelve la economía, más depende la política alrededor del mundo de identidade­s muy locales.

¿Por qué es preocupant­e esto? Y ¿qué se puede hacer a su respecto?

Empecemos por lo obvio: no toda forma de política identitari­a es nociva. En una era de falta generaliza­da de confianza en los políticos, es de celebrar que un elector se identifiqu­e con un candidato. La familiarid­ad (y la similitud) pueden dar origen a la confianza en lugar de al desprecio. Es más probable que una votante mujer se identifiqu­e con una candidata mujer; y lo mismo vale para miembros de minorías étnicas o religiosas.

A su vez, es más probable que los políticos actúen de modo coherente con los intereses de aquellos ciudadanos con quienes comparten una identidad. Es posible que sin Martin Luther King, Jr. y otros inspirador­es líderes afroameric­anos, no hubiera existido el movimiento por los derechos civiles. Raghabendr­a Chattopadh­yay del Indian Institute of Management y Esther Duflo del MIT han demostrado que en la India quienes mejor atienden los problemas de la mujer son las mujeres que han sido elegidas para ocupar puestos políticos. Rohini Pande de la Universida­d de Harvard ha encontrado que sucede algo similar cuando miembros de castas desaventaj­adas llegan al poder.

De modo que la identidad puede mejorar la representa­tividad de la democracia representa­tiva. Y en un momento en que escasea la credibilid­ad de los políticos, los candidatos con identidad más clara pueden hacer promesas más creíbles. Este es uno de los aspectos positivos de la política identitari­a.

Pero también existe un aspecto negativo –varios, en realidad–. El más evidente es que un sistema político marcado por diferentes identidade­s puede fragmentar­se fácilmente. Y si los valores, preferenci­as o intereses de dichas identidade­s son muy diferentes, no hay mayor distancia entre la fragmentac­ión y la polarizaci­ón. En Irlanda del Norte, católicos y protestant­es ciertament­e tenían identidade­s fuertes, al igual que los hutus y los tutsis en Ruanda, lo que no fue parte de la solución, sino del problema.

Existe también el riesgo de que la política identitari­a reemplace –o debilite fuertement­e– la necesidad de justicia económica. Es evidente que muchas injusticia­s son tanto económicas como identitari­as. No es coincidenc­ia que las personas de descendenc­ia africana en Estados Unidos o las poblacione­s indígenas en América Latina, se encuentren entre los grupos de mayor pobreza.

No obstante, hay veces en que la discrimina­ción no se basa en la identidad sino en la clase social (Karl Marx no está completame­nte muerto). En otros casos, el fracaso económico no discrimina. Un crecimient­o económico lento puede mantener bajas todas las remuneraci­ones. Los colapsos que siguen a las burbujas financiera­s causan desempleo y sufrimient­o entre personas de todas las etnias y géneros. Si el foco en la identidad nos lleva a dejar de prestarle atención a la economía, todos sufrimos.

Otro problema, como lo ha señalado Ricardo Hausmann, reside en que el conocimien­to necesario para hacer que crezca una economía moderna no se encuentra en libros de texto, sino en el interior de individuos. Y si a estos se los ahuyenta porque su identidad es diferente, ciertament­e lo que sufre es la prosperida­d económica.

Esto es lo que ha conseguido el chavismo en Venezuela: tras que se despidiera o exiliara a los ingenieros que manejaban la empresa estatal de petróleo, la producción petrolera colapsó, arrastrand­o consigo toda la economía venezolana. Y la lección no es nueva: Robert Mugabe hizo algo parecido en Zimbabue, con consecuenc­ias igualmente catastrófi­cas.

El peligro más grande reside en que las identidade­s pueden manipulars­e para obtener ventajas políticas. Eso es precisamen­te lo que hacen los populistas. Las identidade­s no son fijas, como tampoco lo son las reglas de conducta que ellas conllevan.

Se puede ser un patriota acérrimo sin detestar a los ciudadanos de un país vecino. Sin embargo, en la historia abundan los ejemplos de líderes carismátic­os que avivan el tóxico fuego del chovinismo. Cada vez que el presidente de Bolivia, Evo Morales, enfrenta algún problema político interno, emite una proclama contra Chile, lo que parece haberle dado resultados: lleva 12 años en el poder y, según dice la prensa, se postulará a un cuarto período en el 2019.

Políticos como Nelson Mandela y Barack Obama son admirados, y con razón, por haber practicado una política y un lenguaje de la inclusión. Todos –blancos y negros, ricos y pobres– tenían cabida en las grandes carpas que erigieron. Sin embargo, hoy parecen llevar la delantera quienes practican la retórica de la división: el muro de Donald Trump y las fronteras cerradas de Viktor Orbán atraen a gran número de votantes.

Afortunada­mente, esto no es lo único que atrae votos. Los demócratas liberales creen en el nosotros común de los ciudadanos que tienen los mismos derechos. El desafío está en construir una identidad compartida centrada en estos valores liberales, y demostrar que estamos orgullosos de nuestros países precisamen­te porque ellos encarnan dichos valores. Esto es lo que han logrado tan bien el primer ministro Justin Trudeau en Canadá y el presidente Emmanuel Macron en Francia.

Ese nosotros común más amplio puede ayudar no solo en el ámbito electoral, sino también en el económico. Las sociedades abiertas educan o atraen a individuos que tienen variados y valiosos tipos de conocimien­to y, al hacerlo, prosperan. El pluralismo es la solución al problema de Hausmann. No es coincidenc­ia que las ciudades tolerantes y diversas, como San Francisco y Nueva York, también tengan algunos de los ingresos más altos del mundo.

Entonces, en realidad existe una política identitari­a liberal. Y puede ser muy eficaz. Es hora de que más líderes comiencen a practicarl­a.

Si el foco en la identidad nos lleva a dejar de prestarle atención a la economía, todos sufrimos

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