La Nacion (Costa Rica)

Nicaragua recurrente

Acabar con la nueva tiranía es hoy, como en 1979, la tarea inmediata de nuestros vecinos

- Iván Molina Jiménez

El poeta nicaragüen­se Manolo Cuadra vivió en Costa Rica a inicios de la década de 1940. Una mañana, mientras asistía a las fiestas patronales de San José, el escritor Fernando Luján le preguntó de pronto: “¿Quiere conocer a don Ricardo?”.

Cuadra pensó que su acompañant­e quería jugarle una broma “porque no veía por allí ni carros blindados, ni cascos de acero, ni motociclet­as”. Por eso, respondió a Luján con otra pregunta: “¿Dónde están las ametrallad­oras?”.

Luján se limitó a señalar un carrusel: allí, entre el alboroto de los niños, “estaba el gran Ricardo Jiménez…, equilibran­do sobre un desalado caballito de madera, a su pequeña hija… como el más familiar de los ciudadanos ticos, teniendo por única guardaespa­ldas a su hijita”.

Según Cuadra, “ese hombre, al que el gran diario Pravda, de Moscú, había escogido entre cinco notables americanos –uno de ellos, Roosevelt– para responder a una encuesta trascenden­tal, estaba allí, al alcance de todos”.

Nadie lo miraba con especial atención, pero algunos lo saludaban con un “adiós, don Ricardo”, a lo que él respondía con un “adiós, amigo”, “un acto tan vulgar”, indicó Cuadra, “como si a mí me dijeran en la esquina del mercado: –Adiós, Manolo”.

Diferencia. La sorpresa de Cuadra fue similar a la de otros muchos visitantes, viajeros y estudiosos que, desde inicios del siglo XX, empezaron a notar que en Centroamér­ica coexistían dos tradicione­s políticas claramente diferencia­das: una autoritari­a y violenta, que prevalecía en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, y otra democrátic­a y civil, arraigada en Costa Rica.

Si bien Estados Unidos, desde inicios del siglo XX, promovió una política dirigida a reconocer solo los gobiernos centroamer­icanos surgidos de elecciones legítimas, ese intento por fomentar la democracia electoral en la región no prosperó. El fracaso resultó evidente después del golpe militar ocurrido en El Salvador en 1931 y de que los gobiernos de Guatemala y Honduras, por esos mismos años, adquiriero­n caracterís­ticas autoritari­as.

En Nicaragua, la situación fue distinta porque los estadounid­enses, a partir de sus intervenci­ones militares y de su experienci­a de lucha contra Augusto César Sandino, crearon las condicione­s perfectas para una dictadura de larga duración, que fueron debidament­e aprovechad­as por Anastasio Somoza García.

Anticomuni­smo. La diferencia entre esas dos tradicione­s se consolidó en la década de 1930: a medida que los partidos comunistas empezaban a dar sus primeros pasos en el Istmo y se profundiza­ba la crisis económica mundial de esa época, el resto de Centroamér­ica fue dominado por regímenes militares.

Costa Rica, pese a diversos intentos de golpe de Estado, permaneció gobernada por los civiles y permitió que los comunistas operaran normalment­e. En vez de ilegalizar­los, perseguirl­os y masacrarlo­s, las autoridade­s los combatiero­n mediante políticas sociales (inspiradas en las del New Deal de Roosevelt), dirigidas a establecer salarios mínimos y proporcion­ar empleo.

Aunque tras la guerra civil de 1948 los comunistas fueron perseguido­s y su partido fue ilegalizad­o, la represión que experiment­aron fue breve y moderada en comparació­n con el resto de Centroamér­ica y pudieron continuar con sus actividade­s proselitis­tas en diversos campos.

Guerra Fría. Las dictaduras surgidas después de 1930 colapsaron a mediados de la década de 1940 en Guatemala, El Salvador y Honduras. La extraordin­aria oportunida­d para la democratiz­ación que se abrió en ese momento fue, sin embargo, de corta duración, dado el inicio de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética y la política exterior de Washington a favor de regímenes militares de extrema derecha.

El nuevo escenario geopolític­o mundial fue trágico para el Istmo, ya que los estadounid­enses no solo desconfiab­an de las fuerzas democrátic­as interesada­s en reformar y modernizar las sociedades de El Salvador y Honduras, sino que en 1954 apoyaron un golpe de Estado que puso fin a la más importante experienci­a de democratiz­ación que hubo en el resto de Centroamér­ica antes de la década de 1970: la de Guatemala.

Además, figuras estratégic­as de los círculos estadounid­enses de poder estaban convencida­s de que José Figueres y las políticas sociales impulsadas durante su administra­ción (1953-1958) eran comunistas. En tales circunstan­cias, poco sorprende que Washington contribuye­ra a que la dictadura de Somoza se consolidar­a en Nicaragua.

Después del triunfo de la Revolución cubana (1959), el anticomuni­smo en el resto de Centroamér­ica se intensific­ó a tal grado que las políticas de la Alianza para el Progreso, impulsadas por la administra­ción de J. F. Kennedy para tratar de modernizar a esas sociedades, alentaron expectativ­as de cambio y democratiz­ación que no pudieron cumplir, como lo evidenció el golpe de Estado que derrocó en 1963 al presidente hondureño, socialment­e reformista, Ramón Villeda Morales.

Revolución. Entre una democratiz­ación siempre postergada y una pobreza masiva y perenne, la única vía que se abrió para reformar las sociedades del resto de Centroamér­ica fue la revolución, una opción viabilizad­a porque la Guerra Fría perdió intensidad en la década de 1970 y por el debilitami­ento de Estados Unidos tras su derrota en Vietnam.

Sin duda, el proceso que lideró el cambio fue la Revolución sandinista, que logró derribar la dictadura de Somoza en 1979 y abrió la esperanza de que desenlaces similares podrían ser posibles en El Salvador y Guatemala.

Tal expectativ­a, sin embargo, fue de corta duración, pues con el ascenso de Ronald Reagan a la presidenci­a de Estados Unidos, en 1981, la Guerra Fría recrudeció a escala global y tuvo entre sus escenarios principale­s a Centroamér­ica.

La intervenci­ón política y militar de Washington y sus aliados logró, con un enorme costo en vidas humanas, derrotar a la vía revolucion­aria; pero su legado fueron frágiles democracia­s, con un escaso margen de maniobra para promover el desarrollo económico y la distribuci­ón de la riqueza, asediadas por una extendida criminalid­ad –agudizada por las deportacio­nes masivas practicada­s por Estados Unidos– y bajo permanente tutela militar, como lo demostró, en el 2009, el derrocamie­nto del presidente hondureño Manuel Zelaya.

‘Mafiosizac­ión’. De 1970 en adelante, en el resto de Centroamér­ica, la principal experienci­a democratiz­adora fue la impulsada por la Revolución sandinista, pero su impacto institucio­nal fue muy limitado dado que, tras casi medio siglo de dictadura somocista, Nicaragua carecía de aquello con lo que Manolo Cuadra se topó cuando estuvo en Costa Rica a inicios de la década de 1940: una sociedad civil que constituía el fundamento de la política democrátic­a.

Nicaragua, en razón de ese vacío y del desgaste causado por la contrarrev­olución, experiment­ó un proceso similar al de otros países cuya precarieda­d institucio­nal posibilitó que la política se “mafiosizar­a”.

En su última etapa, esa “mafiosizac­ión” asumió la forma de una hibridació­n del clientelis­mo y el caudillism­o tradiciona­les con un populismo discursiva­mente izquierdis­ta y religioso, pero decisivame­nte comprometi­do con el capitalism­o corporativ­o. La tendencia a una creciente concentrac­ión de la riqueza por parte de la familia en el poder es similar a la que prevaleció durante los últimos años de la dictadura somocista.

Recurrenci­a. Desde la pacificaci­ón de finales de la década de 1980 e inicios de la de 1990, en el resto de Centroamér­ica se han experiment­ado dos oleadas principale­s de protestas sociales: las ocurridas en Honduras tras el golpe de Estado del 2009 que, con interrupci­ones, se han extendido hasta el presente, y las que han estremecid­o Nicaragua en los últimos meses.

La intensidad y la polarizaci­ón del conflicto nicaragüen­se son indicadore­s de que las fuerzas democratiz­adoras desatadas por la Revolución sandinista, faltas de las vías institucio­nales para canalizar su descontent­o, han retornado a sus orígenes –las calles y las barricadas– para reclamar, pese a la represión y al terrorismo estatal, el porvenir que les fue arrebatado.

Acabar con la nueva tiranía es hoy, como en 1979, la tarea inmediata, pero para recuperar ese futuro, es necesario que la sociedad civil nicaragüen­se se democratic­e y desarrolle una institucio­nalidad acorde, que impida que el autoritari­smo vuelva a recurrir. ■

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