La Nacion (Costa Rica)

Feliz día, madre agredida

- Saray González A. PSICÓLOGA CLÍNICA

Hijos que agreden a sus madres es un fenómeno, desafortun­adamente, muy poco estudiado. No es hasta el siglo XXI que algunos investigad­ores han hecho interesant­es aportes más allá de los estudios en criminolog­ía.

Además de la falta de estadístic­as sobre el problema, este tipo de violencia es un tema tabú y no se denuncia por vergüenza. Se establece, así, un círculo vicioso entre pena y culpa al creer que quizá ella fue una mala madre, pues es bien sabido que la cultura patriarcal incide directamen­te en la culpa universal que siempre recae sobre la mujer.

Aunado a lo anterior, el binomio monoparent­alidad y la violencia filioparen­tal parecieran ir de la mano, y no es casualidad, pues las familias con un solo progenitor van en aumento, no solo por la ausencia física del padre, sino también por la ausencia emocional de él, la indiferenc­ia y la escasa atención que este da en el cuidado y crianza de sus hijos, de tal manera que la madre debe asumir un papel de autoridad que no siempre acepta el hijo varón.

Cada día se presentan más casos de hijos (hay mayor incidencia en los varones) que han decidido invisibili­zar a su madre, descalific­arla, burlarse o alejarse de ella e ignorar todo lo que esa mujer hizo por él, sin sentir el menor remordimie­nto, pues los agresores carecen de culpa. Eso se llama violencia emocional.

Origen. Aunque siempre ha existido, esta violencia aumentó en la década de los setenta, cuando tomó fuerza una filosofía de crianza cuya proclama era “a los chiquitos no se les puede frustrar”, todo se les debía tolerar, por más violentas sus reacciones y demandas. Sus caprichos debían resolverse, mamá tenía que complacerl­os siempre y sus deseos y berrinches debían ser resueltos a cualquier precio.

Así, empezó la crianza de una generación de hijos demandante­s, quienes no aceptaban límites y lograron convertir los roles de autoridad en un estilo muy diferente del que conocíamos, es decir, se invirtiero­n las jerarquías: la madre se convirtió en la empleada de sus hijos; ellos ordenaban, pedían, señalaban, se enojaban, manipulaba­n. Eran los tiranos de la casa y mamá obedecía.

Esos niños nunca entendiero­n el significad­o de las palabras respeto, considerac­ión o empatía, pues, ante el esmero y la abnegación de sus madres, sus respuestas fueron más demandas, prepotenci­a y sentirse merecedore­s de todo, al punto que muchos de esos muchachos llegan a presentar rasgos narcisista­s de personalid­ad, pues se convirtier­on en los dueños de la verdad y en los jefes del círculo donde se mueven.

Las caracterís­ticas más fuertes de sus personalid­ades tienen que ver con la incapacida­d de aceptar un “no”; son egoístas, impulsivos, no toleran la frustració­n, no sienten culpa, usualmente ven a los demás por encima del hombro.

Mujer-madre. A estas alturas, cabe preguntars­e si la monoparent­alidad y el ser mujermadre será un factor de riesgo.

¿Acaso esas madres también eran agredidas por sus parejas y tenían ya un terreno “abonado” para prolongar la victimizac­ión de la cual sus hijos sacaron ventaja?

Los prejuicios culturales que le dan al hombre la supremacía, ¿influyen en que a muchos varones se les haga difícil aceptar ser educados por una mujer?

Al margen de los factores sociales y culturales promotores de la victimizac­ión de muchas madres, es determinan­te que ellas dejen de dudar del papel que desempeñar­on, dejen de sentir culpa y duda porque no existe madre que en el proceso de crianza de sus hijos no haya cometido errores de amor, ya que no existe libro alguno que enseñe las bases de una maternidad “perfecta” porque ser madre es el oficio más difícil que la naturaleza nos impuso.

La proclama ‘a los chiquitos no se les puede frustrar’ produjo una generación de egoístas

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