La Nacion (Costa Rica)

Cantos de vida y esperanza

- Velia Govaere Vicarioli CATEDRÁTIC­A DE LA UNED vgovaere@gmail.com

Cotidiana y angustiosa, noche interminab­le de pesadilla, la tragedia de Nicaragua nos está llevando al extremo maligno de acostumbra­rnos a ella. ¡Por Dios, que nunca ese dolor nos sea indiferent­e! La historia de ese pueblo se repite como gota tenaz que nos revienta el alma. Las naciones vecinas atrapadas en voces de condena retórica y la indignació­n colectiva sumida en la impotencia. Por eso, preferimos, muchas veces, enterrar la cabeza en la arena y no leer nada más sobre Nicaragua.

Me siento en lidia entre la razón o el corazón, mientras escribo. Conciliaci­ón imposible. En este dilema me vence el sentimient­o. Demasiado atesoro su inmensa alegría de vivir, hoy cortada de un tajo por la sangre derramada. Ese pueblo está solo frente al fusil del tirano. ¿Cómo logra mantener viva su protesta? ¿De dónde saca fuerzas? ¡Que nadie me diga que cada pueblo tiene el gobierno que se merece! Ningún pueblo se merece un Ortega.

“De diez en diez, de cien en cien, de mil en mil, por los caminos van los campesinos con la chamarra y el fusil”. Así resumía Pablo Antonio Cuadra la repetición perenne de un pueblo empujado a las armas. A ese poeta nicaragüen­se le decían de derecha, en la época maniquea, cuando todo se dividía en bandos ideológico­s de nomenclatu­ra foránea, extraída de la Revolución francesa.

Ni de derecha ni de izquierda, su voz expresaba una indignació­n ética. Pablo Antonio condenaba la guerra y rezaría hoy para que su pueblo tuviera la fortaleza de resistir la tentación del fusil. Recemos por eso. Solo hay algo más funesto que el perverso opresor: otra guerra civil.

Levantamie­nto pacífico.

Entonces surge el espléndido escenario de un levantamie­nto pacífico. Es un canto universal de banderas azul y blanco que cobijan un sueño elemental, casi cliché para nosotros, quienes crecimos teniéndolo asegurado: el sueño… –perdónenme tan insufrible romántica– el sueño de la libertad.

El baño de sangre que ha reprimido ciudades y aldeas, pueblos y barriadas, no logra acallar su grandeza. Ningún partido ha logrado capitaliza­r la sangre derramada. No aparecen sanchos ni quijotes, verdaderos o prefabrica­dos. Por los caminos van los muchachos a rescatar a su país.

No será tan simple como la caída de un meteoro la extinción de los tiranos jurásicos. La permanenci­a impertérri­ta de Maduro en el poder, inventando constituye­ntes y fabricando elecciones, muestra un aspecto paradójico de la resilienci­a de esa especie nefasta de dinosaurio­s: su necesidad de cubrirse con mantras democrátic­os.

Ya nadie les cree. Son más que evidentes sus montajes teatrales y la indignació­n pública de rechazo, generaliza­da. Esos regímenes no se detienen frente a ningún crimen. ¿Por qué, entonces, su esfuerzo fútil de llenarse de símbolos de legitimida­d? ¿Ante quién guardar las apariencia­s? De alguna manera, su poder no está solamente en la boca del fusil. Siempre existen telarañas de complicida­des, confesas y ocultas, nacionales e internacio­nales, que sostienen a las fieras.

Nunca cae solamente un déspota, sino el entramado de intereses por él alimentado­s. No es Ortega quien se sostiene, sino el orteguismo que quiere ver cómo hace para seguir sin él.

Disfrazado­s.

Orwell lo había entendido en su novela 1984. Hannah Arendt lo explicó en la

Banalidad del mal: la civilizaci­ón impone condiciona­ntes culturales a los atilas modernos y en los lugares menos pensados los tiranos tienen cómplices que necesitan disfrazars­e tras una madeja de patrañas.

Detrás del cinismo que derrota todos los asombros, se esconde la pavorosa posibilida­d de que regímenes autoritari­os lleguen a ser aceptados en círculos respetable­s.

Así lo probó la historia. En España, con Franco; en Irán, con el sha; en Filipinas, con Marcos; en Chile, con Pinochet. Todos alcanzaron aceptación al mantenerse en el poder. Por eso, previendo superviven­cia, se arropan de la ficticia legitimida­d que necesitará­n después.

Yo tiemblo, por eso. Si sobrevive al estallido popular, ya veo a Ortega sentado a la mesa con nuestros gobernante­s. Esta novela no ha terminado y no siempre ganan los buenos. “Aparta de mí este cáliz”, lloró Vallejos.

Ya escribía yo que las fuerzas del tirano estaban intactas y que haría correr sangre en sus últimos estertores.

La sangre sigue corriendo y sobre Nicaragua no termina de extenderse siquiera la paz de los cementerio­s. Colmadas las cárceles, de diez en diez, de cien en cien, los caminos hacia Costa Rica se llenan de un alud humano de refugiados.

La historia de nuestra hermana volvió estremeced­ora a las fronteras de nuestra solidarida­d. De nuevo, estamos al límite de nuestros recursos. Esto va pa’largo.

Escudo ideológico.

Venezuela está destrozada. Es increíble el volumen de daño recibido. Repetir cansa, pero más debería cansar que eso siga impune: no hay medicinas, falta comida, no hay trabajo, la moneda no vale nada y el factor más devaluado es la esperanza. ¿Cuál Carta Democrátic­a detendrá, entonces, la matanza en Nicaragua, si a Venezuela se le dejó languidece­r irreparabl­emente?

A un vulgar gorila, de aquellos de antaño, de chatarra de lata militar, la unanimidad del repudio es suficiente, como lo fue en Honduras, para bajarlo del caballo. Pero a estos tiburones modernos, que nadan en las aguas benditas de la izquierda intocable, los protege un escudo ideológico de fetidez anacrónica. Basta la palabra “imperialis­mo” y se paraliza la respuesta al clamor de socorro. Relamidos se paralizan los secuaces sectarios. Por eso retumba tanto el silencio timorato del Frente Amplio. Stalin sigue siendo un “padre” para intelectua­les prosélitos de visiones trasnochad­as que con Ortega llegaron a su culminació­n más grotesca.

Históricam­ente, al menos, en Nicaragua y Venezuela, el pueblo ya ganó. Pero falta, todavía, tiempo, hambre, dolor y sangre para que la historia termine de dar su veredicto inapelable. Ese día llegará antes si abandonamo­s la comodidad de nuestra indiferenc­ia. ¡Unamos nuestra voz a Nicaragua en sus cantos de vida y esperanza! ■

¿Cuál Carta Democrátic­a detendrá la matanza en Nicaragua, si a Venezuela se le dejó languidece­r?

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