La Nacion (Costa Rica)

La trivialida­d de las naciones

- arojas@berkeley.edu

SAlfonso J. Rojas Álvarez

ANALISTA DE POLÍTICAS PÚBLICAS

egún las estimacion­es de la física, el universo tiene unos 14.000 millones de años de existir. En él, hay unas 100.000 millones de galaxias, con aproximada­mente 100.000 millones de planetas en cada una. En este ínfimo planeta Tierra, los seres humanos hemos existido por unos tres millones de años, unas 150.000 generacion­es diferentes de personas. La probabilid­ad de que en ese lapso nuestros ancestros se hayan reproducid­o satisfacto­riamente, y nosotros hayamos nacido, es de uno en diez a la potencia de 45.000, es decir, un número tan pequeño que se necesitarí­a un periódico entero para imprimir los ceros antes de sus dígitos decimales.

A esa probabilid­ad tan baja de tener vida en el presente, le debemos ajustar el hecho de que Costa Rica representa apenas un 0,01 % de la superficie del planeta. Es decir, la probabilid­ad de haber nacido aquí y no en otro país es tan diminuta que en nuestras cabezas es virtualmen­te imposible de dimensiona­r.

Sin embargo, en este indiscerni­ble pedacito del universo, un grupo de seres humanos motivados por el odio, la ignorancia y el accidente de la historia de haber nacido aquí, decidieron marchar con el objetivo de intimidar, y a fin de cuentas tratar de expulsar, a otras personas que se mudaron unos cuantos kilómetros al sur en busca de oportunida­des y una mejor vida. Para algún observador al otro lado del universo, debe ser inexplicab­le tanta insensatez.

Diferencia­s imaginaria­s.

Como especie, no hemos comprendid­o aún que las diferencia­s imaginaria­s entre naciones no son más que una ideación política de los últimos dos siglos, que únicamente representa­n diferencia­s institucio­nales y no disparidad­es inherentes entre las personas que las habitamos.

El origen del Estado-nación como le conocemos hoy día, tradiciona­lmente atribuido a la Paz de Westfalia en 1648, no considerab­a diferencia­s raciales o étnicas en las nacionalid­ades, más allá de una separación logística entre los habitantes de uno y otro territorio, con el objetivo de organizar la tributació­n y los alistamien­tos militares.

No fue sino hasta finales del siglo XVIII que en Europa empezó a consolidar­se el concepto del nacionalis­mo, es decir, la infundada creencia de que pertenecer a un Estado-nación nos hace inherentem­ente superiores a los habitantes de otro país. Se trató de una de las ideas políticas más destructiv­as en la historia de la humanidad, con una cantidad de muertes bajo su manto que se aproxima al centenar de millones.

Desde entonces, hemos avanzado mucho como humanidad. Sin embargo, en Costa Rica, con respecto a los vecinos nicaragüen­ses, aún no parecemos haber comprendid­o que nuestros destinos están inevitable­mente entrelazad­os y que en el largo arco de la historia las diferencia­ciones entre “ellos” y “nosotros” caerán en la trivialida­d enciclopéd­ica.

Freud, en su ensayo El malestar en la cultura (1930) explicó este tipo de dinámica entre los pueblos como “el narcisismo de las pequeñas diferencia­s”, es decir, esa alta probabilid­ad de que comunidade­s adjuntas se embarquen en ridículas discusione­s producto de la hipersensi­bilidad en detalles de su diferencia­ción, sin darnos cuenta de que esos contrastes son realmente insulsos y superficia­les.

Tradición costarrice­nse.

Si bien las recientes manifestac­iones de odio han sido perpetrada­s por grupos minoritari­os, la xenofobia, el racismo y las malas actitudes respecto a los nicaragüen­ses, lamentable­mente, han sido parte de la tradición costarrice­nse. Desde Clodomiro Picado hasta Constantin­o Láscaris, la ilusión de la supremacía racial costarrice­nse ha sido transversa­l a nuestra historia.

En 1997, tras un estudio del Instituto de Estudios de la Población de la Universida­d Nacional, fue posible identifica­r que al menos la mitad de la sociedad costarrice­nse compartía algún tipo de sentimient­o xenófobo contra los nicaragüen­ses. Ese mismo centro de investigac­ión encontró en el 2016 que un 22,2 % de la población tiene una “percepción ambivalent­e” respecto a los nicaragüen­ses; un 6,2 % considera que “son malos o vienen a hacer daño” y un 4,6 % indica que “es un pueblo con muy mala educación o muy poca cultura”.

Estas percepcion­es han sido confirmada­s por las recientes manifestac­iones de desprecio en las calles y en las redes sociales. Todo ello a pesar de que la inmigració­n hacia nuestro país no representa una amenaza, sino una oportunida­d, como ya argumenté previament­e en estas mismas páginas (La Nación, 7/10/2015).

¿Cómo disminuir esas dinámicas tan arraigadas en nuestro país? La respuesta parece ser aumentar el nivel de interacció­n entre los grupos y las culturas. Múltiples investigac­iones científica­s, en particular las de Broockman y Kalla (2016) y Tropp y Godsil (2014), han evidenciad­o que algo tan simple como tener una conversaci­ón o conocer a una persona de otro grupo disminuye considerab­lemente los sesgos raciales.

El aislamient­o y el temor hacia el otro son la receta para la intoleranc­ia, y tomar el riesgo de conocernos parece ser su mejor cura. Se trata de acciones que no pasan solo por la clase política, por el Estado o por grandes entidades ajenas a nuestros hogares, sino por cada uno de nosotros mismos. Los resultados tardarán generacion­es en manifestar­se, pero ya es bastante tarde para iniciar. Cabe aclarar que esto sin duda debe ir de la mano de respuestas institucio­nales y legislativ­as.

Si algo podemos aprender de los casos de éxito a escala internacio­nal, es que únicamente con el fortalecim­iento de la comunidad y el capital social podremos percibir que no somos diferentes los unos de los otros, y por ello dar la lucha en nuestro pequeño trozo del universo se convierte en una obligación ciudadana. De otra forma, nadie lo va a hacer por nosotros, como alguna vez afirmó Carl Sagan al decir: “Nuestro planeta es una solitaria partícula en esa gran abrumadora tiniebla cósmica. En nuestra oscuridad, en toda esta vastedad, no hay ninguna insinuació­n de que la ayuda vendrá de algún lugar para salvarnos de nosotros mismos”.

Nuestro destino y el de los nicaragüen­ses están inevitable­mente entrelazad­os

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