La Nacion (Costa Rica)

Hacia un nuevo paradigma de seguridad humana

- Javier Solana JAVIER SOLANA es distinguis­hed fellow en la Brookings Institutio­n y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolític­a Global de ESADE. © Project Syndicate 1995–2018

MADRID – En los últimos tiempos se está demostrand­o que la globalizac­ión dista mucho de ser un proceso constante y sin altibajos. Ciertos líderes políticos la han etiquetado irresponsa­blemente como el origen de todos los males, lastrando con ello el desarrollo de instrument­os de gobernanza multinivel. Y es que las voces de la nostalgia son cada vez más numerosas, y defienden cada vez con más ahínco la necesidad de reforzar los muros y rescatar los vínculos tradiciona­les entre los conceptos de “Estado”, “soberanía” y “seguridad”.

Siempre fue ingenuo suponer que las organizaci­ones internacio­nales, los actores transnacio­nales, las regiones o las ciudades desposeerí­an fácilmente al Estado de su papel central en las relaciones humanas. Sin embargo, sería igualmente ingenuo concluir que fenómenos como el brexit y la elección de Donald Trump nos han devuelto a un mundo puramente westfalian­o, en el que la primacía del Estado era incontesta­ble. La globalizac­ión está tan avanzada, y las interconex­iones son tan profundas, que desandar lo andado es poco menos que una quimera.

Ahora bien, en materia de seguridad internacio­nal, los mecanismos legales e institucio­nales existentes a escala global siguen sin ser los adecuados para hacer frente a las actuales amenazas. Esto ya era así antes de que el brexit y la llegada de Trump empeoraran las cosas, obstaculiz­ando más si cabe la cooperació­n entre países.

Como argumentan Chinkin y Kaldor en su imprescind­ible libro Internatio­nal Law and New Wars, la clásica distinción entre conflictos armados internacio­nales y no internacio­nales ha perdido vigencia, y lo mismo puede decirse de la dicotomía entre seguridad interna y externa. Un prototipo de las llamadas “nuevas guerras” es el conflicto sirio, que implica a un enorme abanico de actores (públicos y privados, domésticos e internacio­nales) y trasciende las fronteras estatales (ejemplo de lo cual era la presencia del Estado Islámico (EI) también en Irak, así como sus atentados en muchos otros países). Estas “nuevas guerras” suelen tener un fuerte componente identitari­o, extenderse durante un largo período y afectar en gran medida a la población civil.

El reciente repunte de conflictos con un componente intraestat­al implica que el modelo westfalian­o de soberanía, según el cual los Estados monopoliza­ban el uso legítimo de la fuerza dentro de sus fronteras, ha quedado totalmente obsoleto. Si pretendemo­s seguir construyen­do una sociedad que merezca el apelativo de “internacio­nal”, no podemos entender la soberanía únicamente en términos de autoridad, sino también de responsabi­lidad.

En buena lógica, pues, debemos estar abiertos a intervenir en un país determinad­o cuando su gobierno está comprometi­endo la seguridad de su propia población. Este razonamien­to constituye el núcleo de la “responsabi­lidad de proteger” (R2P), una doctrina adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas en el 2005.

No obstante, cuando el uso de la fuerza se ha justificad­o por motivos humanitari­os (ya sea antes o después de la adopción de la R2P) se ha optado por un enfoque estrecho en el que han primado las tácticas militares.

La R2P engloba la responsabi­lidad de prevenir y la responsabi­lidad de reconstrui­r, aspectos que en la práctica han sido relegados a un segundo plano. Además, las dos apelacione­s que ha hecho el Consejo de Seguridad a la R2P para autorizar intervenci­ones humanitari­as “con todos los medios necesarios” (en Libia y Costa de Marfil, ambas en el 2011) han sido acusadas de servir de subterfugi­o para inducir cambios de régimen. Desde entonces, la R2P –que se ha plasmado más bien como un derecho a intervenir, desprovist­o de codificaci­ón e invocado de forma selectiva– ha quedado estigmatiz­ada y, por consiguien­te, aparcada.

El bloqueo del que ha caído preso el Consejo de Seguridad a propósito de Siria es fruto en parte de estos descalabro­s, y deja patente que el humanitari­smo se encuentra todavía muy supeditado a criterios geopolític­os.

¿Estamos condenados, por tanto, a elegir entre los excesos intervenci­onistas de Irak o Libia y la impotencia de Ruanda o Srebrenica, donde los contingent­es desplegado­s por la ONU no estaban autorizado­s a interponer­se entre los genocidas y sus víctimas? Las conviccion­es dominantes en el seno de la Administra­ción Trump pueden reforzar la percepción de que esas son, en efecto, las únicas opciones sobre la mesa.

La larga lista de fracasos asociados a la política de cambio de régimen no ha hecho demasiada mella sobre los “halcones” neoconserv­adores, que vuelven a ocupar altos cargos de la administra­ción estadounid­ense, complement­ando las tendencias aislacioni­stas que en ocasiones ha dejado entrever Trump.

Pero no podemos resignarno­s a perpetuar el actual marco discursivo, ni debemos infravalor­ar la capacidad del derecho internacio­nal de transforma­rse y, al mismo tiempo, de transforma­r. Chinkin y Kaldor defienden que un modelo alternativ­o de seguridad está a nuestro alcance; un modelo en el que la protección del individuo –más que de los Estados– cope la lista de prioridade­s de la sociedad internacio­nal, sin que ello conlleve una actitud paternalis­ta.

Para garantizar su eficacia, este paradigma habrá de interioriz­ar las reivindica­ciones de las poblacione­s afectadas (incluidas las de las mujeres y otros colectivos estructura­lmente desfavorec­idos) e interpreta­r las amenazas a la seguridad de forma holística y no episódica. Asimismo, tendrá que dar preferenci­a a los medios civiles sobre los militares, poner especial énfasis en el desarme y anclarse firmemente en los derechos humanos y en un entramado normativo adaptado a las “nuevas guerras”. En definitiva, la noción de “seguridad humana” debe servirnos de revulsivo: de la responsabi­lidad de proteger, al derecho a ser protegido.

Los mimbres ya existen. De hecho, la R2P y el paradigma de seguridad humana se desarrolla­ron en paralelo, con el destacado apoyo de un gran referente ético a escala mundial, como fue el recienteme­nte fallecido Kofi Annan. En el 2004, el Grupo de Estudio sobre las Capacidade­s de Europa en Materia de Defensa presentó en Barcelona un informe titulado Una doctrina de seguridad humana para Europa, al cual se añadió tres años después el Informe de Madrid.

Este Grupo de Estudio articuló los principios que guiaron el incremento de misiones exteriores de la Unión Europea (UE), inspirando avances como la creación de asambleas populares consultiva­s o la introducci­ón de supervisor­es dedicados a verificar el cumplimien­to de los derechos humanos. Desgraciad­amente, igual que ocurrió con la R2P, dichos principios cayeron en desuso, arrastrado­s por las corrientes geopolític­as y eclipsados por los cánones militares de las campañas antiterror­istas.

Con todo, cabe recordar que las grandes reconfigur­aciones del derecho internacio­nal se han producido justo después de momentos críticos. En esta era de marcada vulnerabil­idad de la población civil, incluso a amenazas nuevas como los ciberataqu­es, reinventar el concepto de seguridad humana no es una cuestión de idealismo, sino de imperiosa necesidad. De este concepto podrá emanar una estrategia integral para gestionar los conflictos transversa­les y altamente corrosivos que se están multiplica­ndo. Al fin y al cabo, solamente hay una manera de contrarres­tar los efectos negativos de la globalizac­ión: reforzar los positivos.

No podemos entender la soberanía solo como autoridad, sino también como responsabi­lidad

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