La Nacion (Costa Rica)

Un pacto fiscal con músculo

- Kevin Casas

Por tercera o cuarta vez en dos décadas, la Asamblea Legislativ­a se apresta a votar una reforma tributaria. Esta vez lo hará contemplan­do el abismo. Un país que obliga a su ministra de Hacienda a escoger entre cumplir con las obligacion­es financiera­s del Estado y respetar la ley ha llegado a un momento límite. Un momento límite, pero no inédito.

Nos despeñamos por el precipicio fiscal a principios de la década de 1980 y a mediados de los noventa otra vez caminamos por la cuerda floja, que sorteamos por virtud de la última reforma tributaria que nuestro enmarañado sistema político fue capaz de procesar. La urgencia de resolver lo inmediato nos ha hecho perder de vista el grado en que los faltantes fiscales son parte de nuestro paisaje.

Quienes responsabi­lizan exclusivam­ente a la administra­ción de Luis Guillermo Solís o de Óscar Arias del predicamen­to actual se sorprender­án al saber que desde 1970 solo hemos tenido dos años con superávit fiscal (en la administra­ción Arias 2006-2010, dicho sea de paso). Todo lo demás ha sido un mar de cuentas en rojo. Esto viene de atrás.

Tan persistent­e déficit refleja nuestra incapacida­d como sociedad para decidir cómo vamos a pagar por el Estado que queremos. Cómo ha señalado Leonardo Garnier, hemos sido un país subdesarro­llado “casi exitoso”, con un estilo de desarrollo virtuoso, pero crónicamen­te incapaz de generar una estructura productiva y tributaria capaz de hacerlo sostenible. No podemos seguir evadiendo esa conversaci­ón.

Vergüenza.

Como tampoco podemos eludir otra, sobre si el Estado costarrice­nse es capaz de garantizar el estilo de desarrollo incluyente con el cual nuestra sociedad se comprometi­ó desde hace mucho tiempo. Debemos debatir con franqueza si se justifica financiar el Estado que tenemos. Aun a alguien como yo, que entiende la urgencia de resolver las angustias fiscales y tiene para sí que crear un sistema tributario progresivo y robusto es una asignatura crucial para nuestro futuro, se le cae la cara de vergüenza de pedir más impuestos para este Estado.

No tengo problema en pagar más tributos para que los niños en nuestras escuelas públicas aprendan inglés de verdad o para tener la infraestru­ctura que una economía abierta necesita para ser competitiv­a o para mejorar la capacitaci­ón requerida para que nuestros trabajador­es enfrenten el formidable desafío de la automatiza­ción.

Para todo eso pagaría impuestos (casi) con gusto. Pero, como a todos, me revienta engordar el fisco para pagar pensiones de un cuarto de millón de dólares al año para exfunciona­rios o para financiar al Consejo Nacional de Producción (CNP), que en la administra­ción anterior recibió casi ¢12.000 millones de transferen­cias del Gobierno Central para mantenerlo abierto, sin función aparente.

No es un problema ideológico, sino de elemental racionalid­ad: un Estado cundido de zombis institucio­nales y endeudado hasta la coronilla ni siquiera para hacer estatismo sirve. Digo más: esa conversaci­ón sobre la calidad del gasto es acaso más importante que el debate sobre la estructura tributaria. Cada uno de esos desaguisad­os sufragados por los contribuye­ntes es un mazazo a la legitimida­d del sistema tributario y un valladar en el camino de su reforma. Y, además, como lo demuestra la experienci­a de los países desarrolla­dos, el éxito de la redistribu­ción del ingreso depende más de la progresivi­dad del gasto público que de la progresivi­dad de los tributos.

Reforma de verdad.

Si no deseamos seguir montados en la noria de la insolvenci­a fiscal, Costa Rica necesita un pacto fiscal de largo alcance, precedido de una conversaci­ón seria y amplia sobre el sistema tributario y, aún más, sobre la calidad del gasto y la inversión pública que requiere el país. Esa discusión debe tener, al menos, seis componente­s:

Debemos definir la magnitud, distribuci­ón y estructura de la carga tributaria que necesitamo­s. Ese debate debe partir de la profunda observació­n que alguna vez me hizo José Borrell, por muchos años ministro de Hacienda y hoy canciller de España: la función primaria del sistema tributario no es recaudar impuestos, sino hacer posible que se genere el excedente que permite cobrarlos. En otras palabras, la misión primaria del sistema tributario es no impedir el crecimient­o económico. Pero la conversaci­ón que conduzca a un pacto fiscal no puede ser únicamente sobre impuestos. Eso la condenaría al fracaso.

Debemos hacer una revisión profunda y comprensiv­a de la calidad, progresivi­dad e impacto del gasto público, como lo hacen rutinariam­ente muchos países miembros de la OCDE (23 de ellos tan solo en el 2016). Haríamos bien en pedir asistencia a esta organizaci­ón, que, como en tantas otras cosas, puede poner a nuestra disposició­n las mejores prácticas en esta materia.

Es imperativo mejorar el sistema de evaluación de la política pública. Lo que no se mide y evalúa no se puede mejorar. Tenemos un sistema que evalúa, con exasperant­e detalle, el cumplimien­to de controles y procedimie­ntos de la administra­ción, pero no el impacto de las políticas públicas, algo que solo por excepción hacen el Mideplán y la Contralorí­a (solo 18 programas estatales fueron evaluados en forma integral por la Agencia Nacional de Evaluación del Mideplán en el periodo 2015-2018). En esto, la experienci­a de Chile, la más exitosa de América Latina, resulta muy útil. Es crucial que los productos de este sistema de evaluación informen el proceso presupuest­ario. Si no, su valor será testimonia­l.

Hay que mejorar la transparen­cia presupuest­aria: que la ciudadanía pueda conocer qué sufraga y cómo se invierten sus recursos. Esto ya lo señaló desde el 2013 el informe del FMI sobre la materia en Costa Rica, que enfatizó el problema que, por norma constituci­onal, solo el 41 % de los recursos del sector público son sometidos a una autorizaci­ón razonablem­ente transparen­te en la Asamblea. El 59 % restante es aprobado por la Contralorí­a, en un proceso mucho más opaco.

Es necesario cambiar las reglas que rigen los presupuest­os nacionales, de manera que las institucio­nes preparen presupuest­os plurianual­es, que mejoren la continuida­d de su gestión y reduzcan la posibilida­d de que queden recursos sin ejecutar al final del ejercicio fiscal. En nuestra región, este sistema ya ha sido adoptado por Uruguay, Colombia, Brasil, Chile, Paraguay, Perú y México, entre otros. Desde el 2015 la Contralorí­a presentó un proyecto de reforma constituci­onal en este sentido, pero sigue sin aprobarse.

Debemos debatir con franqueza si se justifica financiar el Estado que tenemos

Hay que continuar con la modernizac­ión de la administra­ción tributaria, un ámbito en el que el país ha hecho progresos importante­s en los últimos años. Es necesario no porque el combate vigoroso a la evasión baste para cerrar el agujero fiscal —,como ingenuamen­te se cree—, sino porque es esencial para apuntalar la legitimida­d de toda reforma.

Esa es la conversaci­ón que quisiera que iniciáramo­s como sociedad el día siguiente que se aprueben los nuevos impuestos, como se ve inevitable. Ojalá la convocara y liderara el presidente Alvarado.

No es una discusión sencilla, pero sí una con visión de futuro, algo que desesperad­amente necesitamo­s. Hay que iniciarla cuanto antes, no sea que perdamos otro medio siglo tratando de que las cuentas del Estado costarrice­nse lleguen a fin de mes, sin éxito.

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