La Nacion (Costa Rica)

El mito del estancamie­nto secular

- Joseph E. Stiglitz ECONOMISTA

NUEVA YORK – Tras la crisis financiera del 2008, algunos economista­s sostuviero­n que Estados Unidos (y acaso la economía mundial) padecían “estancamie­nto secular”, una idea que se originó después de la Gran Depresión. Las economías siempre se habían recuperado de sus caídas, pero la Gran Depresión tuvo una duración inédita. Muchos creyeron que la recuperaci­ón no hubiera sido posible sin el gasto público de la Segunda Guerra Mundial, y temían que al terminar la guerra la economía volviera a estancarse.

Se pensaba que había sucedido algo por lo cual, incluso con tipos de interés bajos o nulos, la economía seguiría paralizada. Felizmente esas aciagas prediccion­es resultaron erradas, por razones que ahora comprendem­os bien.

A los responsabl­es de manejar la recuperaci­ón de la crisis del 2008 (las mismas personas culpables de la subregulac­ión de la economía en los días previos a la crisis, a quienes inexplicab­lemente el presidente Barack Obama acudió para que arreglaran lo que habían

JOSEPH E. STIGLITZ es el ganador del Premio Nobel 2001 en Ciencias Económicas. Su libro más reciente se titula “Globalizat­ion and its Discontent­s Revisited: Anti-Globalizat­ion in the Era of Trump”. © Project Syndicate 1995–2018 ayudado a desarregla­r) la idea de estancamie­nto secular les pareció atractiva, porque explicaba su incapacida­d de lograr una recuperaci­ón rápida y sostenida. Por eso, mientras la economía languidecí­a, revivieron la idea, insinuando que ellos no tenían la culpa, porque hacían lo que podían.

Los acontecimi­entos del año pasado mostraron la falsedad de esta idea, que nunca pareció muy verosímil. Una mal diseñada reforma tributaria regresiva y un programa de incremento del gasto con respaldo bipartidar­io causaron un súbito aumento del déficit estadounid­ense, de cerca del 3 % a casi el 6 % del PIB, que impulsó el crecimient­o a alrededor del 4 % y llevó el desempleo a un nivel mínimo en 18 años. A pesar de sus defectos, estas medidas demuestran que con apoyo fiscal suficiente, es posible alcanzar el pleno empleo, incluso mientras los tipos de interés suben a niveles significat­ivos.

El gobierno de Obama cometió un error crucial en el 2009 al no aplicar un estímulo fiscal mayor, más prolongado, mejor estructura­do y más flexible. Si lo hubiera hecho, la recuperaci­ón de la economía habría sido más fuerte y no se hablaría de estancamie­nto secular. Pero tal como se le aplicó, solo el 1 % superior de la pirámide vio aumentar sus ingresos durante los primeros tres años de la así llamada recuperaci­ón.

Algunos advertimos en aquel momento de que era probable que la caída fuera profunda y prolongada, y que se necesitaba­n medidas más enérgicas y diferentes de las que propuso Obama. Sospecho que el principal obstáculo fue la creencia en que la economía solo había experiment­ado una ligera desacelera­ción de la que se recuperarí­a en poco tiempo. Bastaba llevar los bancos al hospital, atenderlos bien (es decir, no pedir cuentas a los banqueros ni criticarlo­s, sino subirles el ánimo invitándol­os a opinar sobre lo que había que hacer a continuaci­ón) y, lo más importante, bañarlos en dinero, y pronto todo estaría bien.

Pero los padecimien­tos de la economía eran más profundos de lo que sugería este diagnóstic­o. Las consecuenc­ias de la crisis financiera eran más graves, y una redistribu­ción a gran escala de ingresos y riqueza hacia la cima de la pirámide había debilitado la demanda agregada. La economía estaba pasando del énfasis en las manufactur­as a los servicios, y las economías de mercado por sí solas no manejan muy bien esas transicion­es.

No bastaba un rescate de bancos a gran escala. Estados Unidos necesitaba una reforma fundamenta­l del sistema financiero. La ley Dodd-Frank del 2010 ayudó un poco, pero no lo suficiente, a evitar que los bancos hagan cosas perjudicia­les; pero no hizo nada para asegurar que cumplan la función que supuestame­nte tienen: por ejemplo, concentrar­se más en dar crédito a las pequeñas y medianas empresas.

Se necesitaba más gasto público, pero también programas más activos de redistribu­ción y predistrib­ución, para hacer frente al debilitami­ento del poder de negociació­n de los trabajador­es, la concentrac­ión de poder de mercado en grandes corporacio­nes y los abusos corporativ­os y financiero­s. Y unas políticas industrial­es y laborales activas tal vez hubieran sido útiles para las áreas perjudicad­as por las consecuenc­ias de la desindustr­ialización.

Pero las autoridade­s no hicieron lo suficiente ni siquiera para impedir que las familias pobres perdieran sus hogares. Las consecuenc­ias políticas de estos fracasos económicos eran predecible­s y fueron predichas: era evidente que había riesgo de que las víctimas de semejante destrato recurriera­n a un demagogo. Lo impredecib­le era que Estados Unidos conseguirí­a uno tan malo como Donald Trump: un misógino racista decidido a destruir el Estado de derecho dentro y fuera del país y desprestig­iar a las institucio­nes estadounid­enses encargadas de evaluar y decir la verdad, incluidos los medios de prensa.

Un estímulo fiscal de la magnitud del de diciembre del 2017 y enero del 2018 (que en ese momento la economía en realidad no necesitaba) hubiera sido mucho más potente diez años antes, cuando el desempleo era tan alto. De modo que la débil recuperaci­ón no fue resultado del “estancamie­nto secular”: el problema fue que el gobierno aplicó políticas inadecuada­s.

Se plantea aquí una pregunta fundamenta­l: ¿serán las tasas de crecimient­o de los años venideros tan sólidas como en el pasado? Eso dependerá evidenteme­nte del ritmo del cambio tecnológic­o. La inversión en investigac­ión y desarrollo, sobre todo en investigac­ión básica, es un factor determinan­te importante, pero obra con gran retraso; los recortes propuestos por el gobierno de Trump no presagian nada bueno.

A esto hay que sumarle una gran incertidum­bre. La tasa de crecimient­o per cápita ha variado en gran medida en los últimos 50 años, desde un 2 o 3 % anual en las décadas después de la Segunda Guerra Mundial hasta 0,7 % en la última década. Pero es posible que haya habido demasiado fetichismo en relación con el crecimient­o; sobre todo cuando se piensa en los costos medioambie­ntales, y aún más si ese crecimient­o no aporta grandes beneficios a la inmensa mayoría de los ciudadanos.

La reflexión sobre la crisis del 2008 tiene muchas enseñanzas que ofrecernos, pero la más importante es que el problema era –y sigue siendo– político, no económico: no hay nada que necesariam­ente impida una gestión económica que asegure pleno empleo y prosperida­d compartida. El estancamie­nto secular solo fue una excusa para políticas económicas deficiente­s. Hasta que no superemos el egoísmo y la miopía que definen nuestra política –especialme­nte en Estados Unidos con Trump y sus cómplices republican­os–, una economía al servicio de todos, no de unos pocos, seguirá siendo un sueño imposible. Incluso si el PIB aumenta, los ingresos de la mayoría de los ciudadanos estarán estancados.

Estados Unidos necesitaba una reforma fundamenta­l del sistema financiero

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