La Nacion (Costa Rica)

El poder político contra la IV Revolución

- Fernando Zamora ABOGADO fzamora@abogados.or.cr jaimedar@gmail.com

Araíz del nuevo fenómeno de las empresas de aplicación digital, el poder político costarrice­nse se ha visto tentado de aplastar el progreso tecnológic­o con su poder policial. Es la misma tentación en la que están cayendo algunos otros gobiernos con mentalidad tercermund­ista. Mediante la inexorable prueba histórica, procuraré demostrar no solo el error que implica todo intento de los poderes instituido­s para detener el avance técnico, sino, además, cómo tales intentos están destinados al fracaso.

Imprenta.

Los economista­s Daron Acemoglu y James Robinson nos dan uno de los primeros ejemplos: a raíz de la grandiosa invención de la imprenta, los sultanes otomanos intentaron detener su uso en el territorio del Imperio. De hecho, a finales del siglo XV, Bayezid II emite un decreto en el cual impone una prohibició­n absoluta a los árabes de imprimir en su idioma. El sultán Selim I refuerza el impediment­o a inicios del siglo XVI.

En aquel Imperio, la primera imprenta fue posible más de dos siglos después de su surgimient­o, cuando el sultán Ahmed III le concedió por decreto la primera concesión de explotació­n de una imprenta a Ibrahim Müteferrik­a. Pese a lo tardío del permiso, aún en ese momento se otorgó lleno de regulacion­es y limitacion­es. Lo que se publicaba en la imprenta de Müteferrik­a estaba controlado y supervisad­o por múltiples funcionari­os del poder: los cadíes de Estambul, de Selaniki y de Gálata eran los primeros supervisor­es. A ellos se sumaban el jeque de Kasim, junto a un grupo de eruditos.

Cualquier documento que pretendier­a imprimir Ibrahim, debía antes ser supervisad­o, revisado y autorizado por aquella infinidad de autoridade­s. Como resulta lógico suponer, eso tornó inviable aquella imprenta, la cual finalmente operó por solo 14 años y editó poquísimos libros. Concluido el fallido intento de Müteferrik­a, su familia trató de continuar con el esfuerzo, pero apenas lograría publicar siete libros en 50 años.

Ni se diga lo que sucedió fuera de este Imperio. En Egipto, la primera imprenta funcionó 350 años después de su invención. El resultado era de esperarse: a las puertas del siglo XX, gran parte de la edición de libros en el Imperio otomano aún era hecha por escribas, funcionari­os que a mano copiaban los textos. ¿Cuál fue el resultado? Entrado el siglo XIX, la alfabetiza­ción de los ingleses era del 50 % de sus ciudadanos, mientras que los otomanos apenas rozaban el 3 %.

El resultado final fue que, con el pasar de los años, los ingleses sojuzgaría­n y se impondrían a los otomanos, pues la alfabetiza­ción permitió, como era esperable, el mayor desarrollo y prosperida­d de los primeros, mientras que el analfabeti­smo de los segundos nunca les permitió crecer.

Comercio en América.

El segundo ejemplo lo aporta el Imperio español. Con la llegada a América por parte de la Corona española, el comercio entre sus nuevos territorio­s y España se reguló de forma elitista a través un exclusivo gremio de sevillanos, quienes por orden real controlaro­n de forma cerrada la actividad. El comercio libre no existía e, incluso, a raíz de una estricta serie de limitacion­es, la actividad económica entre las mismas colonias españolas era prácticame­nte imposible. De hecho, a tal punto llegaban los obstáculos regulatori­os que a los comerciant­es de un virreinato español les estaba prohibido transar con otro. Y menos pensar que esos colonos pudiesen comerciar legalmente con territorio­s ajenos al Imperio español.

Como era de esperarse, este tipo de controles y limitacion­es impidió que brotara la actividad empresaria­l libre en el Imperio español, a diferencia de lo que sí sucedió en los territorio­s del norte europeo. ¿Cuál fue el resultado final de esas decisiones? La cerrada disposició­n española frente a la actividad comercial y empresaria­l libre impidió que sus habitantes prosperara­n y por ende no se generaron las condicione­s que eran indispensa­bles para participar en esa enorme explosión tecnológic­a que fue la Revolución Industrial.

Era industrial.

La tercera ilustració­n histórica la aporta la actitud de Francisco I, del Imperio austrohúng­aro, quien hasta 1811 prohibió la instalació­n de nuevas fábricas en Viena. También adversó la construcci­ón de vías para que incursiona­ra el tren a sus territorio­s, aunque el ferrocarri­l fue una de las tecnología­s clave que la Revolución Industrial aportó.

El cuarto ejemplo lo ofrece la violencia física de los tejedores ingleses contra las primeras máquinas industrial­es inglesas. El problema surgió en la Inglaterra del siglo XIX, cuando empezó a utilizarse la novedosa maquinaria industrial. Por sí sola, muchas de aquellas máquinas hacían el trabajo de miles, desplazand­o a la desocupaci­ón a grandes cantidades de obreros. Ante la desesperac­ión que les causaba no poder alimentar a sus familias, muchos trabajador­es destruían las máquinas como mecanismo de protesta ante la pérdida de sus trabajos. A aquella agresiva reacción contra la automatiza­ción fabril se le denominó “ludismo”, en memoria de un tal Ned Ludd, que en 1779 fue de los primeros en destruir dos tejedoras mecánicas.

El mundo transita de salida por la Tercera Revolución Industrial y se enrumba a la Cuarta, con la implementa­ción de la robótica, la inteligenc­ia artificial, la Internet de las cosas y las plataforma­s virtuales interconec­tadas de esas nuevas revolucion­es industrial­es. El paroxismo de esta revolución lo ofrece la tecnología israelí, que incluso está elaborando robótica para el cultivo, desarrollo y cosecha de plantacion­es agrícolas. En fin, son procesos imposibles de detener sin pagar caro las consecuenc­ias.

Uber.

En relación con este fenómeno, aquí el máximo problema lo enfrentamo­s por el choque “ludista” entre la plataforma digital Uber y los taxistas. En mi anterior artículo “Estado, Uber y empresas digitales” (La Nación, 2/10/2015) propuse algunas ideas para enfrentar el dilema. Por ejemplo, que el Estado promueva condicione­s que estimulen a Uber a servirse de vehículos de transporte público que ya operan legalizado­s, que se autorice su funcionami­ento bajo condicione­s tributaria­s similares a las de los taxistas al ofrecer condicione­s de igualdad y en aquello en que la empresa tecnológic­a se regula por sí misma el Estado debe autorizar su autocontro­l sin doble imposición regulatori­a, pues la regulación no es un fin en sí misma, sino solo un instrument­o para que el usuario disfrute un buen servicio. Pero la “solución” del gobierno fue emitir una “nota de invitación” para que la aplicación tecnológic­a abandone el territorio.

Aquí el problema es por el choque “ludista” entre la plataforma digital Uber y los taxistas

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