La Nacion (Costa Rica)

Buena y mala retórica

- Carlos Ml. Arguedas

Semanas atrás, el exabrupto de una legislador­a contra los jueces del tribunal constituci­onal consiguió atención mediática. Fue una injerencia deplorable en la independen­cia judicial que corrió a enmendar el jefe de fracción. Es un episodio ya olvidado, que menciono porque me hizo pensar en la función y la calidad del debate legislativ­o.

No me atrevería a explicar por qué, mas parece que el tiempo de la oratoria parlamenta­ria brillante es cosa del pasado. Esto no significa que todo lo que se dice en las sesiones legislativ­as carece de importanci­a o sensatez: a veces hay piezas pertinente­s, sugestivas y valiosas.

Oratoria legislativ­a.

También hay pasajes ingeniosos. Cierta vez, Francisco Antonio Pacheco, entonces presidente de la Asamblea, convocó audiblemen­te a los miembros de una comisión a la sede de la presidenci­a, el llamado Castillo Azul, y agregó: “Que no es castillo, ni es azul”. Es cierto. Por asociación de ideas recordé el breve preámbulo de Adriana Varela a su enérgica versión del tango Maquillaje, citando al poeta español del siglo XVI Lupercio Leonardo de Argensola: “Porque ese cielo azul que todos vemos, no es cielo ni es azul. Lástima grande que no sea verdad tanta belleza.”

De suyo, la calidad de la retórica parlamenta­ria está comprometi­da por malas razones. Así, por ejemplo, hay momentos de gran exaltación, cuando se olvida la admonición de un hombre sabio, Don Corleone: “Nunca odies al enemigo, afecta tu juicio”, y se tiende a confundir la discusión –como alguien decía– con ese arrojarse palabras a la cabeza que muy a menudo llamamos “debate político”. Cuando la Cámara vibra, puede que se arrumbe el sentido común y en cambio se aplique en el peor de los sentidos el dictum de un hombre infinito, Nelson Mandela: en todo encuentro con el adversario es necesario asegurarse de que se transmite exactament­e la impresión que uno desea transmitir.

Debates.

Simplifica­ndo más de lo prudente, sugiero que en la práctica hay dos clases de debate legislativ­o: uno, disperso, que se asocia con el control político, y otro, constructi­vo, relacionad­o con la producción de la ley.

En rigor, el primero ni siquiera es un debate, esto es, una discusión sobre un tema, un problema o un asunto preestable­cido. Nada impediría que así fuera y que se fijara de previo un objeto que concentras­e y limitase el intercambi­o de juicios y opiniones. Que no sea así, y que en cambio cada legislador desbarre por la libre en desconcert­ante polifonía quizá se deba a la imprevisió­n o a que el verdadero debate demanda dotes verbales mayores que las comunes.

El segundo, es el que la Constituci­ón prescribe para la aprobación de la ley: este acto de voluntad ha de estar precedido de dos debates, cada uno en distinto día no consecutiv­o. En este caso, el objeto que ha de disciplina­r el debate es la ley y su contenido concreto. Una discusión bien llevada puede contribuir más tarde, como ha hecho ver la jurisprude­ncia constituci­onal, a la interpreta­ción de la ley –materia de la que se ocupa además nuestro Código Civil–.

En los hechos, sin embargo, ocurre con frecuencia que en virtud de pactos legislativ­os la ley se aprueba primero y el debate se realiza después: una discusión que en realidad ya no tiene objeto, desaprensi­va y casi nunca rigurosa, que da escaso margen al buen juicio y a un modo solvente de expresarlo.

Hay dos clases de debate legislativ­o: uno, disperso, asociado al control político, otro, constructi­vo

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