Buena y mala retórica
Semanas atrás, el exabrupto de una legisladora contra los jueces del tribunal constitucional consiguió atención mediática. Fue una injerencia deplorable en la independencia judicial que corrió a enmendar el jefe de fracción. Es un episodio ya olvidado, que menciono porque me hizo pensar en la función y la calidad del debate legislativo.
No me atrevería a explicar por qué, mas parece que el tiempo de la oratoria parlamentaria brillante es cosa del pasado. Esto no significa que todo lo que se dice en las sesiones legislativas carece de importancia o sensatez: a veces hay piezas pertinentes, sugestivas y valiosas.
Oratoria legislativa.
También hay pasajes ingeniosos. Cierta vez, Francisco Antonio Pacheco, entonces presidente de la Asamblea, convocó audiblemente a los miembros de una comisión a la sede de la presidencia, el llamado Castillo Azul, y agregó: “Que no es castillo, ni es azul”. Es cierto. Por asociación de ideas recordé el breve preámbulo de Adriana Varela a su enérgica versión del tango Maquillaje, citando al poeta español del siglo XVI Lupercio Leonardo de Argensola: “Porque ese cielo azul que todos vemos, no es cielo ni es azul. Lástima grande que no sea verdad tanta belleza.”
De suyo, la calidad de la retórica parlamentaria está comprometida por malas razones. Así, por ejemplo, hay momentos de gran exaltación, cuando se olvida la admonición de un hombre sabio, Don Corleone: “Nunca odies al enemigo, afecta tu juicio”, y se tiende a confundir la discusión –como alguien decía– con ese arrojarse palabras a la cabeza que muy a menudo llamamos “debate político”. Cuando la Cámara vibra, puede que se arrumbe el sentido común y en cambio se aplique en el peor de los sentidos el dictum de un hombre infinito, Nelson Mandela: en todo encuentro con el adversario es necesario asegurarse de que se transmite exactamente la impresión que uno desea transmitir.
Debates.
Simplificando más de lo prudente, sugiero que en la práctica hay dos clases de debate legislativo: uno, disperso, que se asocia con el control político, y otro, constructivo, relacionado con la producción de la ley.
En rigor, el primero ni siquiera es un debate, esto es, una discusión sobre un tema, un problema o un asunto preestablecido. Nada impediría que así fuera y que se fijara de previo un objeto que concentrase y limitase el intercambio de juicios y opiniones. Que no sea así, y que en cambio cada legislador desbarre por la libre en desconcertante polifonía quizá se deba a la imprevisión o a que el verdadero debate demanda dotes verbales mayores que las comunes.
El segundo, es el que la Constitución prescribe para la aprobación de la ley: este acto de voluntad ha de estar precedido de dos debates, cada uno en distinto día no consecutivo. En este caso, el objeto que ha de disciplinar el debate es la ley y su contenido concreto. Una discusión bien llevada puede contribuir más tarde, como ha hecho ver la jurisprudencia constitucional, a la interpretación de la ley –materia de la que se ocupa además nuestro Código Civil–.
En los hechos, sin embargo, ocurre con frecuencia que en virtud de pactos legislativos la ley se aprueba primero y el debate se realiza después: una discusión que en realidad ya no tiene objeto, desaprensiva y casi nunca rigurosa, que da escaso margen al buen juicio y a un modo solvente de expresarlo.
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Hay dos clases de debate legislativo: uno, disperso, asociado al control político, otro, constructivo