¿Ortega o Gasset?
Yo también pensé que se trataba de dos personas que escribían juntas cuando tuve que leerlo en primer año de Derecho. Desde entonces lo he disfrutado en soledad por tratarse de un pensador menospreciado en la filosofía académica. Aunque, por ejemplo Camus, lo considerara el más grande escritor europeo después de Nietzsche, a Ortega su difícil posición frente a la Guerra Civil le distorsionó su imagen y ese desprecio por lo español (desprecio en sí mismo profundamente español) lo dejó fuera de las modas filosóficas de la segunda mitad del siglo XX, como antigualla conservadora.
En palabras de Beatriz Sarlo: “para gente como yo, formada en los años sesenta, hubo puntos ciegos, ignorancias cuidadosamente practicadas. Una de ellas fue Ortega y Gasset. La cultura y la teoría francesa dominaban nuestra formación y nuestro imaginario. Barthes, Lévi-Strauss, Althusser, la revista Tel Quel. Mi primera sorpresa fue que Pierre Bourdieu lo citara”. Tras leer La rebelión de las masas y encontrar correspondencia suya custodiada por la Universidad de Harvard, Sarlo suspiró: “tarde llegaste a Ortega, me dije”.
Mirada de Vargas Llosa.
Como ven, los equívocos sobre sus apellidos encabritados no son los únicos ni los más relevantes en torno a este autor, cuyo pensamiento ha sido discutido este año en dos obras que quisiera comentar. Me refiero a La llamada de la tribu, de Mario Vargas Llosa y a To fight against this age: On fascism and humanism, de Rob Riemen. Sus interpretaciones parten de la admiración por Ortega, aunque la de Vargas Llosa incluya dos críticas (a mi juicio ligeras) a sus ideas y la de Riemen, en cambio, dé en el clavo respecto de la vigencia (y urgencia) del pensamiento orteguiano en los tiempos que corren.
Vargas Llosa, aparte de errores que son horrores, como decir que el primer libro de Ortega fue España invertebrada (fue Meditaciones del Quijote), critica a Ortega por tener un liberalismo “parcial”. Esto es, que no es entusiasta de la libertad económica por la que, dice, más bien manifiesta “desdén” y “desconfianza”. Lamenta que haya sido liberal en el sentido político, ético y cultural, pero no en el económico y que incluso, ¡oh herejía!, llegara a “postular el intervencionismo estatal”.
Lo cierto es que Ortega, como otros de su generación, era un liberal en toda regla, pero en el sentido original y español de esta palabra (luego importada por otros idiomas), con la que se identificaron quienes en las Cortes de Cádiz se oponían por igual al imperialismo napoleónico y a la continuidad de la monarquía. Una actitud ante la vida y la sociedad abierta, crítica y racional, que pone al individuo, su creatividad y capacidad de despliegue de sus energías vitales, en el centro de la acción política.
Que ello debería comprender, también, la libertad económica, es algo en lo que Vargas Llosa tiene razón. Pero que eso sea sinónimo de defender el libre mercado, como si tal postura político-económica fuera la única coherente con ser liberal, es sectario.
El otro aspecto que Vargas Llosa critica de Ortega es su juicio sobre los EE. UU., país al que llega a llamar “paraíso de las masas”, incapaz de asumir el liderazgo europeo en el impulso de la ciencia. La considera una “predicción fallida” a la luz del formidable desarrollo tecnológico estadounidense.
Me parece que no acaba de entender que Ortega no rechaza la tecnología, que a él lo que le desvela es la crisis de Occidente, que esta, según él, pasa por el declive cultural y moral de Europa, que la potencia emergente de los EE. UU. y de Rusia es, en su criterio, solo un síntoma de ello y, lo más importante, que para él la innovación tecnológica y la sofisticación del especialista, drenadas del espíritu humanista y del talante ilustrado que parió la ciencia moderna, son solo una máscara de la barbarie del hombre masa. Una preocupación en la que Ortega se adelantó, incluso, a Husserl y una comprensión temprana de que la relación entre el ser humano y la técnica había cambiado radicalmente, de modo que, en adelante, esta podría cambiarnos como especie. Intuición que desde entonces desvelaría a tantos, como Heidegger, Arendt, Habermas y Sloterdijk; constante, por lo demás, en las novelas distópicas de la época, como
Un mundo feliz de Huxley, Kallocaína de Boye, o 1984 de Orwell. Lejos de rechazar el progreso técnico, Ortega lo considera, al igual que a la democracia liberal, frutos supremos de la cultura europea. El problema es que el desprecio a esa cultura ilustrada y humanista, a sus valores (aprecio por la verdad y el pensamiento racional, devoción por la belleza y las artes, búsqueda de la justicia y disposición solidaria, respeto por la dignidad humana y tolerancia a las diferencias, en suma, nobleza de espíritu), vacía estos “artefactos” (piénsese, por ejemplo, en las aspirinas y en los procesos electorales) de historia, significado y horizonte. Naturaliza lo que, en realidad, es el resultado de grandes esfuerzos, lo que permite olvidar lo mucho que costó conseguir sus beneficios, lo frágiles y reversibles que son, y nuestra verdadera condición en el mundo: la de náufragos compelidos a bregar con las circunstancias para vivir.
El hombre masa babea frente a su iPhone y se regodea en su libertad de expresión, usándolo y usándola, para denigrar a alguna minoría estigmatizada a la que no le reconoce los derechos humanos que sustentan esa misma libertad de expresión, y lo hace expresando prejuicios contradichos por la misma ciencia que está en la base de la invención de esa tecnología de la comunicación. Su corazón sigue bombeando gracias al stent que le han instalado, pero considera el calentamiento global una patraña de científicos ateos que carecen de la sabiduría de Dios.
Contradicción. Para Ortega, los EE. UU. como pueblo tienen un espíritu primitivo camuflado de modernidad por su potente desarrollo técnico. Desarrollo que es hijo de la modernidad tardía europea, pero hacia el que los estadounidenses muestran una actitud de pueril, casi místico, frenesí.
Piensa uno en las últimas advertencias de Popper antes de morir sobre la degradación incivil de una televisión estadounidense que, al idiotizar a sus consumidores, los inhabilita para comportarse como ciudadanos de una democracia liberal, o en la tesis de Bloom sobre el pentecostalismo estadounidense, extasiada mezcla de entusiasmo, gnosticismo y orfismo, solo nominalmente vinculado al protestantismo europeo, o en el mismo Trump, hijo natural de la sociedad del espectáculo y de la cultura del reality show, piensa uno en todo eso, y como poco le da el beneficio de la duda a Ortega.
Claro que los EE. UU son mucho más que eso. Tienen, entre otras cosas, un sistema republicano de frenos y contrapesos realmente eficaz, junto a las más prestigiosas universidades del mundo. Pero aquí es donde Riemen acierta en su lectura de Ortega. Primero, al insistir en que el bacilo del fascismo pervive en las democracias de masas, aguardando el aplebeyamiento de estas (independientemente de la solidez de sus instituciones políticas) para contraatacar.
Llene de miedo y rencoroso cabreo a una turba, y no habrá corte de derechos humanos en el mundo que la detenga en su búsqueda de chivos expiatorios.
Ese ciudadano aplebeyado, es el hombre masa descrito por Ortega, seguro de sí, satisfecho de sí y convencido de su derecho a todo y deber de nada. Y segundo, al advertir que el especialismo en la academia, el ensimismamiento del claustro aislado de la calle, y el abandono de las humanidades, las artes y el pensamiento crítico, bajo miopes concepciones positivistas y comerciales de los estudios superiores, minan la incidencia de la universidad en la sociedad.
Filósofo de plaza. Ortega no solo denunció la barbarie del especialismo, sino que se negó a dirigir su trabajo filosófico a los círculos académicos. Ironizaba llamándose “filósofo en la plazuela”: “He de hacer el más leal esfuerzo para que a todos ustedes, aun sin previo adiestramiento, resulte claro cuanto diga. Siempre he creído que la claridad es la cortesía del filósofo y, además, esta disciplina nuestra pone su honor hoy más que nunca en estar abierta y porosa a todas las mentes”.
Aunque hoy pese más en la opinión pública lo que diga un charlatán en Fox News que decenas de papers de Harvard, muchos siguen sin aprender la lección y lo desprecian por haber escrito casi toda su obra en periódicos y no en volúmenes para iniciados; en un agradabilísimo castellano pleno de metáforas y preciosismo estilístico, y no en el abstruso e ininteligible para legos de los filósofos académicos.
Transformar el ritualismo electoral en cultura democrática, la fascinación tecnológica en curiosidad científica y sacar la cultura y el conocimiento de los feudos universitarios para que inoculen vitalidad a toda la sociedad. ¿Es que hay algo más urgente hoy? Ortega habría coincidido con Adorno: “el fin de la educación es impedir que Auschwitz se repita”.
Para Ortega, los EE. UU. como pueblo tienen un espíritu primitivo camuflado de modernidad