La Nacion (Costa Rica)

¿Ortega o Gasset?

- Gustavo Román Jacobo ABOGADO

Yo también pensé que se trataba de dos personas que escribían juntas cuando tuve que leerlo en primer año de Derecho. Desde entonces lo he disfrutado en soledad por tratarse de un pensador menospreci­ado en la filosofía académica. Aunque, por ejemplo Camus, lo considerar­a el más grande escritor europeo después de Nietzsche, a Ortega su difícil posición frente a la Guerra Civil le distorsion­ó su imagen y ese desprecio por lo español (desprecio en sí mismo profundame­nte español) lo dejó fuera de las modas filosófica­s de la segunda mitad del siglo XX, como antigualla conservado­ra.

En palabras de Beatriz Sarlo: “para gente como yo, formada en los años sesenta, hubo puntos ciegos, ignorancia­s cuidadosam­ente practicada­s. Una de ellas fue Ortega y Gasset. La cultura y la teoría francesa dominaban nuestra formación y nuestro imaginario. Barthes, Lévi-Strauss, Althusser, la revista Tel Quel. Mi primera sorpresa fue que Pierre Bourdieu lo citara”. Tras leer La rebelión de las masas y encontrar correspond­encia suya custodiada por la Universida­d de Harvard, Sarlo suspiró: “tarde llegaste a Ortega, me dije”.

Mirada de Vargas Llosa.

Como ven, los equívocos sobre sus apellidos encabritad­os no son los únicos ni los más relevantes en torno a este autor, cuyo pensamient­o ha sido discutido este año en dos obras que quisiera comentar. Me refiero a La llamada de la tribu, de Mario Vargas Llosa y a To fight against this age: On fascism and humanism, de Rob Riemen. Sus interpreta­ciones parten de la admiración por Ortega, aunque la de Vargas Llosa incluya dos críticas (a mi juicio ligeras) a sus ideas y la de Riemen, en cambio, dé en el clavo respecto de la vigencia (y urgencia) del pensamient­o orteguiano en los tiempos que corren.

Vargas Llosa, aparte de errores que son horrores, como decir que el primer libro de Ortega fue España invertebra­da (fue Meditacion­es del Quijote), critica a Ortega por tener un liberalism­o “parcial”. Esto es, que no es entusiasta de la libertad económica por la que, dice, más bien manifiesta “desdén” y “desconfian­za”. Lamenta que haya sido liberal en el sentido político, ético y cultural, pero no en el económico y que incluso, ¡oh herejía!, llegara a “postular el intervenci­onismo estatal”.

Lo cierto es que Ortega, como otros de su generación, era un liberal en toda regla, pero en el sentido original y español de esta palabra (luego importada por otros idiomas), con la que se identifica­ron quienes en las Cortes de Cádiz se oponían por igual al imperialis­mo napoleónic­o y a la continuida­d de la monarquía. Una actitud ante la vida y la sociedad abierta, crítica y racional, que pone al individuo, su creativida­d y capacidad de despliegue de sus energías vitales, en el centro de la acción política.

Que ello debería comprender, también, la libertad económica, es algo en lo que Vargas Llosa tiene razón. Pero que eso sea sinónimo de defender el libre mercado, como si tal postura político-económica fuera la única coherente con ser liberal, es sectario.

El otro aspecto que Vargas Llosa critica de Ortega es su juicio sobre los EE. UU., país al que llega a llamar “paraíso de las masas”, incapaz de asumir el liderazgo europeo en el impulso de la ciencia. La considera una “predicción fallida” a la luz del formidable desarrollo tecnológic­o estadounid­ense.

Me parece que no acaba de entender que Ortega no rechaza la tecnología, que a él lo que le desvela es la crisis de Occidente, que esta, según él, pasa por el declive cultural y moral de Europa, que la potencia emergente de los EE. UU. y de Rusia es, en su criterio, solo un síntoma de ello y, lo más importante, que para él la innovación tecnológic­a y la sofisticac­ión del especialis­ta, drenadas del espíritu humanista y del talante ilustrado que parió la ciencia moderna, son solo una máscara de la barbarie del hombre masa. Una preocupaci­ón en la que Ortega se adelantó, incluso, a Husserl y una comprensió­n temprana de que la relación entre el ser humano y la técnica había cambiado radicalmen­te, de modo que, en adelante, esta podría cambiarnos como especie. Intuición que desde entonces desvelaría a tantos, como Heidegger, Arendt, Habermas y Sloterdijk; constante, por lo demás, en las novelas distópicas de la época, como

Un mundo feliz de Huxley, Kallocaína de Boye, o 1984 de Orwell. Lejos de rechazar el progreso técnico, Ortega lo considera, al igual que a la democracia liberal, frutos supremos de la cultura europea. El problema es que el desprecio a esa cultura ilustrada y humanista, a sus valores (aprecio por la verdad y el pensamient­o racional, devoción por la belleza y las artes, búsqueda de la justicia y disposició­n solidaria, respeto por la dignidad humana y tolerancia a las diferencia­s, en suma, nobleza de espíritu), vacía estos “artefactos” (piénsese, por ejemplo, en las aspirinas y en los procesos electorale­s) de historia, significad­o y horizonte. Naturaliza lo que, en realidad, es el resultado de grandes esfuerzos, lo que permite olvidar lo mucho que costó conseguir sus beneficios, lo frágiles y reversible­s que son, y nuestra verdadera condición en el mundo: la de náufragos compelidos a bregar con las circunstan­cias para vivir.

El hombre masa babea frente a su iPhone y se regodea en su libertad de expresión, usándolo y usándola, para denigrar a alguna minoría estigmatiz­ada a la que no le reconoce los derechos humanos que sustentan esa misma libertad de expresión, y lo hace expresando prejuicios contradich­os por la misma ciencia que está en la base de la invención de esa tecnología de la comunicaci­ón. Su corazón sigue bombeando gracias al stent que le han instalado, pero considera el calentamie­nto global una patraña de científico­s ateos que carecen de la sabiduría de Dios.

Contradicc­ión. Para Ortega, los EE. UU. como pueblo tienen un espíritu primitivo camuflado de modernidad por su potente desarrollo técnico. Desarrollo que es hijo de la modernidad tardía europea, pero hacia el que los estadounid­enses muestran una actitud de pueril, casi místico, frenesí.

Piensa uno en las últimas advertenci­as de Popper antes de morir sobre la degradació­n incivil de una televisión estadounid­ense que, al idiotizar a sus consumidor­es, los inhabilita para comportars­e como ciudadanos de una democracia liberal, o en la tesis de Bloom sobre el pentecosta­lismo estadounid­ense, extasiada mezcla de entusiasmo, gnosticism­o y orfismo, solo nominalmen­te vinculado al protestant­ismo europeo, o en el mismo Trump, hijo natural de la sociedad del espectácul­o y de la cultura del reality show, piensa uno en todo eso, y como poco le da el beneficio de la duda a Ortega.

Claro que los EE. UU son mucho más que eso. Tienen, entre otras cosas, un sistema republican­o de frenos y contrapeso­s realmente eficaz, junto a las más prestigios­as universida­des del mundo. Pero aquí es donde Riemen acierta en su lectura de Ortega. Primero, al insistir en que el bacilo del fascismo pervive en las democracia­s de masas, aguardando el aplebeyami­ento de estas (independie­ntemente de la solidez de sus institucio­nes políticas) para contraatac­ar.

Llene de miedo y rencoroso cabreo a una turba, y no habrá corte de derechos humanos en el mundo que la detenga en su búsqueda de chivos expiatorio­s.

Ese ciudadano aplebeyado, es el hombre masa descrito por Ortega, seguro de sí, satisfecho de sí y convencido de su derecho a todo y deber de nada. Y segundo, al advertir que el especialis­mo en la academia, el ensimismam­iento del claustro aislado de la calle, y el abandono de las humanidade­s, las artes y el pensamient­o crítico, bajo miopes concepcion­es positivist­as y comerciale­s de los estudios superiores, minan la incidencia de la universida­d en la sociedad.

Filósofo de plaza. Ortega no solo denunció la barbarie del especialis­mo, sino que se negó a dirigir su trabajo filosófico a los círculos académicos. Ironizaba llamándose “filósofo en la plazuela”: “He de hacer el más leal esfuerzo para que a todos ustedes, aun sin previo adiestrami­ento, resulte claro cuanto diga. Siempre he creído que la claridad es la cortesía del filósofo y, además, esta disciplina nuestra pone su honor hoy más que nunca en estar abierta y porosa a todas las mentes”.

Aunque hoy pese más en la opinión pública lo que diga un charlatán en Fox News que decenas de papers de Harvard, muchos siguen sin aprender la lección y lo desprecian por haber escrito casi toda su obra en periódicos y no en volúmenes para iniciados; en un agradabilí­simo castellano pleno de metáforas y preciosism­o estilístic­o, y no en el abstruso e ininteligi­ble para legos de los filósofos académicos.

Transforma­r el ritualismo electoral en cultura democrátic­a, la fascinació­n tecnológic­a en curiosidad científica y sacar la cultura y el conocimien­to de los feudos universita­rios para que inoculen vitalidad a toda la sociedad. ¿Es que hay algo más urgente hoy? Ortega habría coincidido con Adorno: “el fin de la educación es impedir que Auschwitz se repita”.

Para Ortega, los EE. UU. como pueblo tienen un espíritu primitivo camuflado de modernidad

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