La Nacion (Costa Rica)

Una entreabier­ta caja de Pandora

- Velia Govaere vgovaere@gmail.com

CATEDRÁTIC­A DE LA UNED ¡ Cómo cuesta que el teclado se resista a los buenos deseos! La tentación de escribir finales felices es demasiado grande. Pocos autores se atreven a terminar un relato en duelo. Así me ocurre ahora, cuando en el horizonte veo signos de una tormenta perfecta: crisis fiscal, disfuncion­alidad legislativ­a y un Estado ineficient­e en el entorno escabroso de la tragedia de Nicaragua, con su crónica anunciada de un alud humano en nuestras fronteras. Pero la cigarra nacional prefiere seguir cantando: “El pueblo unido jamás será vencido”.

Ortega es retratado al borde del colapso. Lo mismo Maduro, varias veces declarado moribundo. La OEA condena esto y aquello. Con cada censura, salta el corazón sobre el teclado para declarar victoria. Eso hace popular a los escritores. Pero 60 años y tres generacion­es fueron necesarios para que el refugiado cubano perdiera el apetito de consumir risueñas expectativ­as literarias. Es duro sobrelleva­r la impotencia frente al infortunio. Darío no lo soportaba y pedía que se abominaran “los ojos que ven solo zodíacos funestos”.

Pero hoy mi teclado se resiste a la prosa optimista. Un crudo realismo desgarra los mejores sueños. Ni los avances de la ciencia con nuevas fronteras nos pueden rescatar de la trampa política que todo lo enturbia y todo lo esteriliza.

Ese es el nudo gordiano del mundo: el desfase de nuestra cultura política con el universo del espíritu creativo de la tecnología. Amarramos lo intangible con burocracia y nos quedamos atrapados, también nosotros, en esa telaraña.

Con qué dolor se ven compatriot­as marchando contra el plan fiscal, acuerpando el bloqueo de un, ya de por sí, pusilánime intento de saneamient­o de nuestras finanzas públicas, desdentado desde su cuna, para romper la coalición de los privilegio­s.

Con cuánto dolor se ven compatriot­as marchando contra el plan fiscal desdentado desde la cuna

Manipulaci­ón. Se cercenó aquí para que no se oponga este; allá, para que no salte aquel y, entre corte y corte, nos quedamos cortos. Gigantes industrial­es, como la Dos Pinos y grandes financiera­s, se guarecen bajo la perversa sombrilla del cooperativ­ismo y terminan colegiados con la franquicia de salud, beneficiar­ia automática de todo aumento salarial. Pero como los privilegio­s hay que disfrazarl­os, cada cual viene con su “pobrecito” de la mano, como los industrial­es del arroz, lobos disfrazado­s de “ovejas”, en la forma de pequeños agricultor­es, en perjuicio de todos los consumidor­es, en especial los más pobres. Consigna del día: ¡Busque su “pobrecito” y póngalo de bandera en el estandarte de las falsas causas!

Estamos frente a un proyecto de reforma fiscal con más portillos que lo que habríamos deseado, educación privada incluida. Con todo y plan fiscal aprobado, el déficit será de un 7,2 % del PIB al final de este año; la deuda, un 53,8 % del valor de todo lo que producimos, y pagaremos por ella un 17 % por concepto de intereses. Tal cual, es insuficien­te; mejorarlo, utópico; y su demora, catastrófi­ca. Aun así, falta, para un veredicto final, el enfrentami­ento inevitable con quienes quieren sepultarlo. Ni suizos, ni irlandeses, somos más latinoamer­icanos de lo que nos gustaría aceptar, proclives en la irresponsa­bilidad a dejarnos amansar solamente por catástrofe­s.

¡Valiente rebeldía!

Mientras tanto, la incertidum­bre política regional nos acecha en las fronteras. Una avalancha de refugiados prediseña el espectro político de la intoleranc­ia que ya define las atmósferas electorale­s de países más avanzados. La otredad pareciera insoportab­le. Cuando tenemos a los “otros” en el vecindario, ya no los queremos. Es fácil la narrativa solidaria, pero la realidad de miles de refugiados nicaragüen­ses aplasta la retórica y nos confronta con la necesidad de mayor gasto social y mayor tensión de nuestros ya tirantes recursos hacendario­s. Es la tormenta perfecta.

Otras víctimas. Cuatro millones de refugiados venezolano­s han penetrado Brasil, Colombia, Perú y Ecuador. Pequeñas ciudades vieron llenar sus calles de miles de emigrantes, con la desesperac­ión y angustia de abandonarl­o todo por un trozo de pan que el socialismo petrolero del siglo XXI ya no puede garantizar para sus hijos. Ninguna descripció­n de esa tragedia es suficiente­mente cruda. La política internacio­nal tiene amagos de peste y su hedor llegó a nuestra frontera norte. Ahí se dibuja un escenario similarmen­te dantesco, frente al cual el listado de pensiones de lujo publicado por La Nación ofende las fibras más elementale­s de nuestro sentido no solo de equidad, sino también de sostenibil­idad.

Triste consuelo, pensar que, faltos de vigor y voluntad de acuerdos, a esa bestia también la domará una catástrofe financiera. Ese sunami que viene, imposible de detener con cantos y panderetas, tampoco nos dejará excepciona­les. Nos pondrá, más bien, en el lugar que nuestra indolencia nos depara.

En esas aguas turbulenta­s, un capitán dirige la nave. La tormenta no es el mejor momento para promover motines a bordo. Así lo han comprendid­o todos los capitanes que dirigieron nuestro destino y se unieron para acuerpar su faena. La crisis se acerca en una coyuntura menos favorable que la griega. La incertidum­bre internacio­nal se suma a la hecatombe financiera autoinflig­ida y se agrava con la ineficienc­ia patética de nuestro Estado, enfermo de opacidad y convenient­emente atrasado de modernidad.

Impedidos de cambiar el rumbo de Nicaragua y amarrados a la disfuncion­alidad legislativ­a, solo quedamos como voz que clama en el desierto por una hermandad que no tenemos y una disposició­n al sacrificio solidario que no alcanzamos. ¿Dónde encontrar la esperanza, en esta entreabier­ta caja de Pandora? Los antiguos griegos lo dijeron: preciso es que primero salgan desbocadas las desgracias. A pesar de ello, quiero creer que aún existe un poder ciudadano oculto que no defienda intereses y nos desate las amarras de la mezquindad. Ya bien decía Nietzsche que cambiaría un reino por una palabra sensata. Al fin y al cabo, solo somos humanos, demasiado humanos y nada excepciona­les.

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