La era del consentimiento ha llegado
CPERIODISTA Y ESCRITOR
hristine Blasey Ford, muy afectada, alega que hace 36 años Brett Kavanaugh la manoseó y trató de violarla. No pudo. Ella huyó de la habitación y se refugió en un baño. Dice que Kavanaugh estaba borracho. Ambos y otros amigos participaban en una fiesta. Ella tenía 15 años y él, 17. Ford se sometió airosamente a un detector de mentiras.
Kavanaugh, colérico, afirma que, si realmente ocurrió, no fue él. Fue otro. Aclaró que ni siquiera estaba en Washington en esa fecha. Agregó el dato (insustancial) de que era virgen en ese momento. La doctora Ford hoy es una psicóloga respetable con unas credenciales académicas impresionantes. Kavanaugh hoy es un juez notable, graduado de Yale, conservador, igualmente respetable, y ha sido nominado a la Corte Suprema.
Es la palabra de una contra la palabra de otro. Ocurre en los careos indirectos. Es difícil encontrar la verdad. Ambos fueron muy persuasivos, aunque es problemático pensar que ella mintió. ¿Le interesa a Ford que se conozca la verdad por responsabilidad social o por sacarse una espina del corazón clavada durante muchos años? Tal vez ambas cosas.
Temas morales.
Descontemos la pasión política de los demócratas contra los republicanos y viceversa. Olvidémonos, incluso, de que otro juez conservador acaso matice las decisiones de la Corte Suprema durante un cuarto de siglo. Esto es muy importante para los discutibles temas morales que dividen a la sociedad norteamericana.
Por ejemplo, el creciente derecho de las personas sobre su propio cuerpo. El de las mujeres a abortar. El de los suicidas a quitarse la vida o a practicar la eutanasia. El de las personas disconformes con su naturaleza a elegir su propio género. El de todos a utilizar sustancias prohibidas como las drogas adictivas.
Pero la pregunta clave no es quién es el culpable. Supongamos que Ford tiene razón. Lo importante es si el intento fallido de violación de un adolescente borracho, que ni siquiera ha pasado por los juzgados porque no fue denunciado en su momento, lo invalida para ser miembro de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos.
¿Por qué no ser igualmente rigurosos con otras instancias del poder? Si se aplica la misma regla, probablemente la mitad de los legisladores no pudieran ocupar sus curules porque durante su adolescencia hicieron estupideces terribles o gamberradas que bordeaban el delito.
Inmadurez.
Sabemos hoy que uno de los rasgos del cerebro adolescente es la incapacidad para juzgar las consecuencias de los actos. Eso no sucede aproximadamente hasta los 25 años. Por eso, los muchachos son tan audaces y tan buenos soldados. No conocen el miedo. No le temen a la muerte. Por eso, también, a veces se someten a influencias nocivas de las que se sacuden a los pocos años. Cuando maduran se comportan de otra manera, tienen otra perspectiva mucho más cautelosa.
Por supuesto que hace 36 años Ford pasó un terrible mal rato, como tantas mujeres en esa y otras épocas. Seguramente, Ford no ignora que primero votaron los exesclavos que las mujeres. Que no pudieron estudiar en las universidades hasta el siglo XIX. Que hasta que la inglesa Mary Wollstonecraft proclamó en 1787 el derecho de las mujeres al placer sexual, se suponía que la función de las damas no era otra que procurarles a los hombres una mucosa cálida en la cual depositar su esperma.
En el momento en que la tradición oriental se apoderó de Roma y la sombría visión católica se convirtió en la religión oficial, las mujeres pasaron a ser criaturas de ínfima categoría. Un mero apéndice de los hombres. Ni siquiera podían penetrar en la estructura de una Iglesia de varones célibes, que hasta discutía en sus concilios si las mujeres tenían alma o estaban más próximas a los animales.
Ha tardado mucho, pero poco a poco se ha ido logrando la equiparación de los géneros. Lo que hemos visto en la televisión es otro episodio del me-too y de la imperiosa necesidad de buscar el total consentimiento de la compañera de cama.
Es el triunfo de Mary Wollstonecraft a los 221 años exactos de su muerte.
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Nos enteran de que los miembros de una comunidad montañesa de Turquía se comunican mediante un dialecto silbado, que consta de unos 250 vocablos y es enseñado en la escuela con tanto éxito como el alcanzado por nosotros con los cursos de inglés. Puede que aquellos campesinos gocen de algún grado de felicidad porque pueden entenderse gracias a un vocabulario reducido, aunque acústicamente muy bello. Para ellos, el imperio de la verdad debe de ser absoluto, dado que nadie lograría mentirle a un pueblo utilizando un léxico tan escaso. Si los políticos de ese lugar no trinan sus discursos, sospechamos que cultivan yucas y las venden anunciándose con silbidos, como los antiguos lecheros.
Nosotros, con otra clase de oídos y obligados a escuchar graznidos de aves de mal agüero, tenemos que envidiar a aquellos turcos de oídos virginales. Ahora bien, de creerles a los exagerados, el español cuenta oficialmente con más de un cuarto de millón de vocablos, sin contar los que inventan cada minuto para seguirnos engañando y para vendernos toda clase de artefactos estupidizantes. Ese dato dejaría en mal predicado la riqueza comunicativa del extraño dialecto turco, pero tenemos entendido que, en algunos programas de televisión en español, los animadores y sus adeptos “consumen” poco más de 300 palabras, de las cuales muchas son interjecciones carentes de significado.
Eso sí, hay que ver con qué facilidad sacralizamos los términos que los políticos tejen en sus ocurrencias aunque con el tiempo lleguen a merecer un lugar en la “galimatolalia” de quienes hablan en lenguas. Tomemos como ejemplo el adjetivo “sostenible”: cada vez que lo escuchamos estamos a punto de persignarnos ante algo que fue inventado por unos políticos europeos que, según colegimos, sabían menos de física que de falsa retórica. Cuando se mencionó por vez primera —en noruego, suponemos— el desarrollo sostenible, las aguas del mar Rojo de la política se abrieron y nadie se detuvo a pensar que, si algo tiene nuestra civilización, es que, como el universo, es totalmente entrópica, es decir, generadora de desorden. Como explicaba recientemente un divulgador catalán, por sencilla que sea toda actividad humana contribuye a dispersar la materia y a degradar la energía. Mayor entropía, más basura, más desorden.
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¿Invalida a Kavanaugh el intento fallido de violación a ser miembro de la Corte de EE. UU.?