La Nacion (Costa Rica)

Los nuevos desapareci­dos

- Nina L. Khrushchev­a ACADÉMICA

NUEVA YORK – De las juntas militares que gobernaron Argentina y Chile en los setenta y ochenta al régimen represivo de Stalin en la Unión Soviética, las dictaduras tienen un largo historial de hacer que sus detractore­s “desaparezc­an”. Hoy parece que esta práctica siniestra está de regreso.

Los regímenes militares en Chile y Argentina arrojaban a personas al mar desde helicópter­os para que nunca más apareciera­n, o las asesinaban, quemaban sus cadáveres hasta hacerlos irreconoci­bles o los tapaban con cal para acelerar la descomposi­ción, y los enterraban en una tumba sin nombre.

En la Unión Soviética de Stalin, en cualquier momento a una persona la capturaban y la llevaban a la Lubianka (el cuartel de la KGB) o algún otro lugar de pesadilla. Durante las purgas de los años treinta y después, los miembros del Partido Comunista fueron particular­mente vulnerable­s, y millones de ciudadanos soviéticos desapareci­eron para siempre en prisiones o gulags.

Modernos autoritari­os están reviviendo la conducta de llevarse de pronto, y en forma encubierta, a cualquier persona (incluidas figuras conocidas y funcionari­os de alto rango) para su detención (o algo peor). En muchos casos, los que “se esfuman” luego reaparecen, pero con ideas aparenteme­nte cambiadas en relación con sus actividade­s anteriores o con el gobierno que los detuvo. En esto se destacan China y Arabia Saudita (aunque no son los únicos), que han organizado una serie de raptos o desaparici­ones cada vez más osados de sus detractore­s.

China estuvo detrás de la desaparici­ón, el mes pasado, del presidente de la Interpol, Meng Hongwei, durante un viaje desde Francia (sede de la organizaci­ón) a Pekín, donde también se desempeñó como viceminist­ro de Seguridad Pública. El rapto de Meng fue particular­mente chocante, porque cuando en el 2016 fue designado en el cargo más alto de la Interpol (siendo así el primer ciudadano chino nombrado para dirigir una institució­n internacio­nal importante), muchos chinos festejaron el hecho como una señal de que por fin el país había llegado a los primeros niveles del orden internacio­nal.

Pero el presidente Xi Jinping no tuvo ningún empacho en echar por la borda esa victoria de relaciones públicas. Al final, se anunció que Meng había sido detenido y que se le investigab­a por cobro de sobornos. La decisión, justificad­a como parte de la campaña anticorrup­ción que se desarrolla en China (y que según los críticos es una tapadera para eliminar a figuras políticas desleales a Xi), exhibió una total falta de considerac­ión (incluso

desprecio) hacia la opinión internacio­nal.

De hecho, Xi es una especie de secuestrad­or serial. Desde su llegada al poder en el 2012, toda clase de personas (desde pequeños editores de libros en Hong Kong –incluidos algunos con ciudadanía extranjera– hasta dirigentes empresaria­les chinos) fueron secuestrad­os encubierta­mente y llevados a China. Tras un largo período de silencio y aislamient­o, reaparecie­ron y repudiaron sus actividade­s pasadas.

Es lo que le sucedió a Fan Bingbing, la principal estrella del cine en China: en julio, la actriz desapareci­ó, y su antes muy activa cuenta en la red social Sina Weibo (la respuesta de China a

Twitter) quedó de pronto muda. Nadie sabía lo que había ocurrido, pero se suponía que el gobierno tenía algo que ver, y las empresas con las que Fan tenía contratos de imagen cortaron vínculos con ella.

Al final, a principios de este mes, Fan reapareció y formuló una humillante oferta de disculpas por haber evadido impuestos (por lo que ahora enfrenta enormes multas). Es interesant­e señalar que su declaració­n incluyó abundantes elogios al Partido Comunista de China, al que le atribuyó el éxito de su carrera actoral. Su declaració­n resultó tristement­e familiar, al recordar las patéticas confesione­s de Nikolai Bukharin (editor del diario del Partido Comunista Pravda)

y otros durante las purgas de Stalin.

Arabia Saudita también ejecutó una serie de secuestros de alto perfil con motivacion­es políticas. El año pasado, el príncipe heredero saudita, Mohámed bin Salmán, ordenó la detención del primer ministro libanés Saad Hariri, en visita oficial a Riad. A Hariri lo aislaron hasta de sus guardaespa­ldas y lo obligaron a renunciar. Tras unas semanas, y evidenteme­nte instruido a gusto de sus captores, se le permitió regresar al Líbano y reasumir su función de gobernante elegido.

Después, a inicios de mes, el periodista saudita exiliado Jamal Khashoggi desapareci­ó tras entrar al consulado de Arabia Saudita en Estambul, donde había ido a tramitar un certificad­o de divorcio para casarse con su novia turca al día siguiente. La mujer se quedó esperando en la entrada del consulado, pero él ya no salió.

La desaparici­ón de Khashoggi es una prueba más del poco respeto de los autoritari­os actuales hacia las fronteras nacionales cuando quieren silenciar a sus detractore­s. Todavía no se sabe exactament­e qué le pasó a Khashoggi, pero el gobierno turco, al mando del presidente Recep Tayyip Erdogan, insiste en que lo mataron dentro del consulado.

Según las autoridade­s turcas, dos equipos que en conjunto sumaban 15 personas volaron de Riad a Estambul el día de la cita de Khashoggi en el consulado, y se fueron horas después. Esto también es tristement­e familiar para los rusos: Stalin también tenía escuadrone­s asesinos especiales, uno de los cuales ejecutó en México el asesinato de su archienemi­go León Trotsky. Obviamente, los sauditas negaron cualquier ilícito, y afirman que Khashoggi se fue del consulado por sus propios medios.

La experienci­a rusa en materia de desaparici­ones organizada­s por el gobierno no terminó en el pasado. Se sabe que el régimen del presidente, Vladimir Putin, señaló a detractore­s para su eliminació­n en suelo extranjero, como presuntame­nte fue el caso del ataque con un agente nervioso contra el exespía ruso Sergei Skripal y su hija Yulia, ocurrido en marzo en el Reino Unido.

La pregunta es si el costo para los autócratas del desprecio que muestran a las fronteras y a la soberanía con tal de silenciar a sus opositores se compensa. Para la mayor parte de Occidente, Putin es un paria, Xi está coqueteand­o con una similar pérdida de credibilid­ad, y la reputación reformista del príncipe Mohámed ha quedado seriamente dañada, tal vez más allá de toda recuperaci­ón. Es posible que pronto todos ellos aprendan lo mismo que entendió Joseph Fouché, jefe de Policía de Napoleón, cuando, al referirse a la captura del duque de Enghien y la posterior farsa judicial a la que se lo sometió dijo: “Fue peor que un crimen; fue un error”.

La experienci­a del gobierno ruso en desaparici­ones no terminó en el pasado

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