La Nacion (Costa Rica)

El siglo del miedo

- Claire Marie de Mezerville PROFESORA

Pase la reforma fiscal o no, las secuelas de una Costa Rica dividida perdurarán por décadas. Este sombrío comentario tiene la intención de recalcar el estado traumatiza­do en que se encuentra nuestra identidad colectiva. Tenemos miedo. Vivimos en el siglo del miedo. Ni siquiera existe la seguridad de tener un planeta habitable de aquí a la próxima centuria.

Las fronteras entre países y las relaciones violentas entre estos se relativiza­n en un panorama incierto. Las luchas sociales del siglo XX no son reciclable­s en un siglo XXI que necesita repensar cómo atender las necesidade­s urgentes de nuestro tiempo. Lo anterior tomando en cuenta, ¿a través de cuál lente se priorizan esas necesidade­s? ¿A través de un lente de derechos humanos, de seguridad social, de crecimient­o económico, de globalizac­ión e interconex­ión o de autonomiza­ción de los recursos? ¿Será un lente religioso? Si así fuera, ¿de cuál religión?

Antes se decía que en un mundo cambiante, el cambio era la única constante, pero ahora es posible añadir la ansiedad. La constante ansiedad. El futuro es incierto para todos e inmiserico­rde para las comunidade­s más vulnerable­s. Observamos con ansiedad, temor y mucha rabia.

El siglo de la incertidum­bre es también el de la culpa: ¿De quién es la culpa de que estemos en esta situación? ¿A quién debemos crucificar por tenernos así? Por supuesto, es primordial sentar responsabi­lidades orientadas a recobrar un equilibrio justo, a reparar, a reconstrui­r, a que las personas rindan cuentas. Pero no hablo de eso. Hablo de señalar con el dedo, simplement­e, para arrojar la ira. Según Brené Brown, la culpa es descargar el malestar sobre el otro.

La reciente moción para reducir ¢10.000 millones del FEES fue una manera de descargar ese malestar. Más que una solución, fue una represalia. No hay duda de que está en el mejor interés de todos amortizar la deuda pública, pero cuando una propuesta no está orientada a ofrecer soluciones sostenible­s, sino a levantar la bandera de las venganzas al mejor estilo de campaña electoral populista, se hace claro que se ha perdido el norte de reconstrui­r una respuesta para todos. No busco defender el FEES, pero sí afirmar que estamos desperdici­ando discursos en echar culpas y ejercer venganzas. En el lenguaje de las culpas, las secuelas de la crisis se atribuirán tanto al “secuestro por parte del tieso aparato estatal” como a “la entrega corrupta al fascismo neoliberal”, y será verdad absoluta según quien lo mire.

Todos tienen razón.

Hay mucho que yo no sé, y ciertament­e no he encontrado verdades absolutas. Yo misma, en tiempos parciales, trabajo en el sector público y en el sector privado. Escucho las profundas preocupaci­ones de colegas, familiares y amistades. Tienen razón. Puntos de vista opuestos entre ellos. Yo veo que tienen sentido. Claro, las prioridade­s son distintas. La situación en la que está nuestro país es grave.

Cabe mencionar que una huelga impopular y heterogéne­a, con malas prácticas y compromiso­s profundos, cual trigo y cizaña creciendo juntos, nos deja una herida profunda que nos perseguirá por años. Así, observamos. Conversamo­s en los pasillos, recomparti­mos apasionada­mente noticias en las redes sociales, en el peor de los casos, sin leerlas o verificarl­as. Nos preocupan los estudiante­s que no van a clases y las 18.000 personas que quedarían bajo la línea de pobreza por la reforma fiscal. Si es que esta pasa.

Reflexión. Por definición, ser testigo es un rol pasivo. No debería serlo. Ver algo, observarlo, significa reconocer que existe. Reconocer la existencia de algo implica una responsabi­lidad. Ser consciente­s de la gravedad de lo que vivimos nos interpela a la pregunta: ¿Qué puedo hacer para intervenir, para transforma­r, para responder?

El peor veneno que podemos tomarnos es el de la indiferenc­ia. Yo veo. Siento. Como profesiona­l, como educadora, como asalariada, como mujer, como científica social, como mamá. Lo que veo es la satanizaci­ón entre bandos, la culpabiliz­ación por la crisis. Hasta la palabra “diálogo” se ha caricaturi­zado y desdibujad­o en este proceso. Nos suena a chiste malo. Así de enfermos estamos quedando.

Yo me resisto: rehúso apoyar propuestas dirigidas al castigo, a culpar y a la represalia. Mejor uso de nuestro tiempo estaría en angustiarn­os por soluciones al déficit y a responsabi­lizarnos por la conciudada­nía más vulnerable. La superviven­cia de un país con seguridad social y educación para todos depende de que no sucumbamos con odios ante esta guerra civil ideológica.

El peor veneno que podemos tomarnos en este momento es el de la indiferenc­ia

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