Ataques a la integridad judicial
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La solidez de los poderes públicos no solo descansa en su legalidad y funcionalidad, sino también en su legitimidad. La legalidad, entre otras cosas, los dota de poder; la funcionalidad, de eficacia; y de cómo manejen ambas dependerá, en buena medida, su legitimidad.
Para toda institución o todo funcionario es clave que lo legal, lo funcional y lo legítimo marchen de la mano. Resulta más determinante en el caso del Poder Judicial, árbitro final de las diferencias y conflictos, y el que, en última instancia, determina qué es legal (o constitucional) y qué no.
En el repertorio de posibles distorsiones de esas tres variables, la corrupción destaca por sus terribles consecuencias. Pero otras no se quedan atrás, y dos de ellas se han reflejado en los últimos días con inquietantes consecuencias: el partidismo en Estados Unidos y el gremialismo en Costa Rica.
Ficha partidista.
El sábado 6 de este mes, el Senado estadounidense confirmó al juez federal Brett Kavanaugh como miembro de la Corte Suprema de Justicia; ese mismo día tomó posesión. Es el segundo designado por el presidente, Donald Trump.
Su confirmación obtuvo una de las más reducidas mayorías en la historia de estos procesos: 50 a favor y 48 en contra. Con dos excepciones, los senadores siguieron estrictas líneas de partido.
La llegada de Kavanaugh a la Corte implica un serio golpe a la legitimidad, la prudencia y la estricta separación entre lo partidista y lo judicial que se espera del máximo órgano constitucional. Porque una cosa es ser conservador, ideológica y legalmente hablando, y otra actuar como instrumento de una ideología, un partido (en este caso, el Republicano) y un presidente autoritario y desdeñoso de las instituciones.
Durante sus audiencias ante el Comité Jurídico del Senado, en particular la celebrada el 27 de setiembre, Kavanaugh mostró todas esas facetas. Quizá las atempere en el cargo y despeje las fundadas dudas que ha generado, pero es difícil creer que así será.
Esa comparecencia se efectuó para ventilar su presunta agresión sexual contra Christine Blasey Ford durante una fiesta colegial hace tres décadas. Ambos asistieron y fueron interrogados.
Los hechos investigados, junto con otras tres denuncias de similar índole referidas a sus años universitarios, generaron fundadas sospechas sobre su conducta y actitud hacia las mujeres. Sin embargo, por el tiempo transcurrido y la ausencia de pruebas contundentes, no eran razón suficiente para frenar el nombramiento.
Pero lo que sí quedó de manifiesto durante la audiencia fue el descontrol emocional, la agresividad retórica, la obnubilación partidista y la arrogancia machista de Kavanaugh, que alcanzó la cúspide en su irrespeto contra las senadoras demócratas (no había republicanas) que lo interrogaron. En un punto de la comparecencia, como si fuera un eco de Trump en plaza pública, denunció campañas orquestadas y pagadas por “los Clinton” y sectores “izquierdistas” para frenar sus aspiraciones.
Al sumar este lamentable desempeño, las acusaciones verosímiles de agresión sexual, sus antecedentes como operador jurídico-político en la Casa Blanca de George W. Bush y las falsedades detectadas en otras comparecencias, es evidente que Kavanaugh no está a la altura del cargo. Pero, aun así, fue confirmado.
Muchos republicanos, más preocupados por victorias inmediatas que por la integridad de las instituciones democráticas, piensan que el episodio del 27 de setiembre motivará a la base dura de sus votantes, en particular a hombres blancos sin educación universitaria y evangélicos ultraconservadores, con vistas a las elecciones de medio período, el 6 de noviembre. Otros consideran que podría perjudicarlos, pero el riesgo vale la pena ante el premio: garantizar una mayoría conservadora (de cinco a cuatro) en la Corte por mucho tiempo. Kavannaugh, con 53 años, permanecerá por el resto de su vida.
Que, como resultado de lo anterior, la Corte pueda precipitarse en una profunda crisis de legitimidad, no parece preocuparles. Su objetivo no es fortalecer la justicia constitucional, sino manipularla para impulsar sus objetivos e intereses. En síntesis: una grave distorsión de prioridades, de la cual saldrán perdiendo esa institución y el sistema democrático.
Decisión gremialista.
El martes 16, la Corte Plena de nuestro país, por mayoría y sin el voto de los magistrados de la Sala Constitucional, se manifestó contra el proyecto de Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas. Adujo que afecta el funcionamiento del Poder Judicial.
Su oposición se centró, esencialmente, en que limita su “independencia de gobierno” porque otorga a otras instancias del Estado la fijación de lineamientos sobre el empleo público, y estas incidirán en las remuneraciones de los funcionarios judiciales, incluidos los propios magistrados.
En realidad, ninguna de las disposiciones contenidas en el proyecto toca materia jurisdiccional específica; tampoco afecta su aplicación; menos, la organización de los juzgados o los escalafones internos. Constituyen reglas generales y guías de amplio espectro, que cada institución pública aplicará dentro del amplio marco establecido, como ocurriría, por ejemplo, con regulaciones sanitarias. Por ende, son políticas públicas dentro de la más profunda concepción del término, que en una democracia las definen los parlamentos soberanos, no los jueces.
Pero los magistrados decidieron llevar a extremos una potestad que les otorga el artículo 167 de la Constitución, para tratar de imponer su criterio. Según esta norma, la Asamblea debe consultar a la Corte “los proyectos de ley que se refieran a la organización y funcionamiento del Poder Judicial” y solo podrá apartarse de su criterio con dos tercios de los votos (38).
Equiparar políticas fiscales y de empleo público con normas referidas a la “organización y funcionamiento” judiciales carece de razonabilidad alguna. Por algo el presidente de la Corte respondió, en abril pasado, que una versión muy similar de la reforma fiscal no la afectaba. Más aún, la Sala Constitucional ha dispuesto que esa afectación solo se refiere a “la creación, la variación sustancial o la supresión de órganos estrictamente jurisdiccionales” y a la modificación o eliminación de “funciones materialmente jurisdiccionales o administrativas”.
Sin embargo, los 11 magistrados contradijeron esos criterios, precisamente en una materia que los afecta como funcionarios públicos (entre los mejor pagados del Estado), no como jueces. Resultado: un severo golpe a la legitimidad de un Poder Judicial deteriorado por agudos escándalos recientes, que afecta nuestra institucionalidad democrática.
Como si esto fuera poco, su decisión saboteó la solución de la grave crisis fiscal en que se ha precipitado el país.
El riesgo es enorme para todos. Su “premio”, en este caso, ni siquiera tiene las connotaciones ideológicas de lo ocurrido con Kavanaugh en Estados Unidos; se limita a proteger prebendas gremiales. La impresión es que la Corte Plena ha actuado como una cúpula sectorial, no como la más alta instancia gubernativa del Poder Judicial.
Aún existe una esperanza: que la Asamblea blinde la aprobación de la reforma ante el torpedeo del gremialismo judicial y que la Sala Constitucional, desde su mandato jurisdiccional, enmiende la aberración en que incurrieron los 11 magistrados. Así salvará al Poder Judicial de sí mismo y pondrá un puntal clave para el fortalecimiento de nuestra institucionalidad y la salud de nuestra economía.
Pero mucho del daño ya está hecho y será irreparable. No olvidemos el hecho, ni a quienes lo generaron.
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Los embates del partidismo y el gremialismo se han hecho sentir en EE. UU. y Costa Rica