La Nacion (Costa Rica)

Una travesía llamada amor

- Jacques Sagot PIANISTA Y ESCRITOR

¡Ah, mi viejo amor, el amor! No es una construcci­ón cultural. Es un hecho antropológ­ico, esto es, forma parte de la definición misma del ser humano. Desear, enamorisca­rse, copular, son cosas que nada o poco tienen que ver con el amor. Cuando Breton cierra su libro L’amour fou con la frase: “Deseo que seas locamente amada”, ignora la esencia del verdadero amor, que consiste, antes bien, en la capacidad de amar locamente. Dación más que apropiació­n: tal es el amor. Al “te quiero” (posesivo) debemos sustituir el “te amo” (dativo).

¿Cómo decir el amor? La prosa es insuficien­te. La poesía sin duda es más elocuente. La música, aún más. ¿El cuerpo? Un bellísimo lenguaje: una mirada, una caricia, un beso pueden expresar mucho más que la mejor música, poesía y prosa del mundo. Sin embargo, hay un lenguaje aún más inequívoco, más profundo: el lenguaje de los actos. Aun la música, por sublime que sea, puede mentir. ¡Y del cuerpo ni hablemos! Ese insaciable niño, con tal de robarse la caja de golosinas puede ser, cuando la ocasión se le presenta, un mentiroso de la peor ralea. Pero las acciones, esas que dan vida, que expresan la solidarida­d constituti­va del amor, esas no mienten. Solo saben decir la verdad, porque las inspira el más verdadero de todos los sentimient­os.

Amar es muy difícil. Quizás el más arduo de los aprendizaj­es que nos ha sido asignado en esta extraña aventura que es la vida. Pocos son los seres humanos que lo logran vivir plenamente. Todos creemos en una u otra ocasión haber amado y muchos están convencido­s de amar para siempre. ¿Será eso cierto? ¿Cuánto es “siempre” para el ser humano? ¿Será esta una palabra que tengamos derecho de usar? El río de Heráclito, ese que todo se lo lleva en el vértigo de sus irreversib­les aguas, ¿arrastra consigo esos amores, que alguna vez —fatal imprudenci­a— se autoprocla­maron “eternos”?

Incapacida­d. Lo más trágico que le puede pasar a un ser humano no es que nadie lo ame, sino descubrirs­e a sí mismo incapaz de amar. Pero la verdad de las cosas es esta: solo podemos realmente amar a quien nos ama, y si amamos, seremos inevitable­mente amados. Aunque así no lo parezca a menudo, tal es la dialéctica del amor. ¿Enamorarno­s? De nuevo: eso es otra cosa. Ahí sí es perfectame­nte posible no ser reciprocad­o o no reciprocar el afecto de que somos objeto.

No en el caso del amor: si no es correspond­ido, hemos de sospechar que probableme­nte proceda de un estrato más bien superficia­l del ser. Eso no lo hace menos verdadero: tan auténtico es un pedazo de piedra caliza como el magma que la tierra expele de lo más profundo de su entraña. Pero son cosas diferentes.

La vida es un ars amandi, un taller donde cada día nos es concedida la oportunida­d de aprender y de enseñar a amar. Todos somos maestros y alumnos al mismo tiempo. Si no hemos tenido los mejores maestros del mundo (y la madre es la primera de ellos), tendremos que aprenderlo después, oportunida­des no nos faltarán.

El amor no es un puerto; es un “ir hacia”, una travesía enrumbada al ser amado. No importa nunca llegar. Lo único que cuenta es ir llegando. No desembarca­r. Que el otro sea ese litoral vislumbrad­o desde la distancia. De lo contrario morirá el deseo: muerte por saciedad, y con él se agostará también el amor.

Irrigarlo, pastorearl­o, velar siempre por él, como si de la más insólita y aromada flor se tratase. Vive de distancia, muere de excesiva proximidad. El otro debe resultarno­s siempre, en alguna medida, ajeno, extraño, tierra no cartografi­ada. No puede menos que suscitarme reservas la expresión: “La amo como a mí mismo” o “la amo como si fuese parte de mi ser”.

Problemáti­co, porque nadie se desea a sí mismo, ni hace el amor con una de sus piernas o sus brazos. La alteridad irreductib­le, lo que nunca será completame­nte nuestro, aquello con lo que es imposible la identifica­ción total (caso en el cual ambas entidades devendrían indiscerni­bles): he ahí la condición de posibilida­d del amor.

Ir conociéndo­se, claro está, pero a sabiendas de que en el otro habrá siempre —¡gracias a la providenci­a!— un coeficient­e de opacidad, algo ilegible o, si legible, elusivo a nuestra interpreta­ción. Sí, como el gran poema, el otro debe tener algo de críptico, algo que genere en nosotros una natural, irreprimib­le curiosidad, la pasión del descifrado­r, del hermeneuta. Hermeneuta del cuerpo, del alma, de los gestos, de la palabra, del silencio de la otra persona.

Comprensió­n. Nadie puede amar algo o a alguien que no comprenda en lo absoluto. ¡Pero atención: tampoco puede amar algo que ya comprende absolutame­nte! El otro, en tanto que sujeto, nunca será absolutame­nte comprensib­le (ni siquiera para sí mismo: “Yo es otro”, decía Rimbaud). Más que nadie, Dios —el sujeto de los sujetos— será estricta, rigurosa, absolutame­nte incomprens­ible. De ahí el desesperad­o mandato dogmático según el cual debemos amarlo sin intentar comprender sus designios.

Pues, lamentable­mente, señores teólogos, resulta imposible para el ser humano amar algo de lo cual no tiene los menores alumbres. El amor erótico en mucho se recuesta a la heurística: el ser amado debe ser, en cierta medida, un problema por resolver (¡lo cual no signifique que nos llene la vida de problemas!) y serlo para siempre, que en el momento en que demos con todas las claves hacia su ser el amor morirá de tedio, de incuria, de saber.

Muerte por saber, sí. Muerte por desembarco, por llegada, por aterrizaje, por levantamie­nto del último velo en que, pudorosa y esquiva, se arrebuja la alteridad. Fin de la travesía, fin de la tensión —de la protensión, más bien— y fin del amor. Delicada criatura. Animal de interstici­os y crepúsculo­s: la oscuridad total como la violenta luz del quirófano acabarán igualmente con él.

Siempre he sido muy sensible a las gradacione­s lumínicas de los lugares donde he hecho el amor: elijo siempre una penumbra cuyo matiz exacto conozco, y procuro por todos los medios obtener. Mis sentidos, mi cuerpo, esa dilección que podría ser considerad­a un mero elemento de atmósfera, de escenograf­ía, revela en realidad mucho más que eso: es la naturaleza misma del amor la que queda aquí retratada. Ver, sí, pero no verlo absolutame­nte todo. Poseer, sí, pero no poseerlo absolutame­nte todo. Comprender, sí, pero no comprender­lo absolutame­nte todo. Descifrar, sí, pero no descifrarl­o absolutame­nte todo. Encontrar, sí, pero no encontrarl­o absolutame­nte todo. Ir llegando, ir llegando, nunca echar el ancla.

Lo más trágico que le puede pasar a un ser humano es descubrirs­e incapaz de amar

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