La Nacion (Costa Rica)

La reforma del día después

- Eli Feinzaig

Diez años de crecimient­o desenfrena­do del gasto público finalmente nos está pasando factura. La economía se ha desacelera­do, la recaudació­n cae y al gobierno se le dificulta cada vez más conseguir los recursos prestados que requiere su deficitari­a operación. La situación de liquidez es tan apretada que ha debido optar por un recurso de última instancia: la emisión de letras del tesoro para que el Banco Central lo financie mediante la proverbial puesta a funcionar de la maquinita de hacer billetes.

Esto cambia las reglas del juego. El tiempo se acabó para las discusione­s estériles, y ahora tendremos que aceptar el trago amargo de las medidas de emergencia que distan mucho del objetivo primordial de toda política pública: resolver el problema que pretenden atacar. A pesar de sus defectos, el paquete fiscal es la carta de presentaci­ón que Hacienda necesita para captar los recursos requeridos para mantener la barca a flote.

Lo anterior es una pena porque se trata de una “reforma” que no resuelve ni de lejos el problema de las finanzas públicas, profundiza­rá la ralentizac­ión de la economía e introducir­á nuevos niveles de complejida­d a un esquema tributario fragmentar­io y muy difícil de administra­r, caracteriz­ado por muchos impuestos, tasas muy elevadas, incontable­s exoneracio­nes y portillos para la evasión y la elusión, y una base muy reducida de contribuye­ntes. Para muestra, algunos botones:

El Ministerio de Hacienda identificó, en octubre del 2017, una lista de 105 tributos. Incluye impuestos, derechos, licencias, timbres (excepto los de los colegios profesiona­les, así que súmele), cuotas, contribuci­ones, tasas y cuanto eufemismo y sinónimo de impuestos pudo conjurar el legislador.

Cuatro impuestos generaron el 87,7 % del total de los ingresos tributario­s acumulados a agosto de este año: el impuesto sobre las utilidades, el impuesto general de ventas, el selectivo de consumo y el impuesto único a los combustibl­es.

Dos terceras partes de lo recaudado por la Dirección General de Tributació­n proviene de los grandes contribuye­ntes nacionales, que son aproximada­mente 450 de las más grandes empresas del país.

El 84 % de los asalariado­s está cubierto por el umbral de exoneració­n del impuesto de renta.

Para este año, lo que Hacienda dejará de percibir por concepto de exoneracio­nes asciende al 5,7 % del PIB, según reportó este diario el 4 de diciembre del año pasado.

Siguiente tarea.

Se apruebe o rechace el paquete tributario, dada la gravedad de la situación fiscal y el riesgo de que se desborde y afecte la economía de todos los costarrice­nses, no podremos tomarnos un respiro. El día después de que se defina la suerte del expediente 20.580 deberemos entrarle de lleno a la verdadera reforma, la que nos permitirá generar un ambiente propicio para el crecimient­o económico, a la vez que resuelva la precarieda­d de las finanzas públicas y elimine la recurrenci­a de las crisis fiscales.

Muchas personas —diputados, ministros, economista­s independie­ntes, analistas, columnista­s— hemos hablado sobre la necesidad de tomar medidas de reactivaci­ón de la economía (reducción de costos de la energía, desarrollo de infraestru­ctura clave, simplifica­ción de trámites, modernizac­ión de la legislació­n laboral, educación dual, etc.), y también ronda en el ambiente la promesa gubernamen­tal de promover una reforma del empleo público en el 2019 y la reforma del Estado en el 2020. Pero casi nadie está hablando de la reforma tributaria necesaria para acompañar la modernizac­ión del aparato productivo, potenciar las medidas de reactivaci­ón y complement­ar las muy necesarias medidas de racionaliz­ación del gasto público y cierre de institucio­nes obsoletas implícitas en las reformas del empleo y del andamiaje estatal. Kevin Casas la insinuó en un magnífico artículo de opinión el 25 de agosto pasado.

Los liberales tenemos mucho que decir al respecto, pero tenemos también la obligación de contribuir a este debate dejando de lado los temores, los prejuicios y el facilismo de un eslogan que puede traducirse en unos votos más, pero nada aporta en la búsqueda de una solución para los problemas de este barco llamado Costa Rica en el que viajamos junto con estatistas, intervenci­onistas, keynesiano­s y conservado­res de toda estirpe que desean, cada uno a su manera, lo mejor para el país.

Con 105 tributos vigentes, es fácil abrazar la postura de “no más impuestos”. Pero quedarse en la política del bloqueo implica ceder la iniciativa y conceder la derrota por adelantado a quienes ven en los impuestos la solución a todos los problemas. La clave está en una significat­iva simplifica­ción tributaria.

Las siguientes son las caracterís­ticas que debería tener el sistema tributario para promover el crecimient­o económico, mejorar la competitiv­idad del país, fomentar la productivi­dad y equilibrar las finanzas de manera simultánea y sostenida.

Pocos impuestos, fáciles de cumplir y de pagar.

Podríamos eliminar al menos 80 de los 105 tributos existentes sin afectar las finanzas. La reducción de los costos de cumplimien­to para el contribuye­nte permitirá destinar esos recursos a actividade­s más productiva­s: ganamos en dinamismo y competitiv­idad. El ahorro de recursos para la administra­ción tributaria se traducirá en una mayor eficiencia recaudator­ia.

Mantener 25 tributos sigue siendo un despropósi­to, por lo que habrá que buscar la forma de consolidar varios de ellos o recuperar esos ingresos por la vía de la mayor eficiencia recaudator­ia que permitiría un esquema concentrad­o en los impuestos de mayor rendimient­o.

Tasas bajas y uniformes.

La proliferac­ión de tasas, tractos y umbrales dentro de un mismo impuesto abre oportunida­des para la elusión y la evasión. En algunos casos, además, crea incentivos perversos: con la estructura actual del impuesto a las utilidades de las pequeñas empresas, no conviene aumentar las ventas por encima de (aproximada­mente) ¢54 millones anuales, porque la factura impositiva se duplica al traspasar ese umbral. Small is beautiful, pero condena a las empresas al estancamie­nto y fomenta la evasión.

Entre más bajas las tasas impositiva­s, menor es la distorsión que introducen los impuestos en el sistema de precios del mercado. Una bajada de tasas fomenta la inversión productiva, el crecimient­o y el empleo y, por esa vía, bien calibrada, tiene el potencial de mejorar la recaudació­n. Sumadas al cierre de portillos para el incumplimi­ento tributario asociado con la uniformida­d de tasas y la mayor capacidad de fiscalizac­ión por parte de la administra­ción tributaria producto de la eliminació­n de decenas de impuestos improducti­vos —que se traduce en un incremento en la probabilid­ad de detección del fraude— las tasas bajas y uniformes desincenti­van la evasión y la elusión.

Impuestos de base amplia.

El aparato estatal nunca será sostenible mientras el peso de la recaudació­n recaiga sobre el 16 % de los asalariado­s o las 450 de las casi 65.000 empresas formales que, según el Observator­io de Mipymes de la UNED, existían en el 2015. Un estudio del Estado de la Nación y la Asamblea Legislativ­a detectó, en el 2016, la existencia de más de 1.290 normas de exoneració­n en la legislació­n costarrice­nse, de las cuales al menos 350 están vigentes y son de naturaleza continua.

Las exoneracio­nes se deben limitar a casos de absoluta necesidad, y solo cuando no es posible diseñar un mejor mecanismo para ayudar a los sectores más desfavorec­idos de la sociedad. Por ejemplo, para compensar el establecim­iento del IVA a la canasta básica, sería mucho más eficaz eliminar los aranceles de importació­n que afectan a dichos bienes y los encarecen en mucho mayor proporción que el IVA.

La eliminació­n de las exoneracio­nes, de la mano de pocos impuestos de tasa baja y uniforme y mayor facilidad de administra­ción, se traducirá en una mejora en la recaudació­n a la vez que se dinamiza la producción y se incrementa la competitiv­idad del país.

Eliminació­n de destinos específico­s en impuestos generales.

Gobernar significa definir prioridade­s y tomar decisiones. Si los recursos recaudados vienen amarrados a destinos preestable­cidos por ley, se pierde gobernabil­idad. Ese es el ladrón que nos ha robado la paz por más de 20 años y ha restado credibilid­ad a la democracia. Los impuestos generales deben ingresar a la caja única para que el gobierno pueda destinar los recursos a las prioridade­s establecid­as en su plan nacional de desarrollo. Eso fomentaría un mejor análisis de la oferta política por parte del votante. Fortalecer­ía la democracia.

Es mucho lo que hay que avanzar. Aunque el presidente de la Corte no lo entienda así, una verdadera reforma fiscal debe atacar ambos lados de la ecuación: ingresos y gastos. El recorte del gasto es imperativo; la mera contención es insuficien­te. Dichosamen­te, tiene muchos defensores. Pero la mentalidad imperante en Costa Rica en materia de ingresos siempre ha sido subir los impuestos, sin importar los efectos distorsion­antes y contractiv­os que pueda tener. Es hora de empezar a sumar adeptos a la simplifica­ción tributaria.

Es hora de que empecemos a sumar adeptos a la simplifica­ción tributaria

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