La Nacion (Costa Rica)

El Acuerdo de Escazú y el ambiente

- Jorge Cabrera Medaglia ABOGADO

Después de un proceso iniciado en la Cumbre de Río+20, en el 2012, el 27 de setiembre nuestro país y 13 más del continente firmaron en la sede de las Naciones Unidas el Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Informació­n, la Participac­ión Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientale­s en América Latina y el Caribe, conocido como el Acuerdo de Escazú, por haberse adoptado en este cantón nacional.

El acuerdo contó con una activa participac­ión de la sociedad civil mediante mecanismos innovadore­s y replicable­s para otras iniciativa­s regionales o multilater­ales. Diversos Estados del continente sentaron las bases de una negociació­n para hacer realidad el principio 10 de la Declaració­n de Río de 1992 que incluye los denominado­s “derechos de acceso”.

El documento es el primero en el mundo en establecer medidas para la protección de los defensores del ambiente en consonanci­a con lo recomendad­o por diversos relatores independie­ntes de derechos humanos, en momentos cuando se registra un incremento en las amenazas y las agresiones contra ellos en nuestra región.

Es considerad­o un tratado de nueva generación para la defensa del ambiente. Tiene como objetivo garantizar la puesta en práctica “plena y efectiva” del derecho a la informació­n, a la participac­ión pública y el acceso a la justicia en asuntos ambientale­s, así como la creación y el fortalecim­iento de las capacidade­s y la cooperació­n.

Es una contribuci­ón a la generación de un ambiente sano y al desarrollo sostenible para las generacion­es presentes y futuras. No solo se reconocen los derechos ambientale­s, sino que, más importante aún, se establecen instrument­os para hacerlos realidad.

Se prevé expresamen­te que su ejecución e interpreta­ción deberá guiarse por una serie de principios: la igualdad, contra la discrimina­ción, la transparen­cia, la rendición de cuentas, contra la regresión, progresivi­dad, prevención, precaución, equidad intergener­acional, máxima publicidad, soberanía de los Estados sobre sus recursos naturales y propersona. Contiene una especial mención de las necesidade­s de los grupos o personas más vulnerable­s.

Situación en el país.

La normativa existente prevé la obligación del Estado y, en particular, del Ministerio de Ambiente y Energía y sus órganos, de producir, registrar, diseminar y facilitar el acceso de los habitantes y tomadores de decisiones a datos e informació­n ambiental.

Por su parte, se han dado pasos para garantizar los derechos de acceso a la informació­n (entre otros, el Decreto 40.200 sobre transparen­cia y acceso a la informació­n pública y el 40.199 sobre apertura de datos públicos y las directrice­s asociadas dirigidas al sector descentral­izado), pero su aplicación no ha sido homogénea entre las diferentes instancias.

Igualmente, se ha avanzado en participac­ión pública ambiental mediante la configurac­ión de una base constituci­onal sólida (artículos 9 y 50 de la carta magna) y legal (mediante múltiples normas) a pesar de alguna jurisprude­ncia constituci­onal “regresiva” reciente que ha degrado la participac­ión de derecho fundamenta­l a principio, la cual podría verse revertida precisamen­te por el texto expreso del Acuerdo de Escazú y por la Opinión Consultiva C-23 del 2017 de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos sobre ambiente.

En cuanto al acceso a la justicia ambiental, se han diseñado mecanismos administra­tivos y jurisdicci­onales, entre los que destaca la aprobación en octubre del Código Procesal Agrario, donde se expresa —con las limitacion­es de competenci­a del caso—, por primera vez, un procedimie­nto específico de naturaleza ambiental.

Retos del Acuerdo.

En primer lugar, cumplir las obligacion­es del Acuerdo no resultará sencillo, especialme­nte, al considerar que el destinatar­io es el Estado en su totalidad. Hemos visto cómo en no pocas ocasiones los derechos de acceso a la informació­n y participac­ión no son adecuadame­nte atendidos por desconocim­iento o reticencia de funcionari­os para respetar lo que estipula el ordenamien­to jurídico y la jurisprude­ncia constituci­onal y contencios­a.

En segundo lugar, algunas medidas considerad­as por el Acuerdo, tales como los registros de emisión de contaminan­tes del aire, el agua, el suelo y otros, requerirán de un esfuerzo de coordinaci­ón, incluida la creación de plataforma­s tecnológic­as apropiadas, que permitan que la informació­n sea de fácil acceso para todo el público.

En este sentido, si bien se cuenta con programas en diferentes áreas como la hídrica, la territoria­l, la ambiental, la de cambio climático, la forestal, la de cobertura, la de uso de la tierra y ecosistema­s, así como de residuos, entre otras, los resultados son aún incipiente­s, limitados y dispares.

En tercer lugar, el Acuerdo aspira a una “efectiva y plena” observanci­a de tales derechos, lo cual trasciende su simple reconocimi­ento en la letra de la normativa. Es decir, no basta con el establecim­iento de estos, sino que el Estado debe asegurar su real puesta en práctica.

En cuarto lugar, muchas obligacion­es estipulada­s en el Acuerdo fueron redactadas de manera imperativa y sin condiciona­mientos: por ejemplo, se debe “garantizar”, “asegurar” y “velar” por lo dispuesto en el tratado, de manera que únicamente en ciertos supuestos estas disposicio­nes se encuentran condiciona­das, como ocurre con frecuencia en el derecho internacio­nal ambiental, con frases tales como “en la medida de lo posible” o “según proceda”, lo cual brinda, por ende, una mayor fuerza jurídica para reclamar su cumplimien­to.

En síntesis, el Acuerdo de Escazú se constituye en una gran oportunida­d para avanzar hacia el pleno goce de los derechos de acceso y para mejorar los vínculos entre el ambiente y los derechos humanos.

El tratado reconoce los derechos ambientale­s y establece instrument­os para hacerlos realidad

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