La locura del príncipe saudita
PARÍS – ¿Qué debería estar primero en la política internacional: los valores o los intereses? Para Occidente, este dilema ha quedado en clara evidencia tras el asesinato del autoexiliado periodista saudita Jamal Khashoggi a manos de un escuadrón de la muerte saudita en Turquía. Arabia Saudita, después de todo, es un comprador importante de armas occidentales, uno de los principales productores de petróleo y un activo crucial para confrontar y contener a Irán. Es más, el reino es un actor clave en una lucha de poder en curso en el mundo islámico. Y, hasta el asesinato de Khashoggi, parecía encaminado hacia una reforma seria.
En 1979, la Revolución islámica que triunfó en Irán fracasó en Arabia Saudita. Durante dos semanas en noviembre y diciembre de ese año, un grupo de fanáticos armados tomaron la Gran Mezquita en La Meca (el sitio más sagrado del islam) y exigieron el derrocamiento del gobierno saudita. Finalmente fueron superados por el ejército saudita. Pero el episodio dejó al liderazgo saudita mucho más inclinado a transigir con los radicales y extremistas islamistas, e incluso a asistirlos de manera directa.
Luego llegó junio del 2017, cuando Mohamed bin Salmán (MBS) fue nombrado repentinamente príncipe de la corona y aparente heredero del trono saudita. Para muchos observadores, Arabia Saudita finalmente parecía tener un líder que enfrentaría los intereses arraigados que durante mucho tiempo habían impedido la modernización del país. Los países occidentales, y particularmente Estados Unidos, habían esperado durante décadas ver un giro semejante en la política del reino.
Al principio, a los líderes occidentales les costó no sentirse seducidos por MBS y su ambiciosa agenda de reforma. Finalmente, había alguien para liderar al mundo sunita en su lucha hegemónica con Irán. Egipto, efectivamente, se había retirado del juego de influencia regional y Turquía, aunque miembro de la OTAN, era un socio difícil. Para un presidente norteamericano inclinado a apartarse de la estrategia más equilibrada de su antecesor en la región, MBS era una bendición.
Pero MBS pronto demostró estar muy lejos de ser perfecto. Asumió riesgos innecesarios al escalar su guerra en Yemen y ahora tiene una dosis importante de sangre civil en sus manos. Secuestró al primer ministro del Líbano, Saad Hariri, y detuvo a un grupo de sauditas adinerados en el Ritz-Carlton en Riad, liberándolos de su retiro forzado solo después de que se desprendieran de gran parte de su riqueza.
El mensaje del asesinato de Khashoggi también es claro: los disidentes y las figuras de la oposición deberían saber lo que les espera si siguen criticando al nuevo régimen. Soñar con la democracia en el mundo árabe está bien, siempre y cuando se entienda que la reforma solo se dé de arriba hacia abajo.
Más allá de si el comportamiento de MBS está motivado por impulsividad, inmadurez, su estrecha relación con la primera familia de Estados Unidos –particularmente con el yerno del presidente Donald Trump, Jared Kushner– o con todo esto a la vez, no cabe duda de que ha llegado demasiado lejos. No se puede asesinar a un columnista de The Washington Post y esperar que a nadie le importe. Y el hecho de que el crimen se haya cometido en el territorio de un rival como Turquía no hace más que agravar la locura. Después de los atentados del 11 de setiembre del 2001, el mundo no está dispuesto de ninguna manera a tolerar que escuadrones de la muerte sauditas de 15 miembros perpetren operaciones en el exterior.
Es más, la mera atrocidad del asesinato no solo fue estremecedora, sino también increíblemente ingenua. Debería haber sido obvio que el consulado saudita en Estambul estaría conectado a dispositivos de vigilancia. Como sabemos ahora, la inteligencia turca pudo seguir el acto horripilante “en directo” y luego revelarlo gradualmente al resto del mundo. La ironía del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, señalando a su joven rival saudita no pasó inadvertida: los periodistas pueden ser encarcelados por cientos en Turquía, ¡pero por lo menos no se les descuartiza!
Hasta ahora, MBS ha considerado que está por encima de la ley. Además de gozar de la protección tácita de la corte de Trump, sabe que el mundo todavía depende fuertemente del petróleo saudita. Como aprendió recientemente Canadá, el régimen de MBS no dudará en jugar la carta del petróleo en respuesta a las críticas por sus antecedentes en materia de derechos humanos.
Sin embargo, MBS se equivocó al suponer que nunca sería cuestionado sobre este asunto. El imperativo comercial de mantener buenos vínculos con el reino sigue en pie. Pero la perspectiva cambió: Arabia Saudita ahora es más dependiente de Estados Unidos que al revés. El crecimiento del petróleo de esquisto de Estados Unidos significa que puede hacer frente a un recorte de los suministros sauditas. Los sauditas, por otro lado, no pueden funcionar militarmente sin armas de Estados Unidos. El equilibrio de poder entre los dos países ha cambiado decididamente a favor de Estados Unidos.
Como ha revelado el espectáculo de Khashoggi, los dos mayores perdedores políticos han sido MBS y Trump. Por su parte, MBS ahora tendrá que lidiar con una creciente oposición dentro de la familia real. Aun si las cosas siguen su curso habitual, sus oponentes domésticos hoy pueden argumentar que, lejos de modernizar a su país, lo está dejando aislado y más débil de lo que era antes de su llegada al poder.
Trump, mientras tanto, ahora debe limpiar el caos político en el que él y su familia se han metido al forjar lazos personales con déspotas extranjeros. Sin duda, MBS no tiene nada que ver con el líder norcoreano Kim Jong-un. Pero existe un patrón emergente, y nadie se sorprenderá cuando la relación de Trump con Kim también le estalle en la cara.
La diplomacia es un arte, no una ciencia. Exige perspicacia, prudencia y, por sobre todas las cosas, experiencia. Trump ha buscado resultados diplomáticos con una suerte de desidia sublime. En MBS, tal vez haya encontrado su par.
No se puede asesinar a un columnista del ‘Washington Post’ y que a nadie le importe