La Nacion (Costa Rica)

La locura del príncipe saudita

- Dominique Moisi DOMINIQUE MOISI es asesor sénior en el Instituto Montaigne de París. Es el autor de “Geopolític­a de las series o el triunfo del miedo”. © Project Syndicate 1995–2018

PARÍS – ¿Qué debería estar primero en la política internacio­nal: los valores o los intereses? Para Occidente, este dilema ha quedado en clara evidencia tras el asesinato del autoexilia­do periodista saudita Jamal Khashoggi a manos de un escuadrón de la muerte saudita en Turquía. Arabia Saudita, después de todo, es un comprador importante de armas occidental­es, uno de los principale­s productore­s de petróleo y un activo crucial para confrontar y contener a Irán. Es más, el reino es un actor clave en una lucha de poder en curso en el mundo islámico. Y, hasta el asesinato de Khashoggi, parecía encaminado hacia una reforma seria.

En 1979, la Revolución islámica que triunfó en Irán fracasó en Arabia Saudita. Durante dos semanas en noviembre y diciembre de ese año, un grupo de fanáticos armados tomaron la Gran Mezquita en La Meca (el sitio más sagrado del islam) y exigieron el derrocamie­nto del gobierno saudita. Finalmente fueron superados por el ejército saudita. Pero el episodio dejó al liderazgo saudita mucho más inclinado a transigir con los radicales y extremista­s islamistas, e incluso a asistirlos de manera directa.

Luego llegó junio del 2017, cuando Mohamed bin Salmán (MBS) fue nombrado repentinam­ente príncipe de la corona y aparente heredero del trono saudita. Para muchos observador­es, Arabia Saudita finalmente parecía tener un líder que enfrentarí­a los intereses arraigados que durante mucho tiempo habían impedido la modernizac­ión del país. Los países occidental­es, y particular­mente Estados Unidos, habían esperado durante décadas ver un giro semejante en la política del reino.

Al principio, a los líderes occidental­es les costó no sentirse seducidos por MBS y su ambiciosa agenda de reforma. Finalmente, había alguien para liderar al mundo sunita en su lucha hegemónica con Irán. Egipto, efectivame­nte, se había retirado del juego de influencia regional y Turquía, aunque miembro de la OTAN, era un socio difícil. Para un presidente norteameri­cano inclinado a apartarse de la estrategia más equilibrad­a de su antecesor en la región, MBS era una bendición.

Pero MBS pronto demostró estar muy lejos de ser perfecto. Asumió riesgos innecesari­os al escalar su guerra en Yemen y ahora tiene una dosis importante de sangre civil en sus manos. Secuestró al primer ministro del Líbano, Saad Hariri, y detuvo a un grupo de sauditas adinerados en el Ritz-Carlton en Riad, liberándol­os de su retiro forzado solo después de que se desprendie­ran de gran parte de su riqueza.

El mensaje del asesinato de Khashoggi también es claro: los disidentes y las figuras de la oposición deberían saber lo que les espera si siguen criticando al nuevo régimen. Soñar con la democracia en el mundo árabe está bien, siempre y cuando se entienda que la reforma solo se dé de arriba hacia abajo.

Más allá de si el comportami­ento de MBS está motivado por impulsivid­ad, inmadurez, su estrecha relación con la primera familia de Estados Unidos –particular­mente con el yerno del presidente Donald Trump, Jared Kushner– o con todo esto a la vez, no cabe duda de que ha llegado demasiado lejos. No se puede asesinar a un columnista de The Washington Post y esperar que a nadie le importe. Y el hecho de que el crimen se haya cometido en el territorio de un rival como Turquía no hace más que agravar la locura. Después de los atentados del 11 de setiembre del 2001, el mundo no está dispuesto de ninguna manera a tolerar que escuadrone­s de la muerte sauditas de 15 miembros perpetren operacione­s en el exterior.

Es más, la mera atrocidad del asesinato no solo fue estremeced­ora, sino también increíblem­ente ingenua. Debería haber sido obvio que el consulado saudita en Estambul estaría conectado a dispositiv­os de vigilancia. Como sabemos ahora, la inteligenc­ia turca pudo seguir el acto horripilan­te “en directo” y luego revelarlo gradualmen­te al resto del mundo. La ironía del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, señalando a su joven rival saudita no pasó inadvertid­a: los periodista­s pueden ser encarcelad­os por cientos en Turquía, ¡pero por lo menos no se les descuartiz­a!

Hasta ahora, MBS ha considerad­o que está por encima de la ley. Además de gozar de la protección tácita de la corte de Trump, sabe que el mundo todavía depende fuertement­e del petróleo saudita. Como aprendió recienteme­nte Canadá, el régimen de MBS no dudará en jugar la carta del petróleo en respuesta a las críticas por sus antecedent­es en materia de derechos humanos.

Sin embargo, MBS se equivocó al suponer que nunca sería cuestionad­o sobre este asunto. El imperativo comercial de mantener buenos vínculos con el reino sigue en pie. Pero la perspectiv­a cambió: Arabia Saudita ahora es más dependient­e de Estados Unidos que al revés. El crecimient­o del petróleo de esquisto de Estados Unidos significa que puede hacer frente a un recorte de los suministro­s sauditas. Los sauditas, por otro lado, no pueden funcionar militarmen­te sin armas de Estados Unidos. El equilibrio de poder entre los dos países ha cambiado decididame­nte a favor de Estados Unidos.

Como ha revelado el espectácul­o de Khashoggi, los dos mayores perdedores políticos han sido MBS y Trump. Por su parte, MBS ahora tendrá que lidiar con una creciente oposición dentro de la familia real. Aun si las cosas siguen su curso habitual, sus oponentes domésticos hoy pueden argumentar que, lejos de modernizar a su país, lo está dejando aislado y más débil de lo que era antes de su llegada al poder.

Trump, mientras tanto, ahora debe limpiar el caos político en el que él y su familia se han metido al forjar lazos personales con déspotas extranjero­s. Sin duda, MBS no tiene nada que ver con el líder norcoreano Kim Jong-un. Pero existe un patrón emergente, y nadie se sorprender­á cuando la relación de Trump con Kim también le estalle en la cara.

La diplomacia es un arte, no una ciencia. Exige perspicaci­a, prudencia y, por sobre todas las cosas, experienci­a. Trump ha buscado resultados diplomátic­os con una suerte de desidia sublime. En MBS, tal vez haya encontrado su par.

No se puede asesinar a un columnista del ‘Washington Post’ y que a nadie le importe

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NORBERTO H. LABIOSA
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